– Y Pudd pensó que Curtis Peltier estaba al corriente de lo que sabía Grace, y ahora piensa que quizá tú también lo sepas.
– Sí -contesté.
– Pero no lo sabes.
– Todavía no.
– Si Jack Mercier ha muerto, se va a armar una gorda -comentó MacArthur con vehemencia.
A su lado, Ramos asintió en silencio a la vez que MacArthur se volvía para mirarme.
– Y no creas que a ti no va a salpicarte también -añadió.
Fuimos por la Interestatal 1 en dirección sur y tomamos la 9 hacia la costa, dejando atrás la iglesia baptista de obra vista y el campanario blanco de la iglesia católica de San Judas. En el Departamento de Bomberos de Pine Point, en King Street, había siete u ocho coches en el aparcamiento y las puertas estaban abiertas de par en par. Un bombero vestido con vaqueros y una camiseta del departamento nos señaló hacia la cooperativa de pescadores de Pine Point, donde el Marine 4 ya estaba en el agua.
El Departamento de Policía de Scarborough utilizaba dos embarcaciones para el servicio en el mar. El Marine 1 era un bote hinchable de setenta caballos con base en Spurwink, al norte de Pine Point, que salía a la mar desde Ferry Beach. El Marine 4 era un Boston Whaler de seis metros y medio de eslora provisto de un motor Johnson de doscientos veinticinco caballos, con base permanente en la cooperativa de Pine Point y amarrado, cuando no se lo necesitaba, en el Departamento de Bomberos. Lo tripulaban cinco personas, todas ya a bordo cuando nos detuvimos ante el edificio blanco y gris de la cooperativa. El barco del capitán del puerto estaba junto al Whaler, y había a bordo dos agentes del Departamento de Policía de Scarborough. Los dos portaban escopetas Mossberg de calibre doce, las armas reglamentarias en los coches patrulla de Scarborough. Otros dos policías a bordo del Whaler iban armados con fusiles M-16. Todos llevaban impermeables azules. Los pescadores observaban con curiosidad desde el muelle.
Ramos y MacArthur se pusieron los impermeables, y yo los seguí hasta el barco. MacArthur se disponía a bajar al Whaler cuando me vio.
– ¿Qué demonios te crees que haces?
– Vamos, Wallace -rogué-. No me hagas esto. No estorbaré. Mercier era mi cliente. No quiero quedarme aquí esperando como un padre expectante si le ha ocurrido algo. Si no me dejas acompañarte, no tendré más remedio que sobornar a un pescador para que me lleve y entonces sí que me convertiré en un verdadero estorbo. Peor aún, puede que desaparezca y entonces habrás perdido a un testigo crucial. Te pondrán a dirigir el tráfico otra vez.
MacArthur cruzó una mirada con los otros hombres del barco. El capitán, Ted Adams, se encogió de hombros.
– Sube al barco, maldita sea -contestó MacArthur entre dientes-. Pero basta con que te pongas de pie para desperezarte, y serás pasto de las langostas.
Bajé detrás de él y con Ramos siguiéndome. No quedaban más impermeables, así que me arrebujé en la chaqueta y me senté encogido en el banco de plástico con las manos en los bolsillos y el mentón apoyado en el pecho mientras el Whaler se alejaba del muelle.
– Dame la mano -dijo MacArthur.
Extendí el brazo derecho, me esposó y me encadenó a la barandilla.
– ¿Y si nos hundimos?-pregunté.
– Entonces tu cuerpo no irá a la deriva.
El barco surcó las grises y oscuras aguas de Saco Bay levantando espuma blanca a su paso. MacArthur, de pie junto a la cabina, mantenía la vista fija en Scarborough y el horizonte se mecía alegremente con el movimiento del barco en el mar.
En la timonera, Adams respondía a alguien por la radio.
– Todavía se mueve -dijo a MacArthur-. Ahora está a sólo dos millas mar adentro y se dirige hacia la costa.
