Don Winslow - El poder del perro

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La guerra contra las drogas al desnudo. Un thriller épico, coral y sangriento que explora los rincones de la miseria humana.
Cuando su compañero aparece muerto con signos de haber sido torturado por la mafa de la droga, el agente de la DEA Art Keller, emprende una feroz venganza. Encadenados a la misma guerra, se encuentran una hermosa prostituta de alto standing; un cura católico confdente de ésta y empeñado en ayudar al pueblo, y Billy «el niño» Callan, un chico taciturno convertido en asesino a sueldo por azar. Narcovaqueros, campesinos, mafa al puro estilo italo-americano, policías corruptos, un soplón y un santo milagrero conforman el universo de esta historia de traiciones, frustración, amor, sexo y fe sobre la búsqueda de la redención.
Una trama vertiginosa y absorbente, repleta de sangre, narcos mexicanos, nacionalistas irlandeses, implicaciones políticas nternacionales, torturas, venta de armas, alta tecnología. Un universo en sí misma.
La novela transporta al lector de los suburbios de Nueva York, a San Diego, de los desiertos mexicanos pasando por el río Putumayo en Colombia hasta un violento desenlace fnal.

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– Ciudad de México ya está en pie de guerra por lo de Quito Fuentes -dice Tim Taylor a Art.

– Allá ellos.

– Para ti es fácil decirlo.

– Sí, lo es.

– Voy a decirte una cosa, Art: no puedes ir a detener al Doctor, y los mexicanos tampoco van a hacerlo. Ni siquiera le extraditarán. Esto no es Honduras, ni Coyote Canyon. Caso cerrado.

Tal vez para ti, piensa Art.

Para mí no.

No estará cerrado hasta que todas las personas implicadas en el asesinato de Ernie estén muertas o entre rejas.

Si no podemos hacerlo, y la policía mexicana no quiere hacerlo, tengo que encontrar a alguien que lo haga.

Art va a Tijuana.

Donde Antonio Ramos es el propietario de un pequeño restaurante.

Encuentra al gigantesco ex poli sentado fuera con los pies apoyados sobre una mesa, el puro en la boca y una Tecate fría al alcance de la mano. Ve acercarse a Art y dice:

– Si buscas el chile verde perfecto, ya te aviso que este no es el lugar.

– No es eso lo que busco -dice Art al tiempo que se sienta. Pide una cerveza a la camarera que se materializa a su lado.

– ¿Qué es, pues? -pregunta Ramos.

– Qué no, quién -dice Art-. El doctor Humberto Álvarez.

Ramos sacude la cabeza.

– Estoy jubilado.

– Lo sé.

– De todos modos, disolvieron la DFS -dice Ramos-. Llevo a cabo una gran hazaña en mi vida, y no le dan importancia.

– Tu ayuda todavía me sería útil.

Ramos baja las piernas de la mesa y se inclina hacia delante en su silla, para acercar la cara a la de Art.

– Ya contaste con mi ayuda, ¿recuerdas? Te entregué al jodido Barrera, y tú no apretaste el gatillo. No querías venganza, querías justicia. No obtuviste ninguna de las dos cosas.

– No me he retirado aún.

– Deberías -dice Ramos-. Porque la justicia no existe, y tú no te tomas en serio la venganza. Tú no eres mexicano. No hay muchas cosas que nos tomemos en serio, pero la venganza es una de ellas.

– Hablo en serio.

– No lo creo.

– Mi seriedad se cotiza en cien mil dólares -dice Art.

– Me estás ofreciendo cien mil dólares por matar a Álvarez.

– Por matarle no -contesta Art-. Ráptale. Métele en una bolsa, súbele a un avión con destino a Estados Unidos, donde pueda llevarle a juicio.

– ¿Lo ves? A eso me refería -dice Ramos-. Eres blando. Quieres venganza, pero no eres lo bastante hombre para tomarla por tu mano. Tienes que enmascararla con esa mierda del «juicio justo». Sería mucho más fácil matarle a tiros.

– Lo fácil no me interesa -replica Art-. Me interesan los sufrimientos largos y penosos. Quiero meterle en un agujero federal durante el resto de sus días, y confío en que la suya sea larga. Tú sí que eres blando, queriendo ahorrarle toda esa desdicha.

– No sé…

– Blando y aburrido -dice Art-. No me digas que no estás aburrido. Sentado aquí día tras día, preparando tamales para los turistas. Estás al corriente de las noticias. Sabes que ya he cazado a Mette y a Fuentes. Y el siguiente va a ser el Doctor, con o sin tu ayuda. Y después iré a por Barrera. Con o sin tu ayuda.

– Cien de los grandes.

– Cien de los grandes.

– Necesitaré unos cuantos hombres…

– Tengo cien de los grandes para el trabajo -dice Art-. Divídelos como te dé la gana.

