– ¿En qué puedo ayudarle, camarada inspector jefe?
– Busco a Xie Rong.
– No está.
– ¿Cuándo volverá?
– No lo sé. Se ha marchado a Ghuangzhou.
– ¿De viaje?
– No, por trabajo.
– ¡Ah!, ¿de qué tipo?
– No lo sé.
– Usted es su madre, ¿no? -Sí.
– Entonces tiene que saber dónde está en Ghuangzhou.
– ¿Por qué la busca?
– Quiero hacerle unas cuantas preguntas sobre un caso de homicidio.
– ¿Qué? ¿Cómo es posible que esté implicada en un homicidio?
– No, es una testigo, pero es importante.
– Lo siento, no tengo su dirección. Sólo he recibido una carta de ella, nada más llegar, con la dirección del hotel donde se hospedaba. Me contaba que se iba a mudar y que me mandaría su nueva dirección. Desde entonces, no he sabido nada de ella.
– ¿Así que sabe no qué hace su hija allá?
– Resulta difícil de creer, ¿no? -dijo sacudiendo la cabeza-. Es mi única hija.
– Lo siento.
– No tiene por qué sentirlo -replicó ella-. Son los tiempos modernos. «Las cosas se derrumban. El centro no se sostiene».
– Eso es verdad -convino sorprendido por la cita literaria de la anciana-. Al menos, hasta cierto punto. Pero eso no significa que la anarquía se haya adueñado del mundo. Es un periodo de transición.
– Históricamente, los periodos de transición son cortos -respondió ella también sorprendida, aunque daba muestras de animación por primera vez desde que Chen había llegado-, pero lo son a escala de una vida.
– Sí, tiene razón. Por eso nuestra elección es lo más importante -dijo Chen-. Por cierto, ¿dónde trabaja usted?
– En la universidad de Fudan, Departamento de Literatura Comparada -agregó-, aunque el Departamento prácticamente ha desaparecido, y yo estoy jubilada. En el mercado en que vivimos hoy en día, nadie quiere estudiar esa asignatura.
– Entonces, si no me equivoco, usted es la profesora Xie Kun.
– Sí, la profesora jubilada Xie Kun.
– ¡Es un honor conocerla! He leído La musa modernista.
– ¿ Ah, sí? -dijo ella-. Jamás me habría imaginado que a un oficial de la policía le interesaría ese libro.
– Ya lo creo que sí. Incluso lo he leído dos o tres veces.
– Entonces espero que no lo haya comprado cuando salió la primera edición. El otro día vi un ejemplar a la venta en un viejo rickshaw, costaba veinticinco feng.
– Bueno, nunca se sabe. «La hierba verde / verde que se extiende por doquier» -recitó él, que se alegraba de hacer otra alusión inteligente e insinuar que Xie Kun tenía lectores y estudiantes en todas partes que apreciaban su trabajo-.
– No por doquier -respondió ella-, ni siquiera en casa. Xie Rong, entre otras, no lo ha leído.
– ¿Y eso cómo puede ser?
– Tenía la esperanza de que ella también estudiara Literatura, pero después de graduarse en el instituto, empezó a trabajar en el Hotel Shanghai Sheldon. Ganaba tres veces más que yo, además de todos los cosméticos gratis y las propinas que le daban a menudo.
– Lo siento mucho, profesora Xie. No sé qué decir -suspiró Chen-, pero a medida que la economía mejore, las personas cambiarán de parecer con respecto a la Literatura. En cualquier caso, eso espero.
Decidió no hablarle de sus propias actividades literarias.
– ¿Ha oído alguna vez ese refrán que dice «El más pobre es un Doctor en Filosofía y el más tonto, un profeso»? -preguntó Xie-. Yo soy pobre y tonta, de manera que se entiende por qué ella escogió otro camino.
– ¿Y por qué dejó el trabajo en el hotel para ir a trabajar en una agencia de viajes? -interrogó Chen para cambiar de tema-. ¿Y por qué dejó la agencia de viajes para ir a Ghuangzhou?
– Lo mismo le pregunté, pero me contestó que yo era demasiado anticuada. Según ella, los jóvenes de hoy cambian de empleo como cambian de ropa. No deja de ser una buena metáfora. Lo esencial es el dinero, la verdad.
