Michael Peinkofer - La llama de Alejandría

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La llama de Alejandría: краткое содержание, описание и аннотация

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En 1882, la joven aristócrata inglesa Sarah Kincaid viaja a un simposio sobre arqueología en París. Allí, gracias al hipnotizador Maurice du Gard, descubre que su padre, quien realiza una misión secreta para el gobierno británico, corre peligro, y pese a las reticencias de lord Kincaid decide salir en su rescate. De París a Alejandría, pasando por Malta, y perseguida por un misterioso asesino, Sarah encuentra finalmente a su padre. En una Alejandría rota por la guerra, en plena revuelta de Urabi y bombardeada por los británicos, padre e hija se adentrarán en las catacumbas de la ciudad en busca del que quizá sea el mayor misterio de la Antigüedad: la Biblioteca sumergida de Alejandría.

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Los refugiados se estremecieron y Hingis dejó escapar un ligero resoplido. Miraban el cerrojo como hechizados, esperando que resistiera aquella fuerza bruta.

Una sacudida más y al instante un puñetazo de frustración contra la puerta, que también sobresaltó a Sarah.

Luego se acabó.

Temblando por la tensión acumulada, Sarah observó cómo se alejaban los uniformados. Iban bromeando y se explicaban en voz baja que su superior tenía el cerebro de un camello. Los dos soltaron una carcajada sonora y grosera y desaparecieron de la terraza.

Durante un segundo se hizo el silencio más absoluto en la estancia. Nadie se atrevió a respirar con fuerza hasta que Sarah y sus compañeros comprendieron poco a poco que el peligro había pasado.

– Por poco, ¿verdad? -preguntó finalmente una voz con acento árabe.

Los ojos de Sarah ya se habían acostumbrado a la penumbra y pudo distinguir al salvador desconocido. Era un hombre rollizo que llevaba un caftán blanco y tenía unas facciones dulces y regordetas. Por debajo de unos ojos diminutos y una nariz prominente, su boca esbozaba una amplia sonrisa.

– Será mejor que no me digan quiénes son -añadió-, de ese modo no podré delatarlos.

– Parece razonable -replicó Sarah, y se levantó-. Sea quien sea, mis compañeros y yo le estamos muy agradecidos. -Inclinó la cabeza y añadió-: Schukmn.

– ¿Habla árabe?

– Un poco -admitió Sarah-. Lo suficiente para entender que esos hombres estaban dispuestos a matarnos y que usted ha arriesgado su vida al salvarnos.

– Ali Bey siempre ha sido un buen hombre. -El desconocido dirigió la vista hacia las vigas de madera que sostenían el techo de la sala-. Alá es testigo de que ese es mi único delito.

– ¿Ali Bey? -preguntó Sarah.

– Mi humilde nombre -confirmó solícito y haciendo una ligera reverencia-. Ali Bey, comerciante y experto en servicios de toda clase.

– ¿Esto también ha sido un servicio? – preguntó Hingis-. ¿Quiere que se lo paguemos?

– Por supuesto que no. -Ali Bey meneó la cabeza.

– Entonces ¿por qué nos ha ayudado? -quiso saber Du Gard.

– Quizá porque no me cae bien ese voceras de Urabi con su movimiento nacionalista.

– Non? Yo creía que el pueblo egipcio apoyaba incondicionalmente a Urabi y a sus rebeldes.

– En cierto modo, solo soy medio egipcio -explicó Ali Bey con una sonrisa que parecía pedir disculpas-. Mi madre era una hija del desierto, pero mi padre era un efendi turco. Por lo tanto, al menos la mitad de mi persona era subdita leal de Su Excelencia el jedive.*

* Funcionario del Imperio otomano.

– ¿Y la otra mitad? -se interesó Sarah.

– Es lo bastante sabia para saber desde hace tiempo que no hay que morder la mano que te da de comer -respondió el comerciante diplomáticamente-. Yo no tengo nada en contra de los europeos. Aunque a mis ojos todos son unos infieles y sus modales en el trato dejan mucho que desear, con excepción de los presentes, naturalmente, los aprecio porque son de fiar en los negocios.

– En efecto -replicó Sarah, en cierto modo perpleja ante tanta sinceridad-. ¿Y le interesaría hacer un negocio ahora?

