Qiu Xiaolong - Muerte De Una Heroína Roja

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Shanghai, 1990, el asesinato de la joven Guan «Hong Ying», una celebridad política y estandarte nacional, se convierte en un caso delicado un año después de los acontecimientos de la Plaza Tiananmen. El recién ascendido Inspector Jefe Chen Cao se muestra poco convencido por la máscara de perfección de la heroína roja, entregada a la causa del Partido, sin amigos ni amante.
Muerte de una heroína roja es mucho más que una historia de detectives. Llena de contrastes, es una radiografía sutil de la China de la transición, captada a través de una multitud de historias particulares y una apasionante inmersión en su historia, cultura, tradición poética y gastronómica. Una magnífica iniciación a la China de hoy.
Galardonada con el Premio Anthony a la mejor primera novela y finalista del prestigioso Premio Edgar, Muerte de una heroína roja es la confirmación de uno de los escritores más interesantes del momento.

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El aire de la noche era sereno y suave en la orilla del Bund. A sus espaldas, en la calle Zhongshan, estaba el Hotel de la Paz con su tejado rojinegro en punta. Alguna vez había fantaseado con la idea de pasar una noche en el jazz bar en compañía de Wang, con músicos que tocaran a la perfección el piano, la trompeta y la batería, 1 los camareros, con una servilleta almidonada en el brazo, servirían bloody manes, manhattans y vodka con kahlua… Ahora nunca tendrían esa oportunidad. Por algún motivo, no estaba demasiado preocupado por ella. Wang era atractiva, joven e inteligente, y tenía sus propios contactos. Con el tiempo, conseguiría obtener el pasaporte y el visado, y se marcharía en un avión japonés. Quizá su decisión de partir era la correcta, porque no había manera de saber qué futuro esperaba a China. En Tokio, vestida con un ancho kimono de seda, arrodillada sobre una estera y calentando una copa de sake para su marido, sería una mujer maravillosa, y como fondo cerezos en flor y el monte Fuji cubierto de nieve. Durante la noche, cuando una sirena calmase el vacío del insomnio, ¿pensaría todavía en él, allende los mares y al otro lado de las montañas? Recordó varios versos de Liu Yong, escritos durante la dinastía Song:

«¿Dónde me encontraré esta noche

despertando de la resaca…?

La orilla del río flanqueada por sauces llorones,

la luna cayendo, el alba asomando en una brisa

año tras año. Estaré lejos,

lejos de ti.

Todos los bellos paisajes se nos muestran,

pero de nada sirve.

¡Oh!, ¿a quién podré hablar

de este paisaje para siempre hermoso?»

Se habían invertido los papeles. En el poema, Liu era quien dejaba su amor atrás, pero en su caso, era Wang quien lo dejaba a él. Como poeta, el nombre de Liu era respetado en la literatura clásica china. Había vivido sin blanca, bebiendo, soñando y desperdiciando sus mejores años en los burdeles, hasta se decía que sus poemas románticos habían sido su perdición. Era un hombre despreciado por sus coetáneos, que no dudaron en denunciarlo con toda la indignación nacida del orgullo confuciano. Murió sumido en la pobreza, atendido por una prostituta pobre que se encariñó con sus poemas, aunque quizá esa compañera de sus últimas horas no fuera más que una invención, una gota de consuelo en una taza de amargura.

¿Volvería Wang, años más tarde, convertida en una mujer feliz y próspera? ¿Qué le habría sucedido a él entretanto? Ya no sería inspector jefe. Sería tan miserable como Liu. En una sociedad cada vez más materialista, ¿quién se fijaría en un ratón de biblioteca, un inútil que sólo sabía escribir unos cuantos versos sentimentales? Se estremeció al escuchar la melodía del carillón del enorme reloj en lo alto de las Torres de la Aduana. No la conocía, pero le agradó. En los tiempos del instituto, era una melodía diferente, dedicada al camarada Mao: «El Oriente es rojo». Los tiempos habían cambiado. Miles de años antes, Confucio había dicho: «El tiempo fluye como el agua del río». Aspiró profundamente el aire de la noche de verano, como si luchara contra la fuerza de la corriente. Luego se alejó del Bund y se dirigió caminando a la Oficina Central de Correos.

Situada en la esquina de las calles Sichuan y Chapu, permanecía abierta veinticuatro horas al día. Había un portero apostado en la entrada, incluso a esa hora de la noche. Chen lo saludó con un gesto de la cabeza. En el amplio vestíbulo había varias mesas de encina, donde los clientes podían escribir, pero sólo dos personas estaban sentadas, esperando frente a una hilera de cabinas para llamadas de larga distancia. Decidió sentarse ante una de esas largas mesas y se puso a escribir en una hoja con el membrete de la oficina. Justo lo que necesitaba. No quería que pareciera una cuestión personal. "Es un asunto serio en interés del Partido", pensó. Para sorpresa suya, las palabras fueron fluyendo de su bolígrafo en cuanto empezó a escribir. Se detuvo una sola vez, y se quedó mirando un cartel en la pared. Le recordaba otro, visto hacía muchos años: un pájaro negro cerniéndose sobre el horizonte con un sol naranja sobre el lomo. Por debajo de la imagen, dos breves versos:

«Lo que tiene que ser / será.

