El-Gumruk, Alejandría
Noche del 10 de julio de 1882
Pasaron el resto del día cobijados en casa de Ali Bey, muy cerca de la zona aduanera. Una escalerilla conducía desde el altillo hasta la planta baja, donde se estaba fresco y a la sombra, gracias a los postigos cerrados. Sarah y sus compañeros se turnaron para vigilar la puerta y espiar a través de unas ranuras por si había que emprender rápidamente la huida.
Su preocupación fue del todo infundada.
En todo el día no vieron a ningún soldado, de manera que casi podrían haber creído que la crisis había pasado de no ser por los hombres, mujeres y niños que no paraban de pasar a toda prisa por la callejuela, con sus pocos bienes cargados al hombro y el pánico escrito en el semblante.
A Sarah le resultó deprimente ver lo que provocaba la mera concentración de la flota de guerra británica. En el lejano Londres, los diarios probablemente escribirían algo sobre el glorioso pasado de la Royal Navy, sobre la maravilla técnica que representaba un acorazado de guerra como el Inflexible y, seguramente, también sobre por qué no podía permitirse que los rebeldes se hicieran con el control del canal de Suez. Pero en Inglaterra nadie vería la miseria y el terror reflejados en los ojos de la gente. Y nadie oiría los lamentos de las mujeres ni el llanto de los niños que habían tenido que abandonar sus casas y emprender la huida.
Abocada a la inactividad, Sarah se adentró en pensamientos sombríos, la mayoría de los cuales tenía que ver con su padre. Constantemente la invadía el temor a llegar demasiado tarde, a que el viejo Gardiner pudiera haber muerto ya, pero Du Gard la tranquilizaba. Por alguna razón, parecía convencido de que lord Kincaid seguía con vida y, por todo lo que la joven había visto y presenciado, Sarah no tenía motivos para dudar de la veracidad de sus palabras.
Pero ¿y si se equivocaba? Du Gard no podía saberlo todo. Aunque sus facultades fueran sorprendentes, seguramente tendrían límites…
Devorada por una creciente inquietud, Sarah ansiaba que llegara el final del día. Cuando este se anunció por fin y el cielo se tiñó de rojo hacia el oeste, los cuatro compañeros de expedición, tan distintos entre sí, se prepararon para partir. Ali Bey insistió en servir una cena ligera a sus huéspedes: habas con cebolla y olivas que había tenido al fuego todo el día. También hubo pan y café.
Debido a la tensión, Sarah no tenía hambre ni sed, pero aceptó de todos modos. Por un lado, porque era imposible predecir cuándo volverían a disfrutar de una comida caliente y, por otro, porque no quería ofender a Ali Bey. Los alimentos estarían racionados a causa del bloqueo británico. El hecho de que el comerciante se los ofreciera, aunque probablemente no le sobraban, infundió un gran respeto a Sarah y, una vez más, se dio cuenta de que en aquellas latitudes la hospitalidad no era una palabra hueca.
Después de cenar, Ali Bey apagó el fuego del hogar y la lámpara de aceite que había sobre la mesa.
– Órdenes del ejército -explicó-. Como si la oscuridad pudiera impedir que los británicos hagan volar las casas por encima de nuestras cabezas…
Sarah no dijo nada, ¿qué podría haber replicado? ¿Que lo sentía?'Hasta entonces apenas había reflexionado sobre los intereses coloniales y se había mostrado indiferente cuando la política se había impuesto a cañonazos. En el futuro pensaría de otra manera…
Esperaron hasta la puesta del sol; luego, Ali Bey fue el primero en salir de la casa. Dio unos pasos por la callejuela, en una y otra dirección, y se aseguró de que el camino estuviera despejado. Entonces hizo señales a sus protegidos, que llevaban el mismo disfraz que por la mañana, para que lo siguieran.
Recorrieron el laberinto de callejuelas, aparentemente trazado sin planificación alguna, que se extendía hacía el sudeste, hacia Attarin y a la periferia de la ciudad. Mientras tanto, el cielo siguió tiñéndose y acabó adoptando un tono rojo oscuro que cubrió los tejados de las casas y los remates de los muros y que daba la impresión de derramarse por las paredes blancas de las callejas.
– Mala señal -afirmó Ali Bey convencido-. La sangre correrá a borbotones, amigos míos. La noche está preñada de desgracia… de desgracia para Alejandría…
El tono de su voz y la expresión de su rostro provocaron un escalofrío a Sarah a pesar del calor sofocante que flotaba en la ciudad. Miró interrogativa a Du Gard, pero el adivino se limitó a encogerse de hombros y a darle la espalda. O no tenía nada que decir o, y esto le pareció más probable a Sarah, compartía el sombrío criterio de Ali Bey. El ataque británico parecía inevitable, y la búsqueda del padre de Sarah se había convertido en una carrera contra el tiempo.
Las callejuelas vacías se hundieron en la oscuridad. No salía luz de las casas, no había ascuas en los hogares, y en los pocos sitios donde una lámpara de aceite encendida colgaba de la marquesina de una tienda o de un taller, suspiraba una profunda negrura.
Al principio, Sarah intentó seguir en el mapa el camino que había tomado Ali Bey. Pero la creciente oscuridad y el hecho de que muchas de las callejuelas angostas que recorrieron por El-Gumruk no aparecían en el mapa la obligaron a dejarlo correr.
Sarah había estado varias veces en Alejandría, aunque muchos años atrás, y la conocía lo suficiente para saber que se encontraban cerca de la mezquita de Attarin , cuyo típico minarete coronado por una esfera asomaba por encima de los muros. Además, en aquel preciso momento sonó la voz del muecín llamando a la oración. Justo entonces, Ali Bey se detuvo bruscamente.
Con un gesto de mano enérgico indicó a Sarah y a los demás que se ocultaran en las sombras de los muros y se arrimaran tanto como pudieran a las caldeadas piedras. Un instante después supieron el motivo: una patrulla militar se acercaba por la estrecha callejuela.
Sarah, Hingis y Du Gard contuvieron el aliento… ¡Los soldados iban directos hacia ellos! Sarah pensó febrilmente si aún estarían a tiempo de huir, pero, si se movían, los soldados los descubrirían y abrirían fuego contra ellos.
Fue Ali Bey quien tuvo la idea salvadora. El guía se agachó disimuladamente, cogió un puñado de piedras del suelo y las tiró en un callejón adyacente. El ruido que provocó detuvo a los soldados; siete, según contó Sarah.
– ¿Qué ha sido eso? -preguntó uno.
– Habrá sido una rata -contestó otro-En este barrio hay muchas.
– Mejor echamos una ojeada; el sargento nos mandará azotar si luego resulta que hemos dejado escapar a un espía -Uno tras otro, los uniformados desaparecieron por el callejón, y Sarah y sus compañeros aprovecharon para salir de su escondite. Se deslizaron sin hacer ruido por la callejuela estrecha y desaparecieron por un recodo antes de que los soldados pudieran comprobar que habían sido engañados.
– ¿Ha entendido lo que decían? -preguntó Ali Bey a Sarah a media voz.
– Sí, buscan espías británicos.
– Eso les complica a ustedes las cosas. Si los descubren, no se andarán con contemplaciones, ¿comprenden?
– En efecto.
– ¿Y no prefieren regresar? -La mirada de Ali Bey reflejaba una seria preocupación-. No sé por qué buscan al hombre del que me han hablado. Pero dudo que valga la pena perder la vida por él…
– Es mi padre -confesó Sarah.
– ¿Su padre?
– Así es -asintió la joven-. Hemos venido para encontrarlo y llevarlo de vuelta a Inglaterra.
– Que Alá me tape esta boca deslenguada -se reprendió el alejandrino-. Y que me conceda la gracia de encontrar a una esposa que me dé una hija como usted -añadió antes de avanzar a grandes zancadas y ponerse en cabeza del grupo.
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