Es un golpe de Estado del Estado, piensa Art, planeado al segundo, y si este momento pasa, será imposible mantener el secreto un día más. La policía de Jalisco salvará a Barrera, el gobernador aducirá ignorancia y todo se acabará.
De modo que tiene que ser ahora.
Vigila la puerta delantera de la casa.
Dios, por favor, que les entre hambre. Que vayan a desayunar.
Contempla la puerta de la casa como si pudiera obligarla a abrirse.
Tío es adicto al crack.
Enganchado a la pipa.
Es trágico, piensa Adán mientras mira a su tío. Lo que empezó como una farsa para declarar su discapacidad se ha convertido en real, como si Tío interpretara un papel que no puede quitarse de encima. Siempre de complexión delgada, ahora está más flaco que nunca, no come, encadena un cigarrillo tras otro. Cuando no está inhalando humo, lo expulsa tosiendo. Su pelo negro como el azabache es ahora plateado, y su piel tiene un tinte amarillento. Está conectado a un gotero de glucosa que descansa sobre una plataforma con ruedas, y que arrastra detrás de él a todas partes como un perro faldero.
Tiene cincuenta y tres años.
Una joven (Joder, ¿cuál es esta?, ¿la quinta o la sexta después de Pilar?) entra, deja caer su amplio culo sobre la mecedora y enciende el televisor con el mando a distancia. Raúl está asombrado por la falta de respeto, y todavía se queda más estupefacto cuando su tío dice mansamente:
– Calor de mi vida, estamos hablando de negocios.
Calor de mi vida, y una mierda, piensa Adán. La chica (ni siquiera recuerda su nombre) es otra pálida imitación de Pilar Tala-vera Méndez. Con ocho kilos de más, el pelo lacio y grasiento, una cara que se halla a muchas carnitas de distancia de ser bonita, pero existe un leve parecido. Adán podría comprender la obsesión con Pilar (Dios, qué belleza), pero con esta segundera, no lo entiende. Sobre todo cuando la chica hace un puchero con su boca grasienta y maúlla:
– Siempre estáis hablando de negocios.
– Prepáranos algo de comer-dice Adán.
– No sé cocinar.
Sale anadeando con expresión desdeñosa. Oyen que otro televisor se enciende, a todo volumen, en otra habitación.
– Le gustan los culebrones -explica Tío.
Adán ha guardado silencio hasta el momento, reclinado en la silla sin dejar de mirar a su tío con creciente preocupación. Su evidente mala salud, su debilidad, sus intentos de sustituir a Pilar, intentos tan persistentes como desastrosos. Tío Ángel se está convirtiendo a marchas forzadas en una figura patética, y no obstante aún es el patr ó n del pasador.
Tío se inclina hacia delante.
– ¿La has visto? -susurra.
– ¿A quién, Tío?
– A ella -dice con voz ronca Tío-. A la mujer de Méndez. Pilar.
Güero se había casado con la chica. La conoció cuando ella bajó del avión, recién llegada de su «luna de miel» salvadoreña con Tío, y de hecho se casó con una chica a la que la mayoría de los mexicanos jamás habrían tocado, porque no era virgen y porque era la concubina de Barrera, su segundera.
Pero Güero quiere mucho a Pilar Talavera.
– Si, Tío -dice Adán-. La he visto.
Tío asiente. Lanza una mirada veloz hacia la sala de estar, para asegurarse de que la chica sigue mirando la televisión.
– ¿Todavía es tan guapa? -susurra.
– No, Tío -miente Adán-. Ahora está gorda. Y fea.
Pero no es verdad.
Es exquisita, piensa Adán. Va al rancho de Méndez en Sinaloa cada mes con su tributo y la ve allí. Ahora es una madre joven, con una hija de tres años y un bebé, y su aspecto es impresionante. La grasa de la adolescencia ha desaparecido, y se ha convertido en una hermosa mujer joven.
Y Tío sigue enamorado de ella.
Adán intenta retomar el hilo de la conversación.
– ¿Qué hacemos con Keller?
