– Sí. -Recupera la compostura y empieza a negociar-. ¿Me ofrecerá algo a cambio de mi colaboración?
– Intercederé por usted, sí -dice Art.
Se sientan a la mesa de la cocina con papel y pluma. Una hora después, las dos declaraciones están terminadas. Art las lee, las guarda en su maletín.
– Ahora va a hacer un pequeño viaje -dice.
– ¡No, señor! -grita Álvarez. Conoce muy bien esos viajecitos. Suelen incluir palas y tumbas poco profundas.
– A Estados Unidos -dice Art-. Un avión nos espera en el aeropuerto. Supongo que vendrá por voluntad propia.
– Sí, por supuesto.
Por supuesto, piensa Art. El hombre acaba de delatar a los Barrera y a Güero Méndez. Sus esperanzas de vida en México son nulas, más o menos. Art confía en que en el penal federal de Marion su longevidad alcance proporciones bíblicas.
Dos horas después tienen a Álvarez, aseado y con unos pantalones limpios, en un avión con destino a El Paso, donde es detenido y acusado del asesinato mediante torturas de Ernie Hidalgo. En la cárcel le fotografían desnudo, desde la cabeza a las rodillas, para demostrar que no ha sido torturado.
Y Art, fiel a su promesa, intercede por Álvarez. Dice a los fiscales federales que no quiere la pena de muerte.
Quiere la perpetua sin posibilidad de que le concedan la libertad provisional.
Una vida sin esperanza.
El gobierno mexicano protestó y un escuadrón de abogados norteamericanos defensores de los derechos civiles se le sumaron, pero tanto Mette como Álvarez están sentados en la prisión federal de máxima seguridad de Marion, esperando el resultado de sus apelaciones, Quito Fuentes está en la celda de una cárcel de San Diego, y nadie se ha preocupado de frenar a Art Keller.
Los que quieren, no pueden.
Los que pueden, no quieren.
Porque mintió.
Art mintió como un bellaco al comité del Senado que investigaba los rumores acerca de que la CIA era cómplice de los manejos de la Contra en el intercambio de drogas por armas. Art todavía conserva en su cabeza una transcripción de su testimonio, como la banda sonora de una película que no puedes silenciar.
P: ¿Ha oído hablar de una compañía aérea de transportes llamada SETCO?
R: Lejanamente.
P: ¿Cree ahora o creyó en algún momento que los aviones de SETCO se utilizaban para transportar cocaína?
R: No sé nada acerca de eso.
P: ¿Ha oído hablar alguna vez de algo llamado el «Trampolín Mexicano»?
R: No.
P: ¿Puedo recordarle que está bajo juramento?
R: Sí.
P: ¿Ha oído hablar del TIWG?
R: ¿Qué es eso?
P: El Terrorist Incident Working Group.
R: Hasta ahora no.
P: ¿Y la directiva número tres de Seguridad Nacional?
R: No.
P: ¿Y de la NHAO?
El abogado de Art se inclinó hacia delante y dijo al micrófono:
– Abogado, si lo que quiere es ir a pescar, ¿puedo sugerirle que alquile una barca?
P: ¿Ha oído hablar de la NHAO? R: Hace muy poco, en los periódicos.
P: ¿Alguien de la NHAO le ha presionado en relación con su testimonio?
– No pienso permitir que esto se prolongue más -dijo el abogado de Art.
P: ¿Le presionó el coronel Craig, por ejemplo?
La pregunta tenía la intención de despertar a la prensa.
El coronel Scott Craig estaba metiendo la bandera norteamericana, con palo y todo, por el culo de otro comité, que intentaba colgarle el muerto del trato de armas a cambio de rehenes con los iraníes. Entretanto, Craig se estaba convirtiendo en un héroe del pueblo norteamericano, un ídolo de los medios, un patriota de la televisión. El país estaba concentrado en la atracción secundaria Irán-Contra, el asqueroso acuerdo de armas a cambio de rehenes, y no acababa de caer en la cuenta del verdadero escándalo: que la administración había ayudado a la Contra a intercambiar drogas por armas. Por lo tanto, la insinuación de que el coronel Craig, a quien Art había visto por última vez en Ilopongo descargando cocaína, había presionado a Keller para que guardara silencio dio paso a un momento de gran tensión.
