Michael Connelly - Echo Park

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Harry Bosch tiene la oportunidad de reabrir un caso en el que trabajó en el pasado y que había quedado sin resolución; se traga del asesinato de Marie Gesto, una joven desaparecida años atrás. Bosch tuvo siempre el presentimiento de que nunca encontrarían con vida a Gesto y cuando las circunstancias le forzaron a cerrar el caso, se quedó con la desagradable sensación de haber dejado escapar al culpable por obviar un detalle de la investigación. Por ello recibe, entre escéptico y aliviado, la confesión de un hombre que alega estar detrás del asesinato de la joven. Las circunstancias que envuelven el caso son atípicas dado el interés de un político por llegar a un pacto con el presunto culpable. Arguye que resultaría beneficioso paa ambas partes: el detenido detallaría qué pasócon otros casos irresolutos cuya autoría se atribuye, evitando así la pena de muerte. A Bosch no le gusta la propuesta, pero no puede reprimir su deseo de cerrar un caso que le ha inquietado durante años.

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Bosch negó con la cabeza con tristeza.

– Voy a la tienda.

– Bien. Yo me voy a la habitación. Te esperaré allí.

– Entonces no me retrasaré.

– Yo quiero vino tinto.

– Estoy en ello.

Bosch se apresuró a salir de la casa. Había aparcado antes en la calle para que Rachel pudiera usar el garaje si venía. Al salir se fijó en un vehículo situado en el otro lado de la calle, dos casas más allá. El vehículo, un todoterreno plateado, le llamó la atención porque estaba en una zona roja. En ese bordillo estaba prohibido aparcar porque estaba demasiado cerca de la siguiente curva. Un coche podía doblar la curva y fácilmente colisionar con cualquier coche aparcado allí.

Al mirar calle arriba, el todoterreno arrancó de repente con las luces apagadas y aceleró hacia el norte doblando la curva y desapareciendo.

Bosch corrió a su coche, se metió en él y se dirigió hacia el norte detrás del todoterreno. Condujo lo más rápido que pudo sin riesgo de chocar. Al cabo de dos minutos había recorrido la calle de curvas y la encrucijada de Mulholland Drive. No había rastro del todoterreno y podía haber ido en cualquiera de las tres direcciones desde el stop.

– ¡Mierda!

Bosch se quedó en el cruce durante unos segundos, pensando en lo que acababa de ver y en lo que podía significar. Decidió que o bien no significaba nada o significaba que alguien estaba vigilando su casa y por consiguiente vigilándolo a él. Pero en ese momento no había nada que hacer. Lo dejó estar. Se volvió y circuló por Mulholland a velocidad segura hasta Cahuenga. Sabía que había una tienda de licores cerca de Lankershim. Se dirigió hacia allí, sin dejar de mirar el espejo retrovisor por si lo estaban siguiendo.

26

Suspendido de empleo o no, Bosch se vistió con un traje antes de salir de casa a la mañana siguiente. Sabía que le daría un aura de autoridad y seguridad al tratar con burócratas del gobierno. Y a las nueve y veinte ya le había reportado dividendos. Tenía una pista sólida. El Departamento de Tráfico había emitido una licencia de conducir a Robert Foxworth el 3 de noviembre de 1987, el día en que cumplió dieciséis años, la edad mínima para conducir. La licencia nunca se renovó en California, pero en Tráfico no había constancia alguna de que el titular hubiera fallecido. Eso significaba que o bien Foxworth se había trasladado a otro estado y había renovado el carné allí o había decidido que ya no quería conducir o había cambiado de identidad. Bosch apostaba por la tercera opción.

La dirección de la licencia era la pista. La residencia de Foxworth que se hacía constar era el Departamento de Servicios a la Infancia y la Familia del condado de Los Angeles, en el 3075 de Wilshire Boulevard, Los Angeles. En 1987 había estado bajo tutela del condado. O bien no tenía padres o los habían declarado no aptos para educarlo y les habían retirado la custodia. La designación del DSIF como dirección significaba que o vivía en una de las residencias juveniles o bien había sido puesto en su programa de padres de acogida. Bosch sabía todo esto porque él también había tenido ese domicilio en su primera licencia de conducir. Él también había estado bajo la tutela del condado.

Al salir de las oficinas de Tráfico en Spring Street sintió una renovada inyección de energía. Se había abierto paso en lo que parecía un callejón sin salida y lo había convertido en una pista sólida. Al dirigirse a su coche, su móvil vibró y Bosch respondió sin perder el paso ni mirar la pantalla. Tenía la esperanza de que fuera Rachel y poder compartir con ella la buena noticia.

