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Michael Peinkofer: La llama de Alejandría

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Michael Peinkofer La llama de Alejandría

La llama de Alejandría: краткое содержание, описание и аннотация

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En 1882, la joven aristócrata inglesa Sarah Kincaid viaja a un simposio sobre arqueología en París. Allí, gracias al hipnotizador Maurice du Gard, descubre que su padre, quien realiza una misión secreta para el gobierno británico, corre peligro, y pese a las reticencias de lord Kincaid decide salir en su rescate. De París a Alejandría, pasando por Malta, y perseguida por un misterioso asesino, Sarah encuentra finalmente a su padre. En una Alejandría rota por la guerra, en plena revuelta de Urabi y bombardeada por los británicos, padre e hija se adentrarán en las catacumbas de la ciudad en busca del que quizá sea el mayor misterio de la Antigüedad: la Biblioteca sumergida de Alejandría.

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– Yo… yo… ya no lo tengo -replicó Recassin; temblaba de arriba abajo de miedo.

– Vamos progresando -observó el otro, en un tono tan suave como sarcástico-. Al menos ahora acepta que sabe de qué le estoy hablando.

– Lo… lo sé -admitió Recassin mientras unas lágrimas de miedo y de desesperación le corrían por las hirsutas mejillas.

– Pues démelo y dejaré de incomodarlo.

– No… no puedo.

– ¿Por qué no?

– Porque… ya no lo tengo.

Monsieur le conservateur -dijo la voz, fingiendo lástima-. ¿No pretenderá mentirme? En su situación sería una insensatez.

– Pero le estoy diciendo la verdad… Créame… lo he dado.

– ¿Después de tenerlo durante generaciones en su poder? -La figura sin rostro resopló-. ¿A quién pretende engañar, Recassin?

– Créame, por favor… Le he dicho todo lo que sé… El objeto… ya no está en mi poder.

– ¿Y quién lo tiene? -quiso saber el extraño, y Recassin tuvo de nuevo la impresión de que los ojos de su verdugo brillaban sin piedad.

– Un amigo.

– ¿Quién?

– No lo conoce.

– Deje que yo lo decida. Se lo pregunto por última vez: ¿a quién se lo ha dado? Responda, Recassin, o su silencio será el último error que cometa en este mundo.

El extraño aumentó la presión de la hoja cortante. Recassin pudo notar cómo se hendía profundamente en su piel, cómo se acercaba a la carótida, y supo que aquello era el final.

Por mucho que el temor le impelía a revelar el nombre de la persona a quien había confiado la joya, también sabía que sería absurdo hacerlo. El tono de voz de su verdugo le decía que disfrutaba con lo que hacía. Actuara como actuara Recassin, le desvelara lo que le desvelara, no serviría de nada. Al final, el extraño daría rienda suelta a sus ansias de matar. Recassin moriría, en aquel momento fue consciente de ello con una claridad y una sobriedad que le sorprendieron.

Su muerte era inevitable,

Por lo tanto, también podía callar.

– Váyase al infierno -musitó y, obstinado, clavó la mirada donde suponía que estaba el rostro del extraño.

– ¿Son sus últimas palabras?

– Las últimas -ratificó Recassin en un susurro.

– Cuánta razón tiene. -La cínica respuesta llegó desde la oscuridad.

El extraño se inclinó y el halo de luz de la lámpara alcanzó su rostro… Entonces Recassin se dio cuenta con espanto de que no lo miraban dos ojos llenos de odio, sino solo uno.

El grito que quiso proferir no salió jamás de su garganta.

Sin titubear ni temblar, la mano del extraño guió la hoz afilada. Un torrente de sangre brotó de la garganta de Recassin y empapó las notas que había sobre el escritorio.

Un instante después, la cabeza del conservador golpeó el suelo con un ruido sordo.

2

Diario personal de Sarah Kincaid

¡París!

Llevo dos días en la ciudad del Sena y me preparo para el simposio en el que tengo que participar en lugar de mi padre; y me sigue resultando enigmático el telegrama del gobierno que me llegó a Londres.

Después de no haber tenido noticias de mi padre durante más de dos meses, me comunicaron de manera lapidaria que se encontraba bien y que participaba en un proyecto secreto del gobierno, en una excavación arqueológica de la cual no podían darme a conocer más detalles, y me pidieron que representara a mi padre en el encuentro anual del Círculo de Investigaciones Arqueológicas que se celebra en La Sorbona de París.

