Sólo una barrendera de la historia
que pasa, dejando caer trozos de los minutos
en su cesto.»
De pronto, la expresión «plaza del espíritu» llamó su atención. ¿Era posible que aquello fuera una alusión velada a la plaza de Tiananmen? «Desierta» una noche de verano de 1989, «sin estandartes». Podía tratarse de un poema políticamente incorrecto, y además, el desenlace de la «historia». El Presidente Mao había dejado bien claro que el pueblo, y sólo el pueblo, es el protagonista de la historia. ¿Cómo podía hablar Chen de la historia como si fuera el resultado de una rúbrica? Zhang no estaba muy seguro de su interpretación, por lo que empezó a leerlo de nuevo. Sin embargo, al cabo de un rato, tenía la vista cansada y tuvo que dejarlo. No tenía otra cosa por hacer. Decidió ducharse antes de acostarse, pero bajo el chorro de agua, volvió a pensar que Chen había ido demasiado lejos. Se dijo que lo mejor sería apaciguar sus recelos, aunque no podía dejar de darle vueltas. Hacia las once y media se levantó de la cama, encendió las luces y se puso las gafas de lectura.
El piso estaba silencioso. Su mujer había muerto al comienzo de la Revolución Cultural. Diez años de una vida apenas vivida, eran más de diez años, y entonces sonó el teléfono en la mesilla de noche. Era una llamada de larga distancia de su hija en Anhui.
– Papá, te llamo desde el hospital del condado. Kangkang, nuestro segundo hijo, está enfermo, tiene cuarenta de fiebre. El médico dice que es pulmonía. A Guolian lo han despedido. Ya no nos queda dinero.
– ¿Cuánto?
– Tenemos que depositar mil yuanes, o si no, se niegan a atenderlo.
– Dales lo que tengas. Di a los médicos que procedan. Te mandaré el dinero mañana por la mañana, a primera hora.
– Gracias, papá. Perdona que te haya llamado para pedirte esto.
– No digas eso -dijo Zhang- Soy yo el culpable de todo esto… Todos estos años -añadió-.
Eso creía Zhang. Se creía responsable de cualquier cosa que le sucediera a su hija. Por las noches a menudo recordaba, preso de una amargura insoportable, aquellos lejanos tiempos, allá en los años sesenta, cuando la llevaba al colegio cogida de la mano. Ella era una hija de cuadros revolucionarios, orgullosa de serlo, y una alumna brillante en el colegio, con un futuro prometedor en la China socialista. Sin embargo, todo cambió en 1966. La Revolución Cultural hizo de él un contrarrevolucionario, y de ella, la hija de una familia lacaya del capitalismo, convertida en blanco de las críticas revolucionarias de los Guardias Rojos. Discriminada políticamente y como joven instruida sujeta a la reeducación, fue destinada a un pueblo miserable de la provincia de Anhui, donde tenía que trabajar por no más de diez feng al día. Zhang no podía ni imaginar qué le había sucedido en aquel lugar. Otros jóvenes instruidos recibían dinero de sus familias en Shanghai o volvían para reunirse con los seres queridos durante las fiestas de primavera, pero ella no podía hacerlo: su padre seguía preso y no tenía familia. Cuando, a mediados de los años setenta, Zhang, rehabilitado, recobró la libertad y volvió a ver a su hija, apenas pudo reconocerla. Se había transformado en una mujer de rostro cetrino y arruga do, con un vestido negro hecho en casa y un bebé a cuestas. Se había casado con un minero de la localidad, tal vez para sobrevivir. En aquellos años, contar con el salario mensual de sesenta yuanes de un trabajador podía significar una gran diferencia, pero pronto se convirtió en la madre de tres hijos. A finales de los setenta, no estuvo en condiciones de aprovechar la oportunidad de volver a Shanghai: la política del Partido prohibía a las jóvenes instruidas como ella viajar con el marido y los hijos a la ciudad. A veces Zhang pensaba que, al atormentarse a sí misma, su hija lo atormentaba a él.
– Papá, no deberías sentirte culpable.
– ¿Qué otra cosa puedo hacer? No supe cuidar de ti. Ahora soy demasiado viejo.
– Parece que no estás bien. ¿Has estado trabajando demasiado?
– No, es la última tarea antes de que me jubile.
– Entonces, cuídate.
– Eso haré.
– La próxima vez que vaya a Shanghai, te llevaré un par de gallinas de Luhua.