El tiempo es un pájaro / Se posa y alza el vuelo.»

Cuando acabó, tomó un sobre de correo certificado y se dirigió a un empleado somnoliento.

– ¿Cuánto cuesta una carta certificada a Beijing?

– Ocho yuanes.

De acuerdo -dijo Chen-.

Merecía la pena. Esa carta quizá fuera su última oportunidad. No le gustaba jugar, si bien tenía que hacerlo, aunque después de tantos años su valor fuese puramente ilusorio. "Un junco al que se aferra un hombre que se ahoga", meditó. El reloj acababa de marcar las dos cuando salió de Correos. Volvió a saludar al portero, que seguía inmóvil en la puerta y ni siquiera levantó la vista. Al doblar la esquina, una vendedora ambulante con una enorme olla de huevos cocidos al té en un infiernillo de carbón saludó efusivamente a Chen. El olor no le agradó y siguió caminando. En el cruce de las calles Tianton y Sichuan, divisó una torre de cromo y cristal cuya silueta se destacaba contra un fondo de callejones y casas siheyuan. Unas luces potentes iluminaban el perímetro de la obra mientras la hilera de camiones, equipos pesados y carretillas transportaban material para el edificio. Como muchas otras avenidas, Tianton había sido cerrada al tráfico a raíz del empeño de Shanghai por recuperar su posición de centro comercial e industrial del país. Intentó tomar un atajo cruzando por el mercado de Ninhai. Estaba desierto, salvo una larga cadena de cestos de plástico, bambú o mimbre, de diferentes tamaños y formas. La fila acababa ante un puesto de cemento, debajo de un cartel de madera en el que habían escrito con tiza «roncador amarillo». Era el pez más delicioso, en opinión de las amas de casa de Shanghai. Los cestos ocupaban el lugar de las virtuosas mujeres que, dentro de una o dos horas, vendrían a recogerlos y ocuparían, todavía somnolientas, su lugar en la cola. Había sólo un trabajador del turno de noche en el otro extremo del mercado. Con el cuello de algodón acolchado subido hasta las orejas, troceaba una masa enorme de pescado congelado frente a la instalación de frigoríficos. El atajo por el mercado no resultó ser una buena decisión, por lo que tuvo que seguir por otra calle lateral, y tardó más en volver a casa.

Evaluando su pasado, reconocía que muchas de sus decisiones habían sido errores, serios o triviales. Sin embargo, era la combinación de esas decisiones la que lo había convertido en lo que era. En ese momento, un inspector jefe suspendido, aunque no oficialmente, con un futuro político prácticamente acabado, pero al menos, había sido honrado y concienzudo en sus decisiones. Aún no sabía si había cometido otro error al enviar la carta a Beijing. Desafinando, se puso a silbar una canción que había aprendido hacía muchos años: «Los sueños de ayer se los lleva el viento. / Los sueños de ayer siguen soñando…». Era lacrimógena, incluso más que el poema de Liu Yong.

CAPÍTULO 30

Final de la tarde del viernes. Yu seguía trabajando, enfrascado en los archivos de la brigada de asuntos especiales. El inspector jefe Chen no estaba en su despacho. Le habían asignado una labor de intérprete-escolta para una delegación estadounidense. El secretario del Partido Li le anunció su destino de un día para otro. Como escritor y traductor por derecho propio, le correspondía representar a la Asociación de Escritores de China. El aviso llegó con tanta rapidez que Yu apenas tuvo tiempo para entrevistarse con Chen. No habían conseguido verse tras su regreso de Guangzhou. A primera hora del día siguiente, cuando Yu entró en el despacho, acababan de informar a Chen de su nueva tarea, y salió para el aeropuerto casi en el acto. A primera vista, no era una decisión alarmante. Incluso podía interpretarse como una señal de que el inspector jefe Chen seguía siendo un miembro fiable del Partido, pero Yu estaba inquieto. Desde la noche del festín de cangrejos, consideraba a Chen un aliado y un amigo. El Viejo cazador le había hablado del problema que obstaculizaba la investigación, así como del lío en que estaba metido Chen. Aquella tarde Yu también había departido con el secretario del Partido Li., quien le había encargado su asistencia a una importante conferencia en el condado de Jiading sobre tareas de seguridad.

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