Arnaldur Indriðason - Silencio Sepulcral

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El hallazgo de un esqueleto humano enterrado en una colina en las afueras de Reykjavik pone en una situación difícil al detective Erlendur y sus ayudantes: no sólo necesitan recurrir a un equipo de arqueólogos que empleará varios días para recuperarlo en buenas condiciones, sino que además éstos les advierten desde las primeras paladas de que no se trata de un cadáver reciente, y que probablemente puede corresponder a un enterramiento de unos sesenta años atrás. Desde que conocen este dato, y sin saber a ciencia cierta la identidad del enterrado, los investigadores se yen inmersos en la compleja reconstrucción de unos hechos ocurridos durante la Segunda Guerra Mundial, cuando las tropas aliadas estaban acantonadas en esos montes, entonces alejados de la capital y habitados sólo a medias, y que les sumerge poco a poco en la dramática historia privada de algunas familias de la época, rememorada por los ecos de los pocos habitantes de aquella zona que aún quedan con vida.
Un rompecabezas complicado para un atribulado Erlendur, que tiene que enfrentarse a sus propios fantasmas familiares cuando recibe una fugaz llamada de su problemática hija Eva Lind, a la que hace mucho que no ve y para la que nunca ha sido precisamente un modelo de padre, y que sólo tiene tiempo de pedirle auxilio antes de que se corte la comunicación.

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Pasó un buen rato hasta que salió de su ensimismamiento y exhaló un profundo suspiro.

– Tenía ocho años -le dijo a Eva Lind-. Dos años menos que yo.

Pensó en las palabras de la médium: no había sido culpa de nadie. Aquellas palabras tan simples venidas de la nada no le decían mucho. Había pasado toda su vida en aquella tormenta y el tiempo no había hecho sino volverla aún peor.

– Se me escapó de la mano -le dijo a Eva Lind.

Oyó el grito en la tormenta.

– No podíamos vernos -dijo-. Íbamos cogidos de la mano sin dejar espacio entre los dos pero no le podía ver por culpa de la nieve. Y luego se me escapó de la mano.

Calló.

– No te vayas. Tienes que sobrevivir y regresar, y volver a estar sana. Sé que tu vida no es un camino de rosas, y que la estás echando a perder como si no valiera nada. Como si tú no valieras nada. Pero no tienes razón al pensar eso. Y no puedes seguir pensando así.

Erlendur miró a su hija a la pálida luz de la lamparita de la mesilla de noche.

– Tenía ocho años. ¿Ya te lo he dicho? Un chico como cualquier otro, divertido y sonriente, y éramos amigos. Eso no es tan normal. En general siempre hay peleas. Discusiones, rivalidades, riñas. Pero no entre nosotros. Quizá por ser tan diferentes. La gente estaba encantada con él. Espontáneamente. Algunos son así. Yo no. Hay algo en ellos que rompe todas las defensas porque se presentan exactamente como son, no tienen nada que ocultar, no se esconden, son sólo ellos mismos, puros y directos. Esos chicos…

Erlendur calló.

– A veces tú me recuerdas a él. Tardé en verlo. Fue cuando viniste a verme después de tantos años. Hay algo en ti que me recuerda a él. Algo que estás destruyendo y por eso me duele ver cómo malgastas tu vida sin que yo pueda tener ningún tipo de influencia sobre ello. Estoy tan indefenso contigo como aquel día en medio de la tormenta de nieve, cuando me di cuenta de que se me escapaba. Íbamos cogidos de la mano y yo perdí la suya y me di cuenta cuando estaba ocurriendo y entonces supe que todo había terminado. Moriríamos los dos. Nuestras manos congeladas ya no podían ni agarrar. No sentí su mano excepto en el breve instante en que se me escapó.

Erlendur calló y miró al suelo.

– No sé si aquello fue la causa de todo. Yo tenía diez años y desde entonces siempre me he culpado a mí mismo. No consigo quitármelo de encima. No quiero quitármelo de encima. El sufrimiento es como un bunker para esa pena que no quiero perder. Quizá habría tenido que hacerlo mucho tiempo atrás, y aceptar la vida que se salvó y darle algún sentido. Pero no fue así, y difícilmente será así en el futuro. Todos llevamos nuestra cruz a cuestas. La mía no es quizá mayor que la de otros que han perdido a una persona amada, pero yo no puedo librarme de ella de ninguna forma.

»Algo se había apagado dentro de mí. Nunca volví a encontrarle, y sueño con él una y otra vez y sé que está allí todavía, en alguna parte, vagando bajo la nieve, solo y perdido y muerto de frío, hasta que cae al suelo en un sitio donde nadie le encuentra y nunca nadie le encontrará, y la tormenta se desploma sobre su espalda y en un momento la nieve lo cubre por completo y da lo mismo que le busque y le llame: no le encuentro y él no me oye y se me ha perdido para siempre en la tormenta de nieve.

Erlendur miró a Eva Lind.

– Fue como si se hubiera ido directamente al cielo. A mí me encontraron. A mí me encontraron y yo seguí viviendo y le perdí. No pude decirles nada. No pude decirles dónde estaba cuando le perdí. No podía ver ni delante de mis ojos por culpa de aquella maldita tormenta del demonio. Yo tenía diez años y estaba casi completamente congelado y no pude decir nada. Enviaron un equipo de búsqueda y recorrieron el páramo de la mañana a la noche, día tras día, con linternas, y le llamaron a gritos y metieron largos palos en la nieve e hicieron turnos y llevaron perros pero no se consiguió nada. Nunca.

»Nunca le encontraron.

»Y luego me encontré aquí al lado, en el pasillo, a una mujer que me reveló un mensaje del chico de la ventisca. Dijo que no pasó por mi culpa y no hay nada que temer. ