Arnaldur Indriðason - Las Marismas

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Un hombre aparece asesinado en su casa en el barrio Las Marismas de Nordurmyri. La policía encuentra escondida en su escritorio una vieja foto de la tumba de una niña de cuatro años. Y es precisamente esa foto la que conduce a los investigadores hacia el pasado tenebroso de aquel hombre, a sus antiguas relaciones y a un drama familiar. Esta historia coincide con la desaparición de una joven de su propio banquete de boda.
Los inspectores, Erlendur y Sigurdur Óli, se enfrentan en los dos casos a enredados y complicados pasados de familias aparentemente corrientes.
«Verosímil, bien construida, conmovedora e inteligente.» Times Literary Supplement
«Fascinante, original y desconcertante.» Val McDermid

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– ¿Eso que sujetaban encima de ella era una cabra? -preguntó Erlendur incrédulo.

– Hay 312 archivos de películas A -dijo Sigurdur Óli-. Podrían ser secuencias como ésta, incluso películas enteras.

– ¿Películas A? -preguntó Erlendur.

– No sé qué significa -contestó Sigurdur Óli-. Quizá películas de animales. Aquí hay películas G. ¿Miramos, por ejemplo, «g-película88»? Hacer dos veces clic en «archivo», maximizar la imagen…

– Cli…

Erlendur se calló a media frase, cuando aparecieron cuatro hombres follando en la pantalla de diecisiete pulgadas.

– Películas G serán seguramente películas gay -dijo Sigurdur Óli cuando acabó la secuencia-. Porno para homosexuales.

– El hombre debía de estar obsesionado con eso -sugirió Erlendur-. ¿Cuántas películas hay en total?

– Aquí hay más de mil archivos, pero podría haber muchos más.

El móvil de Erlendur sonó en el bolsillo. Era Elinborg. Al parecer había investigado a los dos hombres que estuvieron con Holberg en la fiesta, la noche en la que Kolbrún dijo haber sufrido la violación. Elinborg contó a Erlendur que uno de esos hombres, Grétar, desapareció hace muchos años.

– ¿Desaparecido? -dijo Erlendur.

– Sí. Otra de nuestras desapariciones.

– ¿Y el otro?

– El otro está en el penal de Litla Hraun -respondió Elinborg-. Un hombre conflictivo desde siempre. Le queda por cumplir un año de una condena de cuatro.

– ¿Por qué fue condenado?

– Por un montón de cosas de mierda.

Capítulo 13

Hablaron del ordenador con los técnicos. Se tardaría un tiempo considerable en investigar todos los datos. Erlendur pidio que se repasara cada documento, que se clasificara y se registrara minuciosamente el contenido. Después de hablar con los técnicos, Erlendur y Sigurdur Óli se pusieron en marcha hacia Litla Hraun. Tardaron más de una hora en llegar. La visibilidad era mala y había una capa de hielo sobre la carretera, así que conducían con cautela. La temperatura subió un poco cuando bajaron de la meseta. Cruzaron el río de Ólfusá y enseguida vieron los dos edificios carceleros elevarse de la tierra cascajosa a través de la neblina. El más antiguo era un edificio de hormigón de tres plantas, pintado de blanco y con varios tejados a dos aguas. Durante muchos años los tejados fueron de hierro ondulado pintado de rojo y desde lejos la cárcel parecía una enorme granja, típicamente islandesa. Ahora estaban sido pintados de gris para que hicieran juego con el edificio nuevo, construido al lado. Éste era moderno y sólido, cubierto de acero, de color gris azulado y coronado por una torre.

«Cómo cambian los tiempos», pensó Erlendur.

Elinborg había anunciado la visita a la dirección del centro y había comunicado a quién querían ver. El director los recibió y acompañó hasta su despacho. Quería darles información sobre el preso antes de que hablaran con él. Les dijo que llegaban en el peor momento. El preso estaba cumpliendo un castigo de aislamiento por atacar, junto con otros dos reclusos, a un condenado pederasta recién llegado a la prisión. Casi lo había matado. Dijo preferir no entrar en detalles, pero quería que estuvieran al tanto de la situación, que supieran que se interrumpía el aislamiento y que probablemente el preso se mostraría algo inestable. Después de la reunión con el director los acompañaron a una sala que solía utilizarse para visitas. Se sentaron a esperar a que trajeran al preso.

