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Michael Peinkofer: La llama de Alejandría

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Michael Peinkofer La llama de Alejandría

La llama de Alejandría: краткое содержание, описание и аннотация

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En 1882, la joven aristócrata inglesa Sarah Kincaid viaja a un simposio sobre arqueología en París. Allí, gracias al hipnotizador Maurice du Gard, descubre que su padre, quien realiza una misión secreta para el gobierno británico, corre peligro, y pese a las reticencias de lord Kincaid decide salir en su rescate. De París a Alejandría, pasando por Malta, y perseguida por un misterioso asesino, Sarah encuentra finalmente a su padre. En una Alejandría rota por la guerra, en plena revuelta de Urabi y bombardeada por los británicos, padre e hija se adentrarán en las catacumbas de la ciudad en busca del que quizá sea el mayor misterio de la Antigüedad: la Biblioteca sumergida de Alejandría.

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– ¿Cómo debemos interpretar sus palabras? -inquirió Hingis.

– Mi padre no sabe que estoy aquí -aclaró Sarah con voz firme- y tampoco sabe nada de este encuentro.

– Pero… ¿Cómo es posible? -preguntó Guillaume-. Las invitaciones se enviaron hace medio año.

– Lo sé -dijo Sarah, asintiendo con la cabeza-. Intercepté la carta con el propósito de aprovechar la ausencia de mi padre en mi propio beneficio. Por desgracia, mi plan ha fracasado lastimosamente y les pido disculpas por ello. Mi padre no tiene la culpa de no haber excusado su presencia, respetables monsieurs; todo deben achacármelo a mí.

– Bien -replicó el portavoz del decanato algo desconcertado-, si es así…

Los eruditos empezaron a cuchichear entre ellos. Sarah veía caras de indignación. Narices arrugadas y cejas fruncidas mientras los miembros del Círculo debatían. El único que no participaba en la discusión general era… Friedrich Hingis.

El suizo envió una mirada a Sarah por encima de las cabezas canosas de sus colegas que no resultó difícil de interpretar. El científico intrigante había confiado en desacreditar a Gardiner Kincaid y, a ser posible, en descubrir en qué estaba trabajando su eterno rival. Y había creído que ganaría fácilmente la partida; no había contado con que la hija de lord Kincaid preferiría cargar con las culpas antes de exponer a su padre a las críticas. Seguramente, pensó Sarah, porque él jamás habría sido capaz de actuar de ese modo. Aquello fue una victoria callada para

Sarah, aunque tuvo que pagar un precio elevado por ella, puesto que el gremio reaccionó con mucha dureza.

– Sarah Kincaid -dijo Guillaume al anunciar la decisión adoptada, y Sarah creyó notar un deje de satisfacción en su voz-. Usted ha admitido haber mentido y engañado premeditadamente a un miembro honorable de este Círculo de Investigaciones. El hecho de que se trate de su propio padre, lejos de restarle importancia al hecho, lo hace aún más vil. Por usurpación y engaño premeditado, queda usted expulsada con efecto inmediato de este recinto, y a partir de ahora se la considerará persona non grata en todo el campus. Si contraviene esta decisión, nos reservamos el derecho de ir aún más allá; en caso contrario, renunciaremos a avisar a la policía en consideración a su sexo y a su posición.

– Gracias, muy amables -dijo Sarah sin siquiera parpadear, pero se le notaba que no lo decía muy en serio.

– Los científicos y yo únicamente podemos expresar nuestra más profunda repugnancia por su comportamiento; castigarlo como merece y tomar medidas pedagógicas que impidan que se repita en el futuro es tarea de su padre, al que daremos cuenta en détail de este suceso.

– Háganlo -replicó Sarah tranquilamente-, estoy segura de que los escuchará con interés.

Recogió sus papeles en un momento y se los puso debajo del brazo. Luego abandonó el pulpito con la cabeza bien alta, seguida por miradas acusadoras que no se despegaron de ella hasta que la puerta maciza dorada del auditorio se cerró tras ella.

Fue entonces cuando Sarah cedió á sus sentimientos.

Los ojos le brillaban, húmedos. Cerró los puños, temblando de rabia desvalida. Se sentía decepcionada consigo misma por la clamorosa ingenuidad con que había caído en las redes de Hingis. Y, sobre todo, se sorprendió de que una pequeña parte de su furia se dirigiera al hombre que la había llevado a aquella situación.