– Chico duro.

– Será mejor que lo creas.

Ramos da una larga calada al puro, exhala el humo en círculos perfectos y los mira flotar en el aire.

– Mierda -dice después-, aquí no gano dinero. De acuerdo. Acu é rdate.

– Lo quiero vivo -dice Art-. Si me traes un cadáver, no verás ni un centavo del dinero.

– Sí, sí, sí…

El doctor Humberto Álvarez Machain termina con su última paciente, la acompaña galantemente hasta la puerta, dice buenas noches a su recepcionista y vuelve a su despacho privado para recoger unos papeles antes de regresar a casa. No oye a los siete hombres que entran por la puerta exterior. No oye nada hasta que Ramos entra en el despacho, apunta una pistola aturdidora a su tobillo y dispara.

Álvarez cae al suelo y se retuerce de dolor.

– Acaba de ver su último funciete, doctor -dice Ramos-. A donde va no hay chochos.

Vuelve a dispararle.

– Duele la hostia, ¿verdad? -pregunta.

– Sí -gime Álvarez.

– Si dependiera de mí, le metería una bala en la cabeza ahora mismo -explica Ramos-. Por suerte para usted, no depende de mí. Bien, va a hacer todo lo que yo le diga, ¿verdad?

– Sí.

– Estupendo.

Le vendan los ojos, inmovilizan sus muñecas con cables de teléfono y le conducen por la puerta de atrás hasta un coche que está esperando en el callejón, le arrojan al asiento trasero y le obligan a tumbarse en el suelo. Ramos sube y apoya los pies sobre el cuello de Álvarez, y después se dirigen a un piso franco de los suburbios.

Le introducen en una sala de estar a oscuras y le quitan la venda.

Álvarez se pone a gritar cuando ve al hombre alto espatarrado en la silla delante de él.

– ¿Sabe quién soy? -pregunta Art-. Era amigo íntimo de Ernie Hidalgo. Un hermano. Sangre de mi sangre.

Álvarez está temblando de manera incontrolable.

– Usted fue su torturador -dice Art-. Le raspó los huesos con pinchos metálicos, le metió dentro hierros al rojo vivo. Le dio inyecciones para mantenerle consciente y con vida.

– No -dice Álvarez.

– No me mienta -dice Art-. Solo conseguirá enfurecerme más. Lo tengo grabado en cinta.

Una mancha aparece en la parte delantera de los pantalones del médico y se extiende por una pernera.

– Se ha meado encima -dice Ramos.

– Desnudadle.

Le quitan la camisa y la dejan colgando alrededor de sus muñecas esposadas. Le bajan los pantalones y los calzoncillos hasta los tobillos. Los ojos de Álvarez se convierten en pequeñas órbitas de terror. Sobre todo cuando Kleindeist dice:

– Huela. ¿A qué huele?

Álvarez sacude la cabeza.

– En la cocina -continúa Kleindeist-. Piense: ya lo ha olido antes. ¿No? Muy bien: metal al rojo vivo. Un espetón.

Entra uno de los hombres de Ramos, sujetando el hierro al rojo vivo con una manopla de cocina.

Álvarez se desmaya.

– Despertadle -dice Art.

Ramos le dispara en la pantorrilla.

Álvarez recobra el sentido gritando.

– Inclinadle sobre el sofá.

Arrojan a Álvarez sobre el brazo del sofá. Dos hombres le sujetan los brazos y le abren las piernas. Otros dos inmovilizan sus pies en el suelo. El otro se acerca con el hierro y se lo enseña.

– No, por favor… No.

– Quiero los nombres -dice Art-. De todos los que vio en la casa con Ernie Hidalgo. Y los quiero ahora.

Ning ú n problema.

Álvarez empieza a largar como si le hubieran dado cuerda.

– Adán Barrera, Raúl Barrera -dice-. Ángel Barrera, Güero Méndez.

– ¿Cómo?

– Adán Barrera, Raúl Barrera…

– No -interrumpe Art-. El último nombre.

– Güero Méndez.

– ¿Estaba allí?

– S í , s í , s í . Era el líder, señor. -Álvarez toma una bocanada de aire-. Él mató a Hidalgo.

– ¿Cómo?

– Una sobredosis de heroína -dice Álvarez-. Un accidente. Íbamos a liberarle. Lo juro. La verdad.

– Levantadle.

Art mira al sollozante médico.

– Va a declararlo por escrito. Contará todo sobre su implicación. Todo sobre los Barrera y Méndez. ¿ De acuerdo?

– De acuerdo.

– Después redactará otra declaración -dice Art-, afirmando que no fue torturado ni coaccionado de ninguna manera a hacer esta declaración. ¿ De acuerdo?

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