Tom Knox - El Secreto Génesis

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El Secreto Génesis: краткое содержание, описание и аннотация

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Hace apenas unos años, un equipo de arqueólogos descubrió en Gobekli Tepe, al sureste de Turquía, un templo extraordinario, con enigmáticos y sofisticados relieves, miles de años anterior a las pirámides de Egipto.El corresponsal de guerra Rob Luttrell es enviado al yacimiento para realizar un reportaje para su periódico. Lo que en principio iba a ser un trabajo tranquilo da un giro dramático cuando aparece muerto el director de la excavación.Paralelamente, en Inglaterra se produce una oleada de crímenes ejecutados de acuerdo a primitivos rituales de sacrificios humanos.¿Qué relación guardan las ruinas milenarias de Gobekli Tepe con la terrible cadena de asesinatos?

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Rob le preguntó directamente a Christine por su opinión sobre el islam. Ella le explicó que le gustaban ciertos aspectos. Especialmente los almuecines.

– ¿De verdad? -contestó Rob-. ¿Todas esas lamentaciones? Yo hay veces que lo encuentro molesto, es decir, no es que lo odie pero… a veces…

– Yo creo que es conmovedor. El grito del alma que implora a Dios. ¡Deberías escuchar más atentamente!

Tomaron el segundo desvío tras pasar por una última y silenciosa aldea kurda. Unos cuantos kilómetros más y verían las pequeñas colinas de Gobekli perfiladas por la luz de la luna. El Land Rover hizo un ruido sordo cuando Christine tomó la última curva. Rob no sabía qué esperaba ver en la excavación después del «accidente». ¿Coches de policía? ¿Vallas? ¿Nada?

En realidad, sí que había una nueva barrera que atravesaba la carretera. Tenía la palabra «Policía» y «No pasar». En turco y en inglés. Rob salió del coche y empujó a un lado la valla. Christine avanzó y aparcó.

El yacimiento estaba desierto. Rob sintió un verdadero alivio. La única indicación de que la excavación era ahora la escena de una muerte sospechosa era una lona nueva levantada sobre la zanja a la que habían empujado a Franz. Eso y una sensación de vacío en la zona de la carpa. Habían desaparecido montones de cosas. Habían movido o se habían llevado la gran mesa. La excavación de esta campaña había terminado definitivamente.

Rob echó una ojeada a las piedras. Se había preguntado antes cómo sería estar entre ellas por la noche. Ahora, de una forma bastante inesperada, allí estaba. A oscuras, en medio de sus cercas de madera. La luna había salido del todo e irradiaba una blanca oscuridad por todo el lugar. Tuvo un extraño deseo de bajar al recinto vallado. Tocar los megalitos. Colocar su mejilla contra el frío de las antiguas piedras. Pasar los dedos entre los relieves. De hecho, había deseado hacerlo la primera vez que los vio.

Christine se le acercó por detrás.

– ¿Está todo en orden?

– ¡Sí!

– Entonces, vamos. Rápido. Este lugar… me da bastante miedo por la noche.

Rob se dio cuenta de que ella apartaba la vista de la zanja. Aquella en la que habían matado a Franz. Aquella visita tenía que resultarle muy difícil.

Subieron con rapidez hasta la cima. A la izquierda había una cabina de plástico azul: la oficina personal de Franz. La puerta acababa de ser cerrada con candado.

Christine suspiró.

– Maldita sea.

Rob se quedó pensando un momento. Después volvió corriendo al Land Rover, abrió la puerta de atrás y revolvió en la oscuridad.

Regresó con un gato. La brisa del desierto era caliente y la luz de la luna hacía brillar el candado. Colocó el gato en la cerradura, giró, y el candado se partió.

En el interior, la cabina era pequeña y estaba casi vacía. Christine iluminó con una linterna a su alrededor. Había unas gafas de repuesto sobre un estante vacío. Unos cuantos libros de texto estaban esparcidos descuidadamente sobre un escritorio lleno de polvo. La policía se había llevado casi todo.

Christine se arrodilló y volvió a suspirar.

– Se han llevado el maldito armario.

– ¿De verdad?

– Estaba escondido aquí abajo. Junto al pequeño frigorífico. No está.

Rob sintió una fuerte decepción.

– ¿Y ya está? ¿Ha sido un viaje en vano?

Christine parecía profundamente triste.

– Vamos -dijo-. Vámonos antes de que nos vean. Ya hemos irrumpido en el lugar de un asesinato.

Rob cogió el gato. Una vez más, mientras caminaba hacia el coche, al pasar por las fosas en penumbra, sintió un extraño deseo de ir a tocar las piedras. Tumbarse junto a ellas.