– No te molestes.
– Los de aquí dicen que las gallinas de Luhua son buenas para la salud de los ancianos. Yo estoy criando media docena. Auténticas gallinas de Luhua.
Ahora su hija volvía a hablar como una campesina pobre y de clase baja.
Oyó un clic. Había colgado, e inmediatamente sobrevino el vacío del silencio. Estaba a miles de kilómetros de distancia. Habían pasado muchos años desde la última vez que hablara con su hija de corazón.
Se volvió lentamente a su mesa. La carpeta seguía ahí. Miró las notas que había tomado durante la reunión y volvió a revisarlo todo. Se estiró sobre la mesa para coger un cigarrillo, y sólo encontró un paquete vacío junto a los bolígrafos. Rebuscó en su bolsillo, si bien sólo encontró algo que no logró reconocer de inmediato. Era una bola de papel arrugado con un número apuntado. Lo habría guardado él mismo, pues era su caligrafía. ¿Por qué? Se sintió desorientado. Por un instante, se sintió mucho más cercano a Wu Bing, solo, relegado a una cama de hospital. El camarada Wu Bing había luchado toda su vida por la causa del comunismo. ¿Y para qué? Ahora estaba convertido en un vegetal, incapaz de hacer nada para proteger a su hijo que se veía señalado como sospechoso. Zhang se apresuró en convencerse de que su oposición al giro que había cobrado la investigación no se debía en ningún caso a su relación con Wu Bing, pero tampoco al hecho de que los jóvenes empezasen a despuntar, y los arribistas a ganar montones de dinero, j Y menos aún a que el inspector jefe Chen desafiase su autoridad! No, era sólo que el basar la investigación en una idea tan sesgada de los Hijos de los Cuadros Superiores era parte de una tendencia social que cuestionaba el liderazgo correcto del Partido. Ahora bien, ¿y si Wu Xiaoming hubiese cometido el asesinato? Quien fuera culpable, claro está, debía ser castigado, pero ¿qué pasaría con los intereses del Partido? En el clima social imperante, las noticias sobre la investigación no dejarían de añadir leña al fuego.
Zhang era incapaz de dar con una respuesta, y eso que en los primeros años, recién integrado en el Partido, nunca le había costado encontrar respuestas. En 1944, en calidad de alumno universitario destacado, había tenido que viajar a Yan'an. Dejó sin acabar los estudios, y en el camino sufrió todas las privaciones que supone un viaje a lomos de una muía. La vida en Yan'an era difícil: compartía una cueva con otros cuatro camaradas, trabajaba doce horas al día y leía a la luz de la vela. Al cabo de tres meses, apenas logró reconocerse en el reflejo de las aguas del río. Demacrado, sin afeitar, desnutrido, ya no quedaba ningún rastro de su antigua condición de joven intelectual de la gran ciudad, pero, en aquel entonces, creía ver una respuesta satisfactoria en su cambio de imagen. Sabía que hacía lo correcto por su país, su pueblo y su Partido, y por sí mismo también. Había sido su época más feliz. Durante los años siguientes, aunque la carrera del comisario Zhang no transcurrió sin sobresaltos, nunca había dudado de la respuesta. Pero ahora…
Finalmente se decidió. Escribiría un informe para Jiang Zhong, un viejo compañero de armas que todavía gozaba de una posición influyente en la Seguridad Interior. Así dejaría el asunto en manos de las altas autoridades del Partido, quienes deberían saber cómo lidiar con un caso tan delicado como ése, fuera culpable Wu Xiaoming o no. Ante todo, tenía que velar por los intereses superiores del Partido. También añadió una copia de Conversación nocturna y subrayó algunas palabras del poema. Pensó que era su responsabilidad compartir con las altas autoridades su preocupación por la ambigüedad ideológica del inspector jefe Chen. A pesar de sus esfuerzos, todavía no estaba seguro de lo que quería decir en el poema, pero lo que realmente importaba era la interpretación de los lectores. Si alguien asociaba la «plaza» del poema con la plaza de la política contemporánea, entonces éste no debería haberse escrito. Con la investigación en curso, la respuesta del pueblo sería un asunto de importancia capital para el Partido. El comisario Zhang era perfectamente consciente del impacto que su informe podía tener en el futuro del inspector jefe Chen. Con todo, para un hombre joven no significaría necesariamente el fin del mundo.
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