– Depende del tipo de negocio que sea. Desgraciadamente, en los tiempos agitados que corren, mis posibilidades están bastante limitadas…

– Pero no se ha ido de la ciudad…

– La -dijo meneando la cabeza-. Nací en Alejandría y de aquí no me echarán ni alguien que se ha autoproclamado pacha ni los británicos con sus ansias de abrir fuego. Ustedes, en cambio, deberían huir lo antes posible. El peligro les acecha por todas partes, no solo por parte de los soldados. Los discursos incendiarios de Urabi y el miedo a los británicos han sublevado a la gente. Matarán sin contemplaciones a cualquier europeo que caiga en sus manos.

Merde! -exclamó Du Gard.

– Yo podría sacarlos de la ciudad de un modo seguro -propuso Ali Bey-, a cambio de unos pequeños honorarios, se entiende.

– No, gracias -rehusó Sarah-. Nos hemos arriesgado mucho para llegar a Alejandría a pesar del bloqueo y no nos iremos hasta que no hayamos encontrado lo que buscamos.

– ¿De verdad? -En los ojos del comerciante, que parecía olisquear el negocio, llameó la curiosidad-. Y, si me permiten la pregunta, ¿qué están buscando?

– A un hombre. Un inglés -respondió Sarah-. Se llama Gardiner Kincaid… Lord Kincaid. Dirige una expedición británica que trabajaba aquí hasta hace poco.

Naram -convino Ali Bey-. Hasta que los esbirros del pacha expulsaron de la ciudad a todos los extranjeros.

– ¿Conoce a lord Kincaid? -Sarah concibió una repentina esperanza.

La. -Ali Bey meneó la cabeza-. Pero conozco el lugar donde los británicos cavaban la tierra, hasta que los echaron de la ciudad.

– ¿Los echaron de la ciudad? ¿Ya no están aquí?

– Por lo que sé, a algunos los capturaron, pero no sabría decirles si entre ellos se encontraba el hombre que buscan.

Sarah sacó el dibujo del mapa que llevaba debajo de la ropa.

– ¿Dónde estaban excavando? ¿Podría señalármelo?

– Pues claro que puedo, pero eso no sería muy inteligente por mi parte, ¿no cree? -El alejandrino se echó a reír-. Si les indico el lugar exacto, podrán llegar allí por su cuenta y el pobre Ali Bey se irá con las manos vacías.

– Le aseguro que eso no ocurrirá -replicó Sarah-. Me ocuparé de que cualquier información útil que nos dé le sea recompensada.

– Una generosa oferta, pero ¿puedo fiarme? Le haré una contrapropuesta: yo los guiaré personalmente hasta el lugar donde los británicos excavaban, aunque no antes del anochecer. De día, el peligro de ser descubiertos es demasiado grande.

– Pero si aún no es ni mediodía -objetó Hingis-. ¿Qué pretende que hagamos hasta la noche?

– Se quedarán aquí a esperar. En mi casa están a salvo de los soldados. Ali Bey tiene fama de ciudadano honrado y cumplidor de las leyes.

La sonrisa que el comerciante esbozó después de pronunciar tales palabras no acabó de gustar a Sarah. Más bien le dio la impresión de que Ali Bey era conocido por ser un marrullero y, aunque eso iba en contra de su rectitud, se guardó mucho de comentarlo.

¿Tenían que confiar en el comerciante?

En Alejandría, Ali Bey estaba en casa. Seguramente conocía hasta el último rincón de la ciudad; si realmente podía llevarlos al lugar donde su padre había estado trabajando hasta hacía bien poco, se acercarían un buen trecho al objetivo de su búsqueda. Pero, por otro lado, nada indicaba que el comerciante supiera realmente de qué estaba hablando. Lo más probable era que fuera un pícaro redomado que quería sacar dinero de la situación…

– No se fíe-le susurró Hingis-. Lo más probable es que quiera entregarnos a los soldados.

– Si eso fuera cierto, no le habría hecho falta salvarnos de ellos antes -objetó Sarah. El hecho de que Ali Bey no le gustara a su rival hizo que el comerciante le resultara más simpático. Pero con eso no bastaba.

»¿Maurice? -preguntó.

– Creo que deberíamos arriesgarnos. Con todos los uniformados y el caos que hay fuera no podemos continuar la búsqueda hasta que anochezca, c'est vrai.

– Entonces aceptamos -dijo Sarah-; cerraremos el trato, Ali Bey. Seguro que nos pondremos de acuerdo en el precio por sus servicios, pero no cobrará hasta que lleguemos al sitio.

– Por supuesto. -La dentadura del alejandrino brilló al esbozar una amplia sonrisa-. Es usted una mujer inteligente.

Y le aseguro que no se arrepentirá de haber tomado la decisión de confiar en Ali Bey.

– Eso espero -contestó Sarah con énfasis-. Eso espero…

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