Miré por encima de los policías sentados y de los tripulantes de la cabina e imaginé que veía, como un pequeño desgarrón en el cielo, el mástil largo y delgado del yate. Algo me corroyó las entrañas, los últimos y desesperados arañazos de un gato ahogándose dentro de un saco. La proa se hundió y el agua salpicó la cubierta y me empapé. Me estremecí cuando las gaviotas se deslizaron sobre la superficie del mar dejando oír sus estridentes chillidos por encima del ronroneo del motor.
– Allí está -anunció Adams y señaló con el dedo un pequeño punto gris en la pantalla del radar mientras, simultáneamente, la aguja del mástil que nos pareció ver antes asomaba en el horizonte.
A mi lado, Ramos comprobó el seguro de su Glock de calibre cuarenta.
Lentamente la forma cobró nitidez: un yate blanco de veintiún metros de eslora con un mástil alto navegaba a la deriva entre las olas. Un barco de menor tamaño, el del pescador de langostas de Portland que había avistado el yate, lo seguía a cierta distancia. Del norte llegó el sonido cada vez más cercano del Marine 1. Por razones de seguridad, las dos embarcaciones acudían siempre juntas a cualquier aviso.
El Marine 4 viró hacia el sur para situarse al este del yate, cuya silueta se recortaba contra el sol poniente. Cuando el Whaler lo circunnavegó, en la cubierta quedó sangre a la vista que ni siquiera el agua salada había conseguido eliminar por completo, y la madera parecía acribillada a balazos. Cerca de la popa, el yate presentaba una marca chamuscada donde al parecer una bengala había prendido en la cubierta.
Y en lo alto del mástil, parcialmente oculto por la vela plegada, pendía un cuerpo con los brazos extendidos y atados al palo transversal. Estaba desnudo excepto por unos calzoncillos blancos, manchados de negro y rojo. Tenía las piernas blancas y los pies atados, y una segunda cuerda alrededor del pecho lo sujetaba al mástil y descendía, tensa y en ángulo, hasta una de las barandillas. El cuerpo estaba socarrado desde el vientre hasta la cabeza. Había perdido la mayor parte del pelo, los ojos eran huecos oscuros, y enseñaba los dientes en una mueca de dolor; aun así supe que estaba viendo los restos de Jack Mercier.
El Whaler dio el alto al yate y, al no recibir respuesta, se aproximó por babor y un joven tripulante abordó el Eliza May y apagó el motor. Ramos y MacArthur, calzándose guantes de protección, saltaron a bordo detrás de él con paso vacilante.
– ¡Inspectores! -gritó el tripulante desde la cabina.
Se encaminaron hacia él procurando no tocar nada con las manos mientras el barco se mecía suavemente entre las olas. El tripulante señaló un rastro largo y oscuro de sangre escalera abajo. Alguien, muerto o agonizante, había descendido a rastras bajo cubierta. MacArthur se arrodilló y examinó las huellas con mayor detenimiento. Un cabello largo y rubio asomaba entre la sangre. Revolvió en sus bolsillos y extrajo una pequeña bolsa de pruebas donde a continuación guardó el cabello con sumo cuidado.
– Quédese aquí -ordenó al tripulante, y Ramos lo siguió.
En la cubierta de las dos embarcaciones de la policía todas las armas apuntaban hacia los otros dos accesos que había en el yate a los camarotes. Con MacArthur al frente, los dos policías descendieron pisando los extremos de los peldaños, la única parte que no estaba cubierta de sangre.
Esto fue lo que encontraron:
Había un pasillo pequeño y oscuro, con el baño inmediatamente a la derecha y una litera a la izquierda. El baño estaba vacío y olía a productos químicos; una cortina descorrida revelaba un plato de ducha blanco y limpio. La litera no estaba ocupada. El pasillo tenía el suelo enmoquetado y el tejido crujía bajo sus pies mientras la sangre brotaba de entre las fibras a su paso. Dejaron atrás la cocina y un segundo par de puertas enfrentadas que conducían a los dormitorios, ambos provistos de camas de matrimonio y armarios en los que no cabían más de dos pares de zapatos juntos.
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