John Connolly - Perfil asesino

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El hallazgo fortuito de una fosa común, a orillas de un lago en el norte de Maine, pone al descubierto un espeluznante asesinato en masa cometido hace más de treinta años. Todos los miembros de una comunidad religiosa, los Baptistas de Aroostook, desaparecieron sin dejar rastro en 1964, y, ahora que sus cadáveres han vuelto al presente como una muda acusación, alguien parece muy interesado en que el misterio quede sin resolver. Pero el pasado regresa con inusitada brutalidad. La primera víctima es Grace Peltier, una estudiante que, al investigar sobre el fanatismo religioso en el estado de Maine, ha ahondado en la vida y el enigmático final de la comunidad de Aroostook. En apariencia, Grace se ha suicidado, pero hay indicios de asesinato más que suficientes para que la familia solicite la intervención del detective Charlie Parker, «Bird», el protagonista de las anteriores entregas de John Connolly.

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Pasé las páginas hasta la última ilustración completa, acompañada de una cita del Apocalipsis 10:10: «Tomé el librito de la mano del Ángel y lo devoré; y en mi boca fue dulce como la miel; pero, cuando lo tragué, se me amargaron las entrañas». Inspirada en Durero, la ilustración mostraba, una vez más, a san Juan, espada en mano, mientras se comía una representación del mismo libro que yo tenía entre las manos, con la espina dorsal humana y la araña con la llave claramente visibles. Lo observaba un ángel con columnas de fuego por pies y un sol por cabeza.

San Juan aparecía dibujado en tinta negra y la expresión del rostro había sido reproducida con sumo detalle. Era un retrato de Faulkner tal como fue en su juventud y como yo lo había visto en la fotografía del periódico tras el descubrimiento de los cadáveres en el norte. Tenía la misma frente ancha, las mismas mejillas hundidas y una boca casi femenina, las mismas cejas rectas y oscuras. Iba envuelto en una larga capa blanca, con la espada en alto apuntando al cielo en la mano izquierda.

Faulkner estaba en todas las ilustraciones. Era uno de los cuatro jinetes; aparecía en las fauces del infierno, era san Juan; era la bestia. Faulkner: juzgando, atormentando, consumiendo, matando; creando un libro que era a la vez un registro del castigo y un castigo en sí; una revelación y una ocultación de la verdad; una vanidad y una burla de las vanidades; una obra de arte y un acto de canibalismo. Era la obra de su vida, iniciada cuando las flaquezas humanas de sus seguidores se pusieron de manifiesto y él se volvió contra ellos, aniquilándolos a todos con la ayuda de su progenie: primero los hombres, luego las mujeres y por último los niños. Tal como había empezado continuó, y los caídos habían pasado a formar parte de su gran libro. En el ángulo inferior derecho de cada página, a modo de glosas marginales, había nombres escritos. Las páginas confeccionadas con una sola lámina de piel contenían un solo nombre, en tanto que aquellas realizadas con varias secciones incluían dos, tres o a veces cuatro nombres. El nombre de James Jessop constaba en el tercer fragmento de piel, el de su madre en el cuarto y el de su padre en el quinto. El resto de los Baptistas de Aroostook ocupaba la mayoría de las entradas del libro, pero también aparecían otros nombres, nombres que no reconocí, algunos relativamente recientes a juzgar por el color de la tinta sobre la piel. El nombre de Alison Beck no estaba entre ellos. Ni los de Al Z, Epstein o Mickey Shine. Todos debían ser agregados más tarde, cuando se recuperase el libro, del mismo modo que tendría que añadirse también el de Grace Peltier, y quizás el mío propio.

Me acordé de Jack Mercier y del libro que me había mostrado en su biblioteca, las tres dobles líneas del dorso ahora en hueso en lugar de oro. Un artesano como Faulkner nunca habría dejado de crear los libros que amaba tanto. El ejemplar obsequiado a Carter Paragon era una prueba de ello. Ahora era evidente que Faulkner tenía una visión más amplia: la creación de un texto cuya forma reflejase a la perfección el contenido, un libro sobre la condenación hecho a partir de los condenados, un registro del juicio final compuesto con los restos de aquellos que habían sido juzgados.

Y Grace lo había descubierto. Deborah Mercier, celosa de la primera hija de su marido, la había informado de la existencia del nuevo Apocalipsis y de su procedencia. Por entonces Jack Mercier ya había comenzado a actuar contra la Hermandad reclutando a Ober, a Beck y a Epstein para su causa, pero eso Grace no podía saberlo, porque era más de lo que Deborah Mercier estaba dispuesta a contarle. Deseaba poner en peligro a Grace, pero no a su propio marido.