– Harry, ¿dónde estás? Nadie respondía la línea de tu casa.

Era Abel Pratt. Bosch se estaba cansando de su constante control.

– Voy a visitar a Kiz. ¿Le parece bien?

– Claro, Harry, salvo que se supone que has de fichar conmigo.

– Una vez al día. ¡No son ni las diez!

– Quiero tener noticias tuyas cada mañana.

– Perfecto. ¿Mañana sábado también he de llamarle? ¿Y el domingo?

– No te pases. Sólo estoy tratando de cuidarte, y lo sabes.

– Claro, jefe. Lo que usted diga.

– Supongo que has oído lo último.

Bosch se detuvo en seco.

– ¿Han detenido a Waits?

– No, ojalá.

– Entonces, ¿qué?

– Está en todas las noticias. Todo el mundo anda como loco aquí. Anoche se llevaron a una chica de la calle en Hollywood. La metieron en una furgoneta en Hollywood Boulevard. La división instaló nuevas cámaras en las calles el año pasado y una de las cámaras grabó parte del rapto. No lo he visto, pero dicen que es Waits. Ha cambiado de aspecto (creo que se ha afeitado la cabeza), pero parece que es él. Hay una conferencia de prensa a las once y van a enseñar la cinta al mundo.

Bosch sintió un golpe sordo en el pecho. Había tenido razón en que Waits no se había ido de la ciudad. Lamentó no haberse equivocado. Mientras se sumía en estas reflexiones se dio cuenta de que todavía pensaba en el asesino como Raynard Waits. No importaba que en realidad se llamara Robert Foxworth, Bosch sabía que él siempre pensaría en él como Waits.

– ¿Consiguieron la matrícula de la furgoneta? -preguntó.

– No, estaba tapada. Lo único que sacaron es que era una furgoneta blanca Econoline. Como la otra que usó, pero más vieja. Mira, he de colgar. Sólo quería controlar. Con un poco de suerte es el último día. La UIT terminará y volverás a la unidad.

– Sí, eso estaría bien. Pero, escuche, durante su confesión, Waits dijo que tenía una furgoneta diferente en los noventa. Quizá la fuerza especial podría poner a alguien a buscar en los viejos registros de Tráfico a su nombre. Podrían encontrar una matrícula que corresponda a la furgoneta.

– Vale la pena intentarlo. Se lo diré.

– De acuerdo.

– Quédate cerca de casa, Harry. Y dale recuerdos a Kiz.

– Sí.

Bosch cerró el teléfono, contento de que se le hubiera ocurrido la frase de Kiz en el acto. No obstante, también sabía que se estaba convirtiendo en un buen mentiroso con Pratt, y eso no le gustaba.

Bosch se metió en su coche y se dirigió a Wilshire Boulevard. La llamada de Pratt había incrementado su sentido de urgencia. Waits había raptado a otra mujer, pero nada en los archivos indicaba que matara a sus víctimas de manera inmediata. Eso significaba que la última víctima podía seguir con vida. Bosch sabía que si podía llegar a Waits, quizá podría salvarla.

Las oficinas del DSIF estaban abarrotadas y eran muy ruidosas. Esperó en un mostrador de registros durante quince minutos antes de captar la atención de una empleada. Después de tomarle la información a Bosch y anotarla en un ordenador, le dijo que sí había un expediente de menores relacionado con Robert Foxworth, nacido el 03-11-71, pero que para verlo necesitaría una orden judicial que autorizara la búsqueda de los registros.

Bosch se limitó a sonreír. Estaba demasiado exaltado por el hecho de que existiera un expediente como para enfadarse por una frustración más. Le dio las gracias y le dijo que volvería con la orden judicial.

Bosch salió otra vez a la luz del sol. Sabía que se hallaba en una encrucijada. Bailar en torno a la verdad acerca de dónde estaba durante las llamadas telefónicas de Abel Pratt era una cosa, pero solicitar una orden judicial para ver los registros del DSIF sin aprobación del departamento -en forma de un visto bueno del supervisor- sería pisar terreno muy peligroso. Estaría llevando a cabo una investigación ilegal y cometiendo una falta castigada con el despido.

Suponía que podía entregar lo que tenía a Randolph de la UIT o a la fuerza especial y dejar que se ocuparan ellos, o podía ir por la ruta del llanero solitario y aceptar las posibles consecuencias. Desde que había vuelto de la jubilación, Bosch se había sentido menos constreñido por las normas y regulaciones del departamento. Ya se había marchado una vez y sabía que si le empujaban a ello, podía volver a hacerlo. La segunda vez sería más fácil. No quería que ocurriera, pero podría asumirlo si tenía que hacerlo.

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