– Esto es indignante, abogado -dijo el abogado de Art.
P: Estoy de acuerdo. ¿Su cliente contestará a la pregunta?
R: He venido para responder a sus preguntas sincera y adecuadamente, y es lo que estoy intentando hacer.
P: Por lo tanto, ¿contestará a la pregunta?
R: No conozco ni he mantenido conversaciones con el coronel Craig sobre ningún tema.
Los medios volvieron a dormitar.
P: ¿Qué sabe de algo llamado «Cerbero», señor Keller? ¿Ha oído hablar de eso?
R: No.
P: ¿Algo llamado Cerbero estuvo relacionado con el asesinato del agente Hidalgo?
R: No.
Althea abandonó la tribuna al oír la respuesta. Más tarde, en el Watergate, le dijo:
– Tal vez un grupo de senadores no puedan decirte que estás mintiendo, Art, pero yo sí.
– ¿No podríamos ir a cenar tranquilamente con los chicos? -preguntó Art.
– ¿Cómo pudiste hacerlo?
– ¿El qué?
– Alinearte con un grupo de fascistas…
– Basta.
Levantó la mano y le dio la espalda. Está harto de oírlo.
Está harto de todo, pensó Althea. Si ya se mostraba distante durante sus últimos meses en Guadalajara, fue una luna de miel comparado con el hombre que volvió de México. O no volvió, al menos el hombre al que consideraba su marido. No quería hablar, no quería escuchar. Pasó la mayor parte de su «permiso sin sueldo» sentado solo junto a la piscina de los padres de ella, dando largos y solitarios paseos por Pacific Palisades, o en la playa. Cuando se sentaba a cenar apenas hablaba, o, peor aún, lanzaba amargas diatribas acerca de la jodida política, y después se excusaba para subir, solo, o dar un paseo nocturno. Después se tumbaba en la cama, zapeaba como un poseso con el mando a distancia, saltando de canal en canal, anunciando que todo era una mierda. En las raras ocasiones en que hacían el amor (si es que podía llamarse así), era agresivo y veloz, como si intentara descargar su ira, más que expresar su amor o su lujuria.
– No soy un saco de arena -dijo Althea una noche, con él encima durante una de sus espectaculares depresiones poscoitales.
– Nunca te he pegado.
– No me refería a eso.
Siguió siendo un padre dedicado, aunque acartonado. Hacía todo lo de antes, pero como un robot, un robot que llevaba a los chicos al parque, el robot Art que enseñaba a Michael los secretos del bodyboarding, el robot Art que jugaba al tenis con Cassie. Los niños se daban cuenta.
Althea intentó que fuera a ver a alguien.
Art se rió.
– ¿Un loquero?
– Un loquero, un consejero, alguien.
– Lo único que hacen es atiborrarte de drogas -dijo él.
Pues atibórrate, hostia, pensó ella.
La cosa empeoró cuando llegaron las citaciones.
Las reuniones con los burócratas de la DEA, funcionarios de la administración, investigadores del Congreso. Y abogados, Dios mío, cuántos abogados. Althea estaba preocupada por si las facturas acababan por arruinarles, pero él decía que no debía preocuparse. «Alguien se hace cargo.» Nunca supo de dónde procedía el dinero, pero lo había, porque jamás vio ni una sola factura.
Art, por supuesto, se negó a hablar del tema.
– Soy tu mujer -le suplicó una noche-. ¿Por qué no te sinceras conmigo?
– Hay cosas que no puedes saber -fue la respuesta.
Deseaba hablar con ella, contárselo todo, salvar el abismo, pero no podía. Era como si existiera un muro invisible, un campo de fuerza de ficción científica (no entre ellos, sino dentro de él) que era incapaz de atravesar. Era como si estuviera todo el tiempo caminando en el agua, bajo el agua, mirando la luz del mundo real, pero viendo solo los rostros distorsionados por el agua de su mujer y sus hijos. Incapaz de llegar hasta ellos, incapaz de tocarles. Incapaz de dejar que le tocaran.
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