Grace le había dicho a Paragon que sabía de la venta del Apocalipsis, pero Paragon era sólo un títere, y Grace, mujer sagaz, debía de haberse dado cuenta. Paragon temía decir a Pudd y a Faulkner que había vendido el libro, pero también le dio miedo hablarles de la visita de Grace. Por tanto, Grace lo vigiló y esperó a que sucumbiese al pánico. ¿Lo siguió al norte o esperó a que ellos fuesen a verlo? Supuse que había sido esto último si es que Paragon había muerto por no poder revelar al Golem su escondrijo. Fuera como fuese, Grace había encontrado de algún modo el camino a las mismísimas puertas del infierno privado de Faulkner. Y entonces, cuando surgió la oportunidad, entró y logró escapar con el libro, un libro que contenía la verdad sobre el destino de los Baptistas de Aroostook y, en particular, de Elizabeth Jessop. Su robo había obligado a la Hermandad a reaccionar con premura; mientras Pudd y los otros lo buscaban, tomaron la decisión de eliminar a todos aquellos que actuaban contra ellos y para quienes la obra robada por Grace Peltier habría sido un arma poderosa, una labor que se volvió más urgente con el hallazgo de los cadáveres en el lago St. Froid.

Cerré el libro, lo coloqué con cuidado en su envoltorio y luego me lavé las manos bajo el grifo de la cocina; después de lavármelas a fondo, alcancé una toalla y me volví de cara a Rachel y Louis.

– Parece que tenemos una definición completamente nueva de la palabra «loco» -musitó Louis-. ¿Y qué se supone que es eso? ¿Lo sabes?

– Un registro -contesté-. Un obituario, o quizá más que eso. Es una relación de los condenados, lo opuesto al libro de la vida. Ahí están consignados los Baptistas de Aroostook y por lo menos otra docena de nombres, hombres y mujeres, utilizados todos ellos para crear un nuevo Apocalipsis.

»Y lo hizo Faulkner. Sus restos no estaban entre los que se hallaron en la fosa común, ni los de sus hijos. Mataron a esa gente, a todos, y luego usaron partes de ellos para crear el libro. Supongo que los otros nombres son de personas que tuvieron la desgracia de cruzarse en el camino de la Hermandad en algún momento, o que representaron una amenaza. Con el tiempo, partes de Grace y Curtis Peltier, de Yossi Epstein, y quizá de Jack Mercier y los otros que murieron en el barco habrían pasado a formar parte del libro una vez recuperado. Habría sido un registro lo más completo posible, o de lo contrario no habría tenido sentido.

– Doy por hecho que empleas la palabra «sentido» en su acepción más amplia -comentó Rachel con evidente disgusto.

Aun después de frotarme las manos con la toalla hasta enrojecérmelas me sentía manchado por el roce del libro.

– El sentido carece de importancia -dije-. Si es posible relacionar esto con Faulkner, nos encontramos ante la confesión de un asesinato.

– Siempre y cuando lo encontremos -añadió Louis-. ¿Qué pasará cuando Lutz no dé señales de vida?

– Enviarán a otra persona, probablemente a Pudd, para averiguar qué ha ocurrido. No puede permitir que este libro siga perdido en el mundo. Eso suponiendo que nuestro amigo el calvo no lo encuentre primero.

Reflexioné sobre lo que sabía, o sospechaba, del paradero oculto de Faulkner. Ahora sabía que estaba en el norte, más allá de Bangor, cerca de la costa y a corta distancia de un faro.

En el litoral de Maine había alrededor de sesenta faros, en su mayoría automatizados o sin supervisión humana, y un par cedidos para uso civil. De todos ellos, probablemente sólo unos cuantos se hallaban al norte de Machias.

Me arrodillé y tomé entre las manos el libro envuelto.

– ¿Qué vas a hacer con él? -preguntó Rachel.

– Nada -respondí-. Todavía nada.

Se acercó a mí y me miró a los ojos.

– Quieres encontrarle, ¿verdad? No estás dispuesto a dejárselo a la policía.

– Tenía a Lutz y a Voisine trabajando para él -expliqué-, y Voisine aún anda suelto por alguna parte. Podría haber más. Si entregamos esto a la policía y uno solo de ellos comparte las lealtades de Lutz, Faulkner será alertado y se irá para siempre. Mi sospecha es que ya está preparándose para desaparecer. Probablemente lo planea desde el momento en que perdió el libro y, con toda certeza, desde el hallazgo de los cadáveres en St. Froid. Por esta razón, por la seguridad de Marcy, vamos a mantener esto de momento en secreto. ¿Marcy?

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