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Michael Peinkofer: La llama de Alejandría

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Michael Peinkofer La llama de Alejandría

La llama de Alejandría: краткое содержание, описание и аннотация

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En 1882, la joven aristócrata inglesa Sarah Kincaid viaja a un simposio sobre arqueología en París. Allí, gracias al hipnotizador Maurice du Gard, descubre que su padre, quien realiza una misión secreta para el gobierno británico, corre peligro, y pese a las reticencias de lord Kincaid decide salir en su rescate. De París a Alejandría, pasando por Malta, y perseguida por un misterioso asesino, Sarah encuentra finalmente a su padre. En una Alejandría rota por la guerra, en plena revuelta de Urabi y bombardeada por los británicos, padre e hija se adentrarán en las catacumbas de la ciudad en busca del que quizá sea el mayor misterio de la Antigüedad: la Biblioteca sumergida de Alejandría.

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Sarah echó un vistazo a la dirección.

Montmartre.

A la doncella y al cochero que la habían acompañado a París no les entusiasmaría que visitara precisamente esa parte de París, a la que los ciudadanos respetables llamaban despectivamente demimonde , los bajos fondos, hogar de ladrones y prostitutas, pero también de artistas y mecenas. Además, en los últimos años se habían abierto pequeños teatros y salas de variedades, de modo que Montmartre iba camino de convertirse en la zona de diversión de París, en la refulgente palestra de personajes turbios y ciudadanos con ganas de distracción.

Una sonrisa audaz se deslizó por el semblante de Sarah. Abatida como se sentía, los bajos fondos de Montmartre quizá eran el lugar propicio para ella y, después de todo lo que le había sucedido, un poco de evasión no le haría daño. Quizá, se dijo, así pensaría en otras cosas y olvidaría su enfado y su decepción durante unas horas.

Por una noche dejaría atrás su existencia burguesa y se entregaría a la vida bohemia, se sumergiría en un mundo desconocido en el que todo era posible y nada era lo que parecía.

Sarah Kincaid no sospechaba que estaba a punto de emprender un viaje sin retorno.

3

Diario personal de Sarah Kincaid

Anotación posterior

Me asombra cuánto ha cambiado Montmartre.

La última vez que estuve, aún era una niña. En aquella época, el paisaje estaba marcado por viñedos y suaves colinas, en cuyas cimas se alzaban pintorescos molinos de viento. Los viñedos aún existen, pero están rodeados de casas que se deslizan por calles y callejuelas angostas alrededor de las colinas y, por encima de todo, despunta el edificio aún en obras de la basílica del Corazón de Jesús, desde cuyas torres y cúpulas se divisará la ciudad una vez esté terminado.

Lo que ocurre en Montmartre es difícil de describir y apenas comprensible para mentes inglesas. El lujo que en Londres solo se encuentra en el Pall Mall y la miseria de los callejones del East End coinciden aquí aparentemente sin recelos; damas y caballeros adinerados pasean hacia los locales y los teatros de variedades, mientras personajes turbios acechan en rincones oscuros y las prostitutas ofrecen sus servicios con la misma naturalidad con que los jóvenes pintores ponen a la venta sus obras. Aquí un artista lee odas y relatos por un par de céntimos; allí un prestidigitador intenta sacarle el dinero a la gente.

La dura realidad y la hermosa apariencia conviven en la zona. Por todas partes se oye música en las callejuelas, dominadas por los aromas más distintos, unos repugnantes, otros embriagadores. Incluso al anochecer, en las calles principales impera una gran animación. El barrio parece estar en movimiento día y noche, en todas partes se discute y se charla. La modernidad y el progreso se palpan en ese lugar y, tras las vivencias del día, estoy agradecida y contenta de formar parte de él…

Rué Lepic, Montmartre,

noche del 17 de junio de 1882

En el vestíbulo de Le Miroir Brisé las apreturas eran agobiantes.

El teatro, ubicado entre los muros de unas antiguas bodegas, no inspiraba demasiada confianza desde fuera; unas paredes agrietadas y desconchadas en muchos puntos abrazaban el local y, si no fuera por un cartel, iluminado por la luz trémula de unos faroles de gas, que elogiaba el teatro como «La casa de las mil sensaciones», seguramente nadie habría sospechado que un lugar tan insigne se escondía tras una fachada tan triste. Al cruzar la gran puerta de entrada, los espectadores se daban cuenta de que la impresión exterior engañaba.

