Sal se la había entregado.
No es eso lo que le dice. Lo que le dice es estúpido y obvio.
– No deberías haberlo visto.
Ella ríe.
– Pensé que era un regalo para mí. Me sentí culpable por abrirlo.
– Siobhan…
– Vas a volver a eso, ¿verdad? -dice ella, los ojos grises duros como la piedra-. Vas a hacer otro trabajo.
– Tengo que hacerlo.
– ¿Por qué?
Desea decírselo, pero no puede permitir que cargue con ese peso durante el resto de su vida.
– No lo entenderías -dice en cambio.
– Oh, ya lo creo que lo entiendo -dice ella-. Soy de Kashmir Road, ¿recuerdas? ¿Belfast? Crecí viendo a mis hermanos y tíos salir de casa con sus pequeños paquetes de Navidad, con los que iban a matar gente. Ya he visto antes metralletas debajo de la cama. Por eso me fui, porque estaba harta de asesinatos. Y de asesinos.
– Como yo.
– Pensaba que habías cambiado.
– He cambiado.
Ella señala la caja.
– Tengo que hacerlo -repite Callan.
– ¿Por qué? -pregunta ella-. ¿Hay algo tan importante por lo que valga la pena matar?
Tú, piensa él.
Tú.
Pero se queda mudo. Un testigo idiota contra sí mismo.
– Esta vez no estaré aquí cuando vuelvas -dice Siobhan.
– No pienso volver -contesta él-. Tengo que ausentarme una temporada.
– Joder. ¿Pensabas decírmelo, o ibas a despedirte a la francesa?
– Pensaba pedirte que vinieras conmigo.
Es verdad. Tiene dos pasaportes, dos billetes. Los saca del fondo del cajón del escritorio y los deja sobre la caja, a sus pies. Ella no los recoge. Ni siquiera los mira.
– ¿Así como así?
En su interior, una voz está chillando: «Díselo. Dile que lo estás haciendo por ella, por los dos. Suplícale que venga». Empieza a decírselo, pero no puede. Ella nunca se perdonaría. Nunca te perdonaría.
– Te quiero -dice-. Te quiero muchísimo.
Ella se levanta de la silla.
– Yo no te quiero -dice-. Te quería, pero ya no. No me gusta lo que eres. Un asesino.
Callan asiente.
– Tienes razón.
Recoge su billete y el pasaporte, los guarda en el bolsillo, cierra el estuche y se lo cuelga al hombro.
– Puedes vivir aquí si quieres -dice-. El alquiler está pagado.
– No puedo vivir aquí.
Era un buen lugar, piensa Callan, mientras pasea la vista por el pequeño apartamento. El mejor lugar de su vida, el más feliz. Ese lugar, el tiempo con ella. Intenta expresarlo con palabras, pero no se le ocurre nada.
– Vete -dice ella-. Ve a asesinar a alguien. Te dedicas a eso, ¿no?
– Sí.
Sale a la calle, está lloviendo a cántaros. Una lluvia fría, helada. Se sube el cuello y mira hacia el apartamento.
La ve sentada todavía junto a la ventana.
Inclinada, con la cara entre las manos.
Luces rojas, verdes y blancas destellan a su espalda.
Su vestido brilla bajo las luces.
Un top de lentejuelas rojas y verdes.
Muy propio de Navidad, había dicho Haley, muy sexy.
Tres d é collet é e.
De hecho, Jimmy Peaches no puede parar de mirarla de arriba abajo.
Por lo demás, Nora tiene que reconocer que su comportamiento es el de un caballero. El traje gris acero Armani le queda sorprendentemente bien. Ni la camisa ni la corbata negras parecen horribles. Un toque de gángster chic, tal vez, pero no del todo ordinario.
Lo mismo con respecto al restaurante. Esperaba algún espectáculo de horror siciliano, pero Sparks Steak House, pese a su prosaico nombre, resulta estar decorado con bastante buen gusto. No a su gusto. Las paredes chapadas en roble y los grabados de caza, muy al gusto inglés, no le satisfacen, pero de todos modos son de buen gusto, justo lo que no esperaba de un restaurante frecuentado por mañosos.
