Qiu Xiaolong - Muerte De Una Heroína Roja

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Shanghai, 1990, el asesinato de la joven Guan «Hong Ying», una celebridad política y estandarte nacional, se convierte en un caso delicado un año después de los acontecimientos de la Plaza Tiananmen. El recién ascendido Inspector Jefe Chen Cao se muestra poco convencido por la máscara de perfección de la heroína roja, entregada a la causa del Partido, sin amigos ni amante.
Muerte de una heroína roja es mucho más que una historia de detectives. Llena de contrastes, es una radiografía sutil de la China de la transición, captada a través de una multitud de historias particulares y una apasionante inmersión en su historia, cultura, tradición poética y gastronómica. Una magnífica iniciación a la China de hoy.
Galardonada con el Premio Anthony a la mejor primera novela y finalista del prestigioso Premio Edgar, Muerte de una heroína roja es la confirmación de uno de los escritores más interesantes del momento.

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– ¿ Dónde?

– La puedes ver desde tu ventana.

– ¿Y por qué no subes?

Había una cabina de teléfono en la esquina, moderna y bastante reciente, donde se podía llamar con monedas o tarjetas.

– No, baja tú.

– De acuerdo, bajo enseguida.

No la había vuelto a ver desde aquella noche, por lo que era comprensible que no quisiera subir. Debía de tener graves problemas. Se puso el uniforme, agarró el maletín y bajó corriendo las escaleras. "Mejor ir vestido así, solo a esa hora de la noche", pensó mientras terminaba de abrocharse. Se abalanzó hacia la cabina, pero no había nadie, ni allí ni en la calle. Estaba confundido, aunque decidió esperar. De pronto, comenzó a sonar el teléfono de la cabina. Lo miró durante unos segundos antes de caer en la cuenta de que quizá sonaba para él.

– Hola -dijo-.

– ¡Gracias a Dios! Soy yo, Wang Feng. Temía que no lo cogieras.

– ¿Qué te ha pasado?

– A mí, nada, pero ha ocurrido algo. Esta tarde los funcionarios de tu oficina me han negado la solicitud del pasaporte. Estoy muy preocupada por ti.

– ¿Por mí?

Parecía una incoherencia. Le habían negado un pasaporte a ella, si bien eso no era un motivo para que se preocupara por él. ¿Tan duro había sido el golpe que Wang había perdido su habitual compostura?

– Mencioné tu nombre, pero los agentes sólo me miraron fijamente. Uno de ellos comentó que te habían suspendido… Te llamó entrometido incapaz de cuidar de tus propios asuntos.

– ¿Quién dijo eso?

– El sargento Liao Kaiju.

– ¡Hijo de…! No le hagas caso a ése. Es un mierdecilla. No soporta que me hayan nombrado inspector jefe.

– ¿Pasa algo con la investigación de Guan?

– No, aún no hemos llegado hasta el final.

– Estoy muy preocupada, Chen. Tengo unos cuantos contactos, y esta noche he hecho unas llamadas. Puede que el caso sea más complicado de lo que crees. Algunas personas muy importantes se lo han tomado como un ataque deliberado contra los revolucionarios de la antigua generación, y a ti te consideran un representante de los reformistas liberales.

– Eso no es verdad. Ya sabes que no me interesa la política. Es un caso de homicidio, nada más.

– Ya lo sé, pero no todos piensan igual. Me he enterado de que Wu está ocupado en Beijing, y conoce a mucha gente allí.

– No me sorprende.

– Algunos se han quejado de tus poemas, los han compilado y ahora dicen que son políticamente incorrectos, que son una prueba más de lo poco fiable que eres como miembro del Partido.

– Es indignante. ¡ No veo qué tiene que ver la poesía con todo este asunto!

– Te daré un consejo si es que me lo permites -prosiguió sin esperar su respuesta-: deja de arremeter contra un muro de ladrillos.

– Aprecio tu consejo, Wang, pero solucionaré mis problemas…, y los tuyos también.

Siguió un breve silencio. Chen sentía su respiración agitada al otro lado del teléfono. Luego, Wang habló con la voz teñida de emoción.

– ¿Chen? -¿Sí?

– Suenas muy cansado. Puedo ir a verte. Es decir, si te parece bien.

– ¡Oh!, sólo estoy un poco cansado -dijo casi como un acto reflejo-. Me hace falta dormir bien una noche. Creo que es lo único que necesito.

– ¿Estás seguro?

– Sí, te lo agradezco mucho.

– Entonces, cuídate.

– Tú también.

Después de colgar se quedó parado junto a la cabina. No tenía ni idea de cómo solucionar sus problemas, por no hablar de los de Wang. Pasaron dos o tres minutos y el teléfono no volvió a sonar. Por algún motivo, esperaba lo contrario. El silencio lo decepcionó. Se quedó muy preocupado por su destino. Lógicamente, una periodista como Wang era sensible a los cambios de actitud en las personas. El sargento Liao había prometido echar una mano cuando Chen era una estrella en ascenso, pero con los problemas había cambiado de opinión. A sus ojos, la carrera del inspector jefe estaba prácticamente acabada.