Christine abrió la puerta del conductor. La luz de dentro se encendió. Rob abrió la puerta de atrás para guardar el gato. Lo vio de inmediato: la luz iluminaba un pequeño cuaderno. Colocado en el asiento de atrás; negro pero con aspecto de ser caro. Lo cogió. Abrió la cubierta y vio el nombre de Franz Breitner, escrito a mano con letra pequeña.

Rodeó el coche y se inclinó sobre la puerta del pasajero para enseñarle a Christine su hallazgo.

– ¡Dios mío! -gritó – ¡Es éste! ¡El cuaderno de Franz! Esto es lo que estaba buscando. Aquí es donde escribía… todo.

El periodista se lo dio. Con la mirada atenta, Christine hojeó las páginas mientras murmuraba:

– Lo escribía todo aquí. Le he visto hacerlo. En secreto. Éste era su gran secreto. ¡Bien hecho!

Rob se subió al asiento del pasajero.

– Pero ¿qué hace en tu coche? -Nada más hacer la pregunta, se sintió un poco estúpido. La respuesta era obvia. Debió de caerse del bolsillo de Franz cuando Christine lo llevaba al hospital. O eso, o Franz sabía que iba a morir mientras yacía sangrando en el asiento de atrás, lo sacó de su bolsillo y lo dejó ahí. De forma deliberada. A sabiendas de que Christine lo encontraría.

Rob movió la cabeza. Estaba imaginándose una teoría conspiradora. Tenía que tranquilizarse. Se echó hacia la izquierda y cerró la puerta de golpe, haciendo que el coche vibrara.

– ¡Vaya! -exclamó Christine.

– Lo siento.

– Se ha caído algo.

– ¿Cómo?

– Cuando has cerrado la puerta de golpe. Se ha caído algo del cuaderno.

Christine hurgó por el suelo entre sus pies, pasando las manos por todos lados entre los pedales. Después se incorporó sosteniendo algo entre los dedos. Era un tallo seco de hierba. Rob lo miró.

– ¿Por qué demonios iba Franz a guardar eso?

Christine estaba mirando el tallo. Con atención.

15

Christine condujo aún más rápido de lo normal de vuelta a la ciudad. A las afueras, donde el desolado desierto se topaba con el cemento gris del primer bloque de apartamentos, vieron lo que intentaba ser un café de carretera, con mesas de plástico blanco y unos cuantos conductores de camiones bebiendo cerveza. Los conductores bebían con expresión de culpa.

– ¿Una cerveza? -preguntó Rob.

Christine miró por la ventanilla.

– Buena idea.

Giró a la derecha y aparcó. Los camioneros se quedaron mirando a Christine mientras salía del coche y se dirigía a una mesa.

Era una noche calurosa; los insectos y moscas daban vueltas alrededor de las bombillas desnudas del exterior de la cafetería. Rob pidió dos cervezas Efes. Hablaron de Gobekli. De vez en cuando, pasaba algún estruendoso camión por la carretera, con las luces encendidas, de camino a Damasco, Riyadh o Beirut, ahogando su conversación y haciendo que las bombillas temblaran y se golpearan. Christine hojeó las páginas del cuaderno. Estaba embelesada, casi febril. Rob dio un sorbo a la cerveza caliente de su cascado vaso y le dejó hacer.

Pasaba las páginas a un lado y a otro. Preocupada. Finalmente, dejó el cuaderno sobre la mesa y suspiró.

– No sé… Es un lío.

Rob apoyó su cerveza.

– ¿Perdón?

– Es un caos. -Chasqueó la lengua-. Y es extraño, porque Franz no era desordenado. Era escrupuloso. «Eficacia teutona», lo llamaba él. Era riguroso y preciso. Siempre… siempre… -Sus ojos marrones se nublaron durante un segundo. Agarró la cerveza con fuerza, bebió un trago y dijo-: Échale tú un vistazo.

Rob miró las primeras páginas.

– A mí me parece que está bien.

– Aquí -dijo ella, señalando-. Sí, comienza muy ordenadamente. Diagramas de las excavaciones. Microlitos dibujados. Pero aquí…, mira…

Rob hojeó unas cuantas páginas más hasta que ella lo detuvo.

– ¿Ves? A partir de aquí se viene abajo. Las letras se convierten en garabatos. Y los dibujos y bosquejos… caóticos. Y aquí. ¿Qué son todos estos números?

Rob miró atentamente. El texto estaba casi todo en alemán. La escritura era muy ordenada al principio; pero se iba convirtiendo en garabatos hacia el final. Había una lista de números en la última página. Después una línea de alguien llamada Orra Keller. Rob recordó a una chica que había conocido en Inglaterra llamada Orra. Una chica judía. ¿Y quién era Orra Keller? Se lo preguntó a Christine y ella se encogió de hombros. Le preguntó por los números. Ella volvió a hacer el mismo gesto, con mayor énfasis. Rob se dio cuenta de que había también un dibujo en la libreta: un esbozo de un campo y algunos árboles.

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