Llegaron en varias limusinas, y un portero armado con un paraguas les acompañó durante el medio metro que separaba el coche del largo toldo verde. Hicieron una entrada triunfal, los gángsters con sus ligues del brazo. Los comensales sentados a las mesas del gran salón delantero dejan de comer y miran sin disimulos, y por qué no, piensa Nora.
Las chicas son fantásticas.
Lo mejor de Haley, servido a domicilio.
Elegidas por el color de su pelo, su rostro, su figura.
Mujeres estupendas, adorables, sofisticadas, sin el menor toque de puterío. Vestidas con elegancia, peinadas de manera impecable, de modales exquisitos. Los hombres prácticamente se ruborizan de orgullo cuando hacen su entrada. Las mujeres no. Toman la adulación como un derecho natural. No se fijan en esas cosas.
Un jefe de comedor adecuadamente obsequioso les conduce al salón privado de la parte posterior.
Todo el mundo les ve entrar.
Bien, todo el mundo no.
Callan no.
Se pierde su entrada. Está a la vuelta de la esquina, en la Tercera avenida, esperando la orden de acercarse más. Ve llegar las limusinas, abrirse paso entre el tráfico de la hora punta en época de vacaciones, y después doblan por la Cuarenta y seis hacia Sparks, así que imagina que Johnny Boy, los Piccone y O-Bop han llegado a la fiesta.
Consulta su reloj.
Las cinco y media: puntualidad absoluta.
Scachi ha ido a recibirles, a todos los gángsters y a las chicas. Es el anfitrión, ha organizado la reunión. Hasta (mirándola de arriba abajo con disimulo) besa la mano de Nora.
– Es un placer -dice.
Dios, ahora comprende por qué Peaches la quería para su último polvo. Una belleza increíble. Todas son guapas, pero esta…
Johnny Boy toma a Scachi del brazo.
– Sal -dice-, solo quería darte las gracias por organizar la velada. Sé que ha hecho falta mucha mano izquierda, muchos detalles. Si esta noche obtenemos los resultados que esperamos, tal vez pueda haber paz en la familia.
– Eso es lo único que deseo, Johnny.
– Y un lugar para ti en la mesa.
– No persigo eso -dice Scachi-. Solo amo a mi familia, Johnny. Amo esta cosa nuestra. Quiero verla fuerte, unida.
– Eso es lo que deseamos también nosotros, Sally.
– Tengo que ir a comprobar cómo va todo -dice Sal.
– Claro -dice Johnny Boy-. Ahora ya puedes llamar al rey y decirle que puede hacer su entrada, ahora que han llegado los súbditos.
– Escucha, esa es la clase de actitud…
Johnny Boy ríe.
– Feliz Navidad, Sal.
Se abrazan e intercambian besos en las mejillas.
– Feliz Navidad, Johnny. -Sal se pone el abrigo, a punto de salir-. Por cierto, Johnny…
– ¿Sí?
– Feliz Año Nuevo, joder.
Sal sale bajo el toldo. Una noche de puta pena. Caen cortinas de lluvia, que amenazan con convertirse en una tormenta de hielo. El trayecto de vuelta a Brooklyn será la hostia en verso.
Saca el pequeño walkie-talkie del bolsillo del chaquetón, lo sostiene bajo el cuello pegado a su boca.
– ¿Estás ahí?
– Sí -dice Callan.
– Voy a llamar al jefe para que entre -dice Sal-. El reloj se ha puesto en movimiento.
– ¿Todo va bien?
– Tal como quedamos -dice Sal-. Tienes diez minutos, muchacho.
Callan se acerca a un cubo de basura. Tira el estuche dentro, desliza el arma bajo su abrigo y empieza a recorrer la Cuarenta y seis abajo.
Bajo la lluvia.
El champán se derrama de la copa.
Carcajadas y risas.
– Qué coño -anuncia Peaches-. Hay de sobra.
Llena todas las copas.
Nora levanta la suya. En realidad, no piensa beber, solo tomará un sorbo durante el brindis inminente. De todos modos, le gusta sentir el cosquilleo de las burbujas en la nariz.
– Un brindis -dice Peaches-. Hay momentos malos en la vida pero también muy buenos. Así que nadie esté triste en estas fiestas La vida es bella. Tenemos muchas cosas que celebrar.
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