Salió de la cabina. Ya no hacía ese calor insoportable en la calle. La luz de la luna se desplazaba suavemente a través del follaje. Chen no estaba de humor para volver a su piso. Muchas cosas le rondaban la cabeza. Se encontró paseando sin rumbo por la calle desierta, y de repente, se percató de que caminaba en dirección al Bund. En el cruce de la calle Sichuan, dejó atrás un edificio de ladrillo de dos plantas. En tiempos de la Revolución Cultural pertenecía al Instituto Yaojing, pero ahora ya no era una escuela sino un restaurante, El pabellón rojo, nombre que aludía sutilmente al lujo de Sueño en el pabellón rojo. Quizá era un solar demasiado valioso para una escuela. Resistió la tentación de entrar a tomar un café. No era una noche propicia para la nostalgia. Recortadas contra las luces de neón del restaurante, vio las siluetas de varias personas que cambiaban divisas a unos turistas. Una chica joven perseguía a una pareja de extranjeros mayores con un montón de yuanes en la mano. En sus tiempos de escolar, Chen y otros Pequeños Guardias Rojos habían sido asistentes de guardias de tráfico, persiguiendo las bicicletas sin matrícula o con asientos para bebés, que estaban prohibidos. En aquellos días actuaban como celosos voluntarios. Súbitamente apareció el río.

A orillas del Bund, el viento soplaba sobre el malecón y traía el olor penetrante del agua y de los muelles, una mezcla característica de Shanghai que le era familiar. Incluso a esa hora de la noche, seguían acudiendo allí parejas de jóvenes enamorados que paseaban de la mano o permanecían sentados como estatuas en la oscuridad. Antes de 1949, se decía de Shanghai que era una «ciudad sin noche» y que el Bund era «como los pliegues recogidos de una faja brillante». Se detuvo en el puente de Waibai. El agua olía a gasóleo y a residuos industriales, aunque estaba menos oscura, y reflejaba aquí y allá las luces de neón. Chen se inclinó contra la barandilla y miró hacia las aguas silenciosas. Un remolcador se acercaba al arco del puente. Intentó ordenar los pensamientos que lo agitaban. Se sentía aplastado, aunque no lo hubiera reconocido ante Wang. No por el caso, sino por su trasfondo político. Había una lucha interna del Partido de por medio. En su esfuerzo por sacar adelante sus reformas, Deng Xiaoping había ascendido a algunos jóvenes funcionarios del Partido, los llamados «reformistas», mediante una política de jubilación de cuadros. No representaban una amenaza grave en las altas esferas, pero sí para gran parte de los veteranos de rango inferior, de ahí que algunos se aliasen contra la reforma. Después de los acontecimientos del verano de 1989, Deng tuvo que apaciguar a esos viejos cargos, ya jubilados o a punto de jubilarse, y restablecer en cierta medida su influencia. Se había logrado mantener un cierto equilibrio. En la prensa del Partido había cobrado gran importancia una nueva consigna: «estabilidad política». Sin embargo, se trataba de un equilibrio inestable. Los veteranos eran sensibles a cualquier iniciativa de los reformistas, y la investigación dirigida contra Wu se interpretaba como un ataque contra ellos. Era la versión que Wu había divulgado en algunos círculos de Beijing. Con sus conexiones familiares, no le sería demasiado difícil provocar la respuesta que buscaba, una respuesta que, por cierto, ya estaba en marcha desde la Oficina del Comité de Disciplina, desde el Secretario del Partido Li y desde Seguridad Interior. Un veterano como Wu Bing, en coma y postrado con una máscara de oxígeno, debía permanecer como figura intocable, y eso incluía su mansión, su coche y, por supuesto, sus hijos.

Si Chen insistía en llevar las cosas a su manera, éste sería su último caso. Quizá todavía podía renunciar o quizá ya era demasiado tarde. Cuando uno figuraba en la lista negra, no había manera de salir de ella. ¿ Hasta dónde llegaría el secretario del Partido Li para protegerlo? Probablemente, no muy lejos, ya que su caída también lo afectaría a él. Dudaba mucho de que Li, un político con experiencia, se pusiese del lado de un perdedor. Ya se había presentado una queja contra él para tapar el caso de Wu Xiaoming. ¿Qué es lo que le esperaba: varios años en un campo de reeducación en la provincia de Qinghai encerrado en una celda oscura, o una bala en la nuca? Tal vez estaba siendo demasiado dramático en este momento, pero estaba seguro de que lo expulsarían del cuerpo. La situación era desesperada, y Wang había intentado advertirle.

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