– Pero ¿por qué Ghuangzhou?
– Es lo que me preocupa. Que una chica viva allá…, y que viva sola.
– ¿Xie le habló alguna vez de un viaje que hizo a las Montañas Amarillas en octubre pasado?
– No hablaba mucho de su trabajo conmigo, pero ese viaje sí lo recuerdo. Trajo un poco de té verde. El té Nubes y Bruma de las montañas. Parecía un poco molesta cuando volvió.
– ¿Sabe usted por qué?
– No.
– ¿Podría ser por eso que cambió de empleo?
– No lo sé, pero poco después se marchó a Ghuangzhou.
– ¿Puede usted darme una foto reciente de ella?
– Claro que sí -Xie Kun sacó una foto de un álbum y se la entregó-.
Era la foto de una chica joven en el Bund. Vestía una camiseta blanca ajustada y una falda plisada muy corta, algo atrevida para la moda de Shanghai.
– Si la encuentra en Ghuangzhou, por favor dígale que rezo para que vuelva. No puede ser fácil para ella, y yo estoy aquí, sola y vieja.
– Eso haré -dijo él y cogió la foto-. Haré todo lo que pueda.
Cuando salió de la casa de la profesora Xie, la emoción inicial que había sentido con esa nueva pista empezó a desvanecerse. No era sólo porque el viaje de Xie Rong a Ghuangzhou, sin dejar dirección, hiciese más difícil la investigación, sino porque la charla con la profesora jubilada lo había deprimido. China estaba cambiando rápidamente, pero ahora que a los intelectuales se los consideraba "los más pobres y más tontos", la situación era inquietante.
Wei Hong vivía en la calle Hetian, número 60, en un nuevo bloque de pisos. Tocó el timbre varias veces, pero nadie contestó. Finalmente, llamó con el puño. Abrió una mujer de edad y le lanzó una mirada desconfiada.
– ¿Qué pasa?
Él la reconoció de inmediato por la foto.
– Usted debe de ser la camarada Wei Hong. Soy Chen Cao -dijo y le enseñó su identificación-, del Departamento de Policía de Shanghai.
– Lao Hua, es un agente de policía -Wei se giró y llamó en voz alta hacia la habitación antes de dejarlo entrar-. Pase.
La sala estaba abarrotada de objetos, aunque no desordenada. A Chen no le sorprendió ver una cocina portátil de gas junto a la entrada. Era el mismo sistema que había visto en la habitación de Qian Yizhi en la vivienda comunitaria. Una olla hervía al fuego. Apareció un anciano de pelo blanco que acababa de levantarse de un sofá de cuero nacarino. En la mesilla de café frente a él, había un solitario a medio terminar.
– ¿En qué podemos ayudar al camarada inspector jefe? -dijo el anciano mirando la credencial que le había pasado Chen-.
– Siento mucho molestarles en su casa, pero tengo que hacerles unas cuantas preguntas.
– ¿A nosotros?
– No es por ustedes, sino por alguien que conocían.
– Sí, adelante.
– Ustedes viajaron a las Montañas Amarillas hace varios meses, ¿correcto?
– Sí, así es -dijo Wei-. A mi marido y a mí nos gusta viajar.
– ¿Es ésta una de las fotos que tomaron en las montañas? -preguntó Chen sacando la Polaroid de su maletín-¿ En octubre para ser exactos?
– Sí -dijo Wei, adivinándose en su tono una ligera crispación-, soy capaz de reconocerme en una foto.
– Ahora, dígame, ¿y este nombre aquí en el dorso? -giró la foto-. ¿Quién es Zhaodi?
– Es una muchacha que conocimos durante el viaje. Nos tomó algunas fotos.
Chen sacó una foto de Guan haciendo una presentación en una importante reunión del Partido en el Gran Salón del Pueblo.
– ¿Esta mujer es Zhaodi?
– Sí, es ella, aunque parece cambiada con esa ropa tan distinta. ¿Qué ha hecho? -preguntó Wei con cara de perplejidad cuando lo vio sacar su bolígrafo y su libreta-. Cuando nos despedimos en las montañas, nos prometió que nos llamaría, pero nunca lo hizo.
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