Michael Peinkofer - La llama de Alejandría

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En 1882, la joven aristócrata inglesa Sarah Kincaid viaja a un simposio sobre arqueología en París. Allí, gracias al hipnotizador Maurice du Gard, descubre que su padre, quien realiza una misión secreta para el gobierno británico, corre peligro, y pese a las reticencias de lord Kincaid decide salir en su rescate. De París a Alejandría, pasando por Malta, y perseguida por un misterioso asesino, Sarah encuentra finalmente a su padre. En una Alejandría rota por la guerra, en plena revuelta de Urabi y bombardeada por los británicos, padre e hija se adentrarán en las catacumbas de la ciudad en busca del que quizá sea el mayor misterio de la Antigüedad: la Biblioteca sumergida de Alejandría.

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Du Gard ya la conocía lo suficiente para saber que las ganas de intervenir que se reflejaban en sus ojos no significaban nada bueno.

– Si lo haces, chérie -la advirtió enérgicamente-, los tres estaremos perdidos, y también tu padre y la misión que tiene que cumplir.

– Ya… ya lo sé…

– Entonces obra en consecuencia -le exigió Du Gard severamente. La cogió por el brazo, y ya se disponía a regresar al amparo de la callejuela cuando el oficial miró directamente hacia donde se encontraban.

– ¡Vosotros tres! ¡Venid aquí!

Merde! -exclamó Du Gard antes de que Sarah tradujera las palabras: había comprendido de qué se trataba, igual que Hingis.

Los tres dieron media vuelta bruscamente y emprendieron la huida precipitándose hacia la callejuela por donde habían llegado, de vuelta a la densa maraña de paredes y muros. Detrás de ellos se oyeron gritos enfurecidos y pasos frenéticos de botas, por lo que Sarah y sus compañeros corrieron aún más deprisa.

– Corred -los exhortó Du Gard sin que hiciera falta-, corred por vuestras vidas. Si nos atrapan, todo habrá acabado-Avanzaron a grandes zancadas por la callejuela, que se extendía tortuosa entre las casas. Al cabo de pocos metros perdieron la orientación, sobre todo porque el sol seguía sin verse por encima de la quebrada que formaban los muros.

A la derecha se abría un callejón. Sarah, que iba en cabeza, se precipitó por él, seguida muy de cerca por Du Gard y Hingis, quien demostró tener unas cualidades de corredor sorprendentes a pesar de su complexión física. La tela ancha de los caftanes suponía un estorbo en la huida, de modo que tuvieron que arremangárselos mientras corrían y corrían callejuela abajo y cruzaban un patio rodeado de altos muros protegido del sol por un toldo.

El ruido de los pasos de sus perseguidores se atenuó, aunque solo porque los soldados se dividían al llegar a cada cruce y cada vez eran menos los que iban tras ellos. Pero aún les pisaban los talones y, además, se habían distribuido por la zona, con lo cual el peligro de que Sarah y sus acompañantes se toparan con uniformes blancos en cualquier callejuela iba en aumento…

– No… no puedo más -jadeó Hingis, cuya complexión física empezaba a hacerse notar.

– Tiene que continuar -insistió Sarah-Si nos paramos, estaremos perdidos.

– ¿No… no podríamos hacer tratos con ellos?

Naturellemen t -contestó Du Gard-, un poco antes de que nos maten a tiros…

Reemprendieron la carrera por un callejón tan estrecho que tuvieron que pasar en fila. Allí tuvieron la sensación de que los pasos y el furioso griterío volvían a oírse.

– Nos atraparán -afirmó Du Gard-. Dentro de poco nos tendrán.

– ¿Te lo dice tu sexto sentido? -preguntó Sarah.

Non, chérie , el sentido común…

Oyeron ladrar órdenes que resonaron en la maraña de callejuelas y, de repente, Sarah ya no supo decir de dónde provenían las voces.

– Maldita sea -masculló, y se detuvo tan bruscamente que Hingis y Du Gard estuvieron a punto de arrollarla-. Saben dónde estamos. Intentan cercarnos.

– Eso no es bueno -afirmó Hingis, que volvía a tener los cristales de las gafas empañados. La mugre con que se había embadurnado la cara le resbalaba en regueros grises por las mejillas-. No es nada bueno…

– Gracias por decirlo -replicó Du Gard secamente-. Yo no me habría dado cuenta.

– Ya basta -los reprendió Sarah-, déjense de discusiones. Tenemos que hallar el modo de desaparecer.

– ¿Y cómo pretendes que lo hagamos? ¿Esfumándonos en el aire?

– Ya me gustaría, pero lo sobrenatural está dentro de tus competencias…

Siguió avanzando y torció por una callejuela lateral que quedaba entre sombras. A mano derecha se abría otro patio, y Sarah descubrió una escalera de piedra que llevaba a una terraza.

– Arriba -soltó casi sin aliento.

– ¿Para qué? – refunfuñó Hingis-. Descubrirán que nos hemos escondido ahí.

– Puede, pero no nos atraparán tan deprisa como aquí abajo.

Sarah subió la escalera empinada, seguida muy de cerca por sus compañeros, que jadeaban. En la terraza, que debía de medir unos cinco metros cuadrados, había un banco de madera y una mesa a juego. Por encima se extendía un toldo y una luz viva penetraba a través de la tela basta. La puerta de entrada a la casa estaba cerrada a cal y canto.

Sarah y sus compañeros buscaron refugio detrás del murete de adobe que rodeaba la terraza, que les llegaba a la altura de las caderas. Y lo hicieron justo a tiempo, porque, apenas se habían atrincherado detrás del pretil, abajo se oyeron las pisadas firmes de sus perseguidores.

Ninguno de los tres fugitivos se atrevió a echar un vistazo, pero a juzgar por el ruido serían cinco o seis soldados. Los acompañaba un suboficial que no paraba de meterles prisa y les anunciaba que mandaría fusilarlos a todos si intentaban escabullirse vergonzosamente de prestar sus servicios a la patria. Al cabo de un momento, el ruido de pasos volvió a perderse: en su excitación, los hombres habían pasado de largo por la escalera.

– Increíble -comentó Hingis, que no podía creer en su suerte-. Tendrían que haber visto la escalera.

– ¿Cómo era aquello? – replicó Sarah sonriendo con ironía-. A quien lucha y suda, la suerte le ayuda.

– Así es -convino Du Gard, que se había levantado ligeramente y espiaba con cuidado por el pretil-, pero la suerte a veces también deja en la estacada a los que luchan y sudan.

– ¿Qué quieres decir?

– Ya vuelven, dos -informó el francés irritado-. Y diría que tienen órdenes de inspeccionar el tejado…

Sarah no contestó; se limitó a sacar el Enfield. Su semblante revelaba una férrea determinación cuando lo empuñó con las dos manos, le quitó el seguro y apuntó hacia la escalera. En la callejuela volvían a resonar los pasos de dos hombres que en cualquier momento se abalanzarían hacia la escalera con las mortíferas bayonetas caladas en los fusiles…

– Eh -oyeron decir de repente en un tono muy bajo.

– ¿Qué…?

Atónita, Sarah se dio la vuelta y comprobó que la puerta que daba a la terraza ya no estaba cerrada. Se había abierto un resquicio por donde asomaba una cara redonda y morena, con una llamativa perilla y unos ojos oscuros que les dirigían una mirada alegre…

– Si los señores desean refugiarse en mi casa…

El hombre, que a todas luces era egipcio aunque se dirigiera a ellos en perfecto inglés, aún no había acabado de hablar cuando Sarah y sus acompañantes reaccionaron; no había tiempo para largas reflexiones. Corrieron agachados hacia la puerta, que el desconocido ya había abierto del todo, y penetraron en las sombras que reinaban tras ella. La puerta se cerró con un crujido y corrieron el cerrojo.

Justo en el momento preciso.

Conteniendo el aliento, Sarah observó a través del agujero que un nudo había formado en la puerta de madera cómo los soldados llegaban a la azotea. Los dos hombres miraron recelosos a su alrededor, apuntando con los cañones de sus fusiles ora aquí, ora allá, pero no pudieron descubrir a nadie.

Sarah se sobresaltó cuando uno de ellos miró en su dirección y le pareció que sus miradas se encontraban. Luego, el hombre se acercó.

– Silencio -susurró a sus compañeros; enseguida pudo verse la sombra amenazadora por debajo de la puerta y todos contuvieron el aliento.

El soldado fue de aquí para allá y gritó algo a su cantarada que Sarah no entendió. El aire podía cortarse en el altillo y el calor era insoportable. Sarah notó que el sudor le empapaba la frente y le resbalaba por los ojos, pero no pudo apartar la mirada de la puerta, que empezó a recibir fuertes sacudidas.

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