Como muchas otras cosas en Montmartre, Le Miroir Brisé tampoco era lo que parecía a primera vista. Una sala cubierta de moqueta roja, con paredes tapizadas con seda también de color rojo y estampados sinuosos, recibía a los que entraban en el mundo del «espejo roto». Unas lámparas de araña colgaban del techo del vestíbulo que, muy acertadamente, recibía el nombre de la chambre rouge. Allí se apiñaban los espectadores mientras unos lacayos serviciales vestidos con libreas azules se hacían cargo de abrigos y sombreros y unas jóvenes muy maquilladas y con unos plumeros colosales en la cabeza les servían champán.

Sarah Kincaid rehusó probar la bebida burbujeante; se distraía mucho más manteniéndose al margen, observando a los personajes ilustres que poblaban el vestíbulo: un señor corpulento, con levita y chistera y que parecía ocupar un cargo honorable, iba acompañado por una mujer muy llamativa que tenía claramente una profesión mucho menos apreciada; un joven bon vivant explicaba sus aventuras amorosas para regocijo de sus amigos, quienes las aplaudían; una señora huesuda lucía una expresión de disgusto en el rostro que permitía deducir que aquel lugar la indignaba (lo cual no le impedía visitarlo); por último, un enano que se deslizaba rápidamente por las filas de los que esperaban y se divertía burlándose de las señoras. Las risas que llenaban el aire, cargado de humo de cigarro, mostraban todo el espectro del regocijo humano, desde risitas tímidas hasta amenazas ordinarias. Ahogaban el piano que entonaba un vals popular con un tintineo frívolo y, por encima de todo, flotaba una impaciencia no formulada que alcanzó el punto culminante cuando se abrieron las puertas de la sala.

Con «aaah» y «oooh» sonoros en los labios, el público se apresuró a entrar en el patio de butacas y algunos hombres elegantes, vestidos con chaqueta y lazo, pusieron los codos en acción con muy poca elegancia. Sarah, que presenciaba el trajín a distancia, esperó a que acabaran los estrujones. Luego mostró su entrada y el acomodador la acompañó a su asiento.

Una vez más, Sarah no pudo por menos que asombrarse. Si ya la había sorprendido la decoración recargada del vestíbulo, aún más la del patio de butacas. Era imposible reconocer que originalmente había sido el granero de las bodegas. Las paredes estaban también tapizadas con seda y los radiantes destellos del techo creaban la ilusión de un cielo estrellado en una noche clara. Las butacas -Sarah calculó que la sala tenía capacidad para doscientos espectadores- estaban guarnecidas con terciopelo. La mayoría de las filas estaban ocupadas; solo quedaban algunas butacas libres en los palcos. A Sarah le extrañó que el acomodador la llevara a un asiento de la primera fila que ofrecía una visión total sobre el escenario.

– ¿Está seguro de que esta es mi butaca? -preguntó extrañada.

Bien sur, madame -respondió el acomodador con aire majestuoso-. Monsieur Du Gard la ha reservado para usted. -Entonces, ¿me conoce?

– Por supuesto -respondió el acomodador enigmáticamente-. Monsieur Du Gard conoce a mucha gente. Y lo sabe todo de usted…

Esperó a que Sarah tomara asiento, se inclinó cortésmente y se alejó. Sarah se quedó un tanto desconcertada. Continuaba preguntándose cómo se le había ocurrido invitarla al tal Maurice du Gard, que debía de ser un tipo bastante misterioso. ¿La conocía realmente? ¿O quizá era un amigo de su padre?

Siguió cavilando mientras la sala se llenaba al completo. También ocuparon los asientos de los palcos situados a los lados de Sarah hombres con frac y mujeres con fragancias dulces de flores que casi le cortaron el aliento. Acto seguido, el cielo artificial estrellado se extinguió y quedaron a oscuras. Se encendió un solo foco que proyectaba un halo de luz clara sobre el telón. Se oyó el redoble de un tambor y una voz que buscaba los aplausos anunció:

Mesdames et Moussieurs , recibamos con un aplauso al maestro de lo sobrenatural, al mago del tarot, al rey de la hipnosis… ¡el gran Maurice du Gard!

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