Su padre…

Un parco telegrama del gobierno con el requerimiento de ir a París a representarlo: eso era todo lo que había visto y había oído de Gardiner Kincaid en dos meses y medio. No solo le ocultaba su trabajo, cosa que nunca había hecho antes; también la había metido en la boca del lobo en lo referente al gremio y a sus estatutos. Por un momento, Sarah cedió a su frustración, se sintió sola y abandonada, pero al instante siguiente se obligó a entrar en razón.

Conocía lo bastante a su padre para saber que tenía que haber motivos para todo aquello, motivos de peso que justificaban el secretismo y su ausencia inexcusable en el simposio. El viejo Gardiner no habría querido que Sarah se metiera en un lío por su culpa; por lo tanto, debía guardarle lealtad, por mucho que otros dijeran.

Sarah respiró profundamente y estiró su delicada figura. Alentada por el deseo de abandonar rápidamente el lugar de la derrota, recorrió el pasillo de techo alto estucado y llegó al ala principal del vasto inmueble de la universidad, entre el boulevard Saint Michel y la rué Saint Jacques, cuyo trazado principal se debía a Richelieu y que había sido ampliado considerablemente a principios de siglo. Sarah cruzó el aula soportada por columnas, y ya se dirigía resuelta a la puerta de entrada cuando una figura se desprendió súbitamente de la sombra de una de las columnas.

– ¿Lady Kincaid?

Sarah, inmersa en sus pensamientos, se sobresaltó, aunque no parecía haber motivos para ello. El hombre que la había abordado vestía con corrección y era de edad avanzada. Llevaba una levita negra inmaculada que contrastaba visiblemente con la barba y los cabellos canos que enmarcaban una cara pálida de mirada dulce. Sostenía en sus manos un bastón y un sombrero de copa, tenía una expresión juvenil en los ojos y, aunque no recordaba haber coincidido nunca con él, Sarah tuvo la impresión de que conocía a aquel hombre…

– ¿Sí? -preguntó sorprendida.

– Un amigo me ha pedido que le entregue esto -respondió el caballero desconocido, que parecía esperarla, y le tendió un sobre lacrado que ella cogió desconcertada.

Merci beaucoup -se oyó decir Sarah mientras el desconocido asentía con una sonrisa vaga, se ponía la chistera y desaparecía entre las columnas.

– ¿Monsieur? -lo llamó Sarah, pero el misterioso caballero no reaccionó.

Sarah miró extrañada la carta que le había entregado y que desprendía un aroma singular. La olió y notó un olor a tabaco dulce, lo cual avivó aún más su curiosidad. Rompió el sello, cuyas iniciales eran «MG», abrió el sobre y sacó una carta escrita a mano. La palabra invitación saltaba a la vista y Sarah continuó leyendo intrigada:

Lady Kincaid:

Ha llegado a nuestros oídos que usted se encuentra en la ciudad y desearíamos pedirle cortésmente que nos concediera el honor de visitarnos. Esperando que no haya comprometido aún el precioso tiempo que pasará en esta maravillosa ciudad, nos alegraría poder saludarla mañana por la noche como nuestra invitada de honor en la representación que ofrecemos en el teatro de variedades Le Miroir Brisé, rué Lepic, Montmartre.

Suyo afectísimo,

Maurice du Gard,

hipnotizador y adivino

Una vez conocido el contenido del escrito, Sarah se quedó aún más extrañada. ¿Quién diantre era aquel Maurice du Gard? ¿Por qué sabía su nombre y que se encontraba en París? Y ¿a quién diantre se le ocurría invitarla a un espectáculo de variedades?

La primera reacción de Sarah fue mirar en la dirección en que había desaparecido el portador de la tarjeta, pero no quedaba ni rastro de él y, por lo tanto, no cabía esperar respuesta. ¿Qué significaba aquello? ¿Una broma de mal gusto? ¿Un truco de Hingis y sus seguidores para volver a ponerla en entredicho?

Después de lo que había ocurrido en el auditorio, Sarah podía imaginar cualquier cosa, pero nada cambiaba el hecho de que se sintiera halagada por la invitación. La adivinación y la hipnosis no la emocionaban en absoluto; al contrario, estaba convencida de que tanto la una como la otra eran charlatanería barata con la que, como mucho, se podía impresionar a espíritus simples. Sin embargo, después del trato seco que había recibido por parte del gremio, le gustó el texto amable de la invitación. Al menos, se dijo, no todo París le era hostil…

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