– ¿Qué pasa con él?-pregunta Tío.
– Secuestró a Mette en Honduras -explica Adán-, y ahora ha secuestrado a Álvarez aquí mismo, en Guadalajara. ¿Eres el siguiente?
Es una verdadera preocupación, piensa Adán.
Tío se encoge de hombros.
– Mette se durmió en los laureles, Álvarez se confió demasiado. Yo no soy como ellos. Cambio de casa cada tantos días. La policía de Jalisco me protege. Además, tengo otros amigos.
– ¿Te refieres a la CIA? -pregunta Adán-. La guerra de la Contra ha terminado. ¿De qué les sirves ahora?
Porque la lealtad no es una virtud norteamericana, piensa Adán, ni tampoco la memoria a largo plazo. Si no lo sabes, pregúntaselo a Manuel Noriega, de Panamá. También había sido un socio clave en Cerbero, un elemento vital del Trampolín Mexicano, ¿y dónde está ahora? En el mismo lugar que Mette y Álvarez, en una cárcel norteamericana, solo que no fue Art, sino el viejo amigo de Noriega, George Bush, quien le metió dentro. Invadió su país, le secuestró y le encarceló.
Si esperas que los norteamericanos te paguen por tu lealtad, Tío, cuenta con los dedos de una mano. He visto la actuación de Art en la CNN. Hay un precio por su silencio, y ese precio podrías ser tú, podríamos ser todos nosotros.
– No te preocupes, sobrino -está diciendo Tío-. Los Pinos es amigo nuestro.
Los Pinos, la residencia del presidente de México.
– ¿Por qué es tan amigo? -pregunta Adán.
– Por veinticinco millones de mis dólares -contesta Tío-. Y por otra cosa.
Adán sabe cuál es la «otra cosa».
Que la Federación había ayudado al presidente a robar las elecciones. Hace cuatro años, en el 88, parecía seguro que el candidato de la oposición, el izquierdista Cárdenas, iba a ganar las elecciones y derribar al PRI, que había estado en el poder desde la Revolución de 1917.
Entonces sucedió algo extraño.
Los ordenadores que contaban los votos se pusieron a funcionar mal como por arte de magia.
El secretario de Gobernación apareció en televisión para anunciar encogiéndose de hombros que los ordenadores se habían averiado, y que tardarían varios días en contar los votos y decidir el ganador. Y durante esos días, los cuerpos de los dos interventores de la oposición, encargados de controlar los votos del ordenador, los dos hombres que habrían podido confirmar la verdad, que Cárdenas había ganado con el cincuenta y cinco por ciento de los votos, fueron encontrados en el río.
Cabeza abajo.
Y el secretario de Gobernación salió de nuevo en televisión para anunciar impertérrito que el PRI había ganado las elecciones.
El actual presidente juró su cargo y procedió a nacionalizar los bancos, las industrias de telecomunicaciones, los yacimientos petrolíferos, todos los cuales fueron adquiridos a precios inferiores al mercado por los mismos hombres que habían acudido a su cena para recaudar fondos y dejado veinticinco millones de dólares de propina por cabeza sobre la mesa.
Adán sabe que Tío no organizó los asesinatos de los interventores de la oposición -fue García Abrego-, pero Tío habría sido informado y debió de dar su aprobación. Y si bien Abrego es uña y carne con Los Pinos (socio, en realidad, del Recaudador de Impuestos, el hermano del presidente, propietario de una tercera parte de todos los cargamentos de cocaína que Abrego pasa a través de su cártel del Golfo), Tío tiene buenos motivos para creer que Los Pinos cuenta con todos los motivos para serle leal.
Adán alberga sus dudas.
Mira a su tío y ve que está ansioso por terminar la reunión. Tío quiere fumar su crack y no quiere hacerlo delante de Adán. Es triste, piensa mientras se marcha, ver lo que la droga ha hecho a este gran hombre.
Adán toma un taxi hasta el Cruce de las Plazas y camina hacia la catedral para pedir un milagro.
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