Su nombre era Ellidi, tenía cincuenta y seis años y era un delincuente habitual. Erlendur lo conocía, él mismo lo había llevado alguna vez hasta la prisión. Había tenido vanos trabajos en su miserable vida. Había sido marinero, tanto en barcos de pesca como en mercantes, donde aprovechó para dedicarse al contrabando de alcohol y drogas, por lo cual fue finalmente condenado. Ellidi también había intentado cobrar fraudulentamente unas pólizas de seguros, después de incendiar y hundir un barco de veinte toneladas en el sudoeste de Islandia. Tres marineros «sobrevivieron», pero por imprudencia el cuarto hombre del grupo se quedó encerrado en la sala de máquinas y se hundió con el barco; el delito se descubrió cuando los buceadores de la investigación encontraron la evidencia de que el fuego se había iniciado en tres lugares distintos al mismo tiempo. Ellidi fue a prisión condenado a cuatro años por fraude, homicidio involuntario y algunos delitos menores que tenía acumulados en la fiscalía. Estuvo encerrado dos años y medio aquella vez.

Ellidi también era conocido porque había agredido a varias personas, algunas de las cuales sufrían secuelas permanentes. Erlendur se acordaba especialmente de un suceso, que explicó a Sigurdur Óli durante el viaje. En aquella ocasión, Ellidi saldó una cuenta pendiente con un joven de Reikiavik. Cuando la policía llegó a la casa del joven, Ellidi le había dado una paliza tan fuerte que el chico estuvo entre la vida y la muerte durante cuatro días. Lo ató a una silla y se divirtió haciéndole cortes en la cara con una botella rota. Antes de ser reducido, Ellidi dejó sin sentido a un policía y le rompió el brazo a otro. Por esos hechos, y otros delitos menores pendientes de sentencia, se ganó dos años de prisión. Cuando le leyeron el veredicto, se rió.

La puerta se abrió y entró Ellidi, escoltado por dos carceleros. A pesar de su edad seguía siendo un hombre fuerte, de tez morena y totalmente calvo. Tenía las orejas pequeñas y sin lóbulos. Aun así, había logrado encontrar espacio en una oreja donde hacerse un agujero, del cual colgaba una esvástica negra. Llevaba una dentadura postiza que silbaba cuando hablaba. Vestía un tejano gastado y una camiseta negra de manga corta, y enseñaba unos brazos musculosos llenos de tatuajes.

Medía cerca de dos metros de altura. Iba esposado. Tenía un ojo enrojecido y rasguños en la cara, y el labio superior hinchado.

– Sádico idiota -murmuró Erlendur.

Los guardas se situaron en la puerta y Ellidi se sentó a la mesa, enfrente de Erlendur y Sigurdur Óli. Los miraba fijamente con sus ojos pequeños y vacíos, sin mostrar ningún interés.

– ¿Conoces a un hombre llamado Holberg? -le preguntó Erlendur.

Ellidi no reaccionó. Hizo como si no hubiera oído la pregunta. Miró alternativamente y sin expresión a los dos policías. Los guardas hablaron entre sí en voz baja. En algún lugar del edificio se oyeron gritos, puertas que se cerraban con golpes. Erlendur repitió la pregunta. Sus palabras retumbaron en la sala vacía.

– ¡Holberg! ¿Lo recuerdas?

El hombre aún no reaccionaba y empezó a mirar a su alrededor como si estuviera solo. Pasó un buen rato en silencio. Erlendur y Sigurdur Óli se miraron y luego Erlendur volvió a preguntarle: si había conocido a Holberg y cuál había sido su relación. Le dijeron que Holberg estaba muerto. Que lo habían encontrado asesinado.

La última palabra despertó el interés de Ellidi. Las esposas traquetearon cuando el hombre colocó sus fuertes brazos encima de la mesa. No podía disimular su sorpresa. Miró a Erlendur con asombro.

– Alguien mató a Holberg en su casa el pasado fin de semana -dijo Erlendur-. Estamos hablando con los que lo conocieron en alguna época de su vida y nos hemos enterado de que tú eres uno de ellos.

Ellidi miraba ahora fijamente a Sigurdur Óli y no se molestó en contestar a Erlendur.

– Es una rutina…

– No hablaré con vosotros esposado -dijo Ellidi repentinamente sin quitar ojo a Sigurdur Óli.

Su voz era ruda y provocativa. Erlendur reflexionó un momento, después se levantó y fue hacia los guardas. Les preguntó si podían quitarle las esposas. Dudaron, pero luego lo hicieron y volvieron a sus puestos al lado de la puerta.

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