Por mucho que, por un lado, me halaga viajar a Francia y tener la oportunidad de hablar ante gente tan docta, por otro, me asombra. Durante todo el invierno, mientras mi padre se encerraba en su despacho y en la biblioteca de Kincaid Manor, apenas hablaba de otra cosa que no fuera de presentar sus teorías sobre la historia de los asirios a sus colegas científicos y, ahora que se le ofrece la oportunidad de hacerlo en el marco del simposio, no la aprovecha.

Solo me cabe suponer que hay buenas razones para ello y que esas razones son los «demasiados intereses en juego y de mucho alcance» de que hablaban en el telegrama. No sé de qué se trata ni consigo imaginar que una excavación arqueológica sea tan importante. Pero me siento muy orgullosa de que mi padre dirija la expedición y, naturalmente, lo apoyaré en todo lo que esté en mi mano. Por eso no he dudado ni un instante en acceder a su petición y viajar a París, aunque habría preferido acompañar a mi padre como en tiempos pasados.

Un proyecto de excavación secreto del gobierno…

No dejo de preguntarme a qué se referirán. Damasco, El Cairo, Jerusalén: me vienen a la mente los nombres de lugares lejanos y exóticos. Con solo oírlos, el corazón me late más deprisa y añoro la libertad que se me permitió disfrutar hace años. Pero ahora ha vuelto a alcanzarme la realidad de nuestros días. Se acabaron los tiempos en que podía acompañar a mi padre en sus exploraciones por todo el mundo y se me permitía participar en todas las grandes aventuras que oculta el pasado. Es su deseo que me convierta en una lady, que aprenda todo lo que corresponde a mi título; pero yo cambiaría la seda de mis vestidos y la calidez de principios de verano en Europa por el dril polvoriento y el sol abrasador del desierto.

En Londres tenía la sensación de estar ahogándome entre paredes tristes y corsés demasiado ceñidos, por eso me resultó tan oportuno el viaje a París que, si bien no puede compararse en exotismo a Constantinopla o Samarcanda, me ofrece un poco de variedad y la oportunidad de demostrar ante un público de reconocidos expertos que la arqueología es mi verdadera pasión…

Gran Anfiteatro, La Sorbona, París

16 de junio de 1882

– Por ese motivo, apreciados oyentes, llego a la conclusión de que el papel histórico del rey Asurbanipal debe ser reconsiderado. La investigación moderna debería tener el coraje de reconocer en el último soberano del Imperio asirio lo que probablemente era: un hombre consumido por la megalomanía y por la sed de poder, sin ningún tipo de escrúpulos.

Sarah Kincaid levantó la vista del manuscrito que tenía delante, sobre el pulpito de oradores, y que no estaba escrito de su puño y letra, sino del de su padre. Se esforzó por ocultar la emoción que sentía porque, después de tantos años acompañando a su padre en sus viajes y de haberse consagrado al estudio de la arqueología, aquella era su primera gran aparición ante un público experto. El corazón le latía con fuerza y le temblaban las rodillas.

El anfiteatro estaba lleno a rebosar, los espectadores se apiñaban incluso en los estrechos pasillos que transcurrían entre las filas de asientos, desde alumnos de primer curso hasta doctorandos. Sarah tenía muy claro que el vivo interés no se debía tanto a las teorías de Gardiner Kincaid como al hecho de que las presentara su hija. Al contrario de lo que sucedía en las universidades inglesas, no era nada insólito que en La Sorbona estudiaran mujeres; sin embargo, verlas actuando en una posición tan destacada y tomando parte en un simposio científico también causaba asombro y podía apreciarse claramente qué opinaban de ello no pocos de los profesores canosos que se sentaban en las primeras filas y que casi parecían ahogarse dentro de los cuellos bien abotonados de sus camisas.

Sarah estaba en el pulpito con un sencillo vestido de color beige y el cabello, largo y oscuro, trenzado y recogido en un moño alto. Su tez, quizá demasiado morena para una lady, y las pecas sobre su nariz respingona eran de una belleza sobria; no llevaba joyas ni ningún otro adorno; no le interesaban. En aquel momento no quería que la consideraran una mujer, sino una científica que presentaba las teorías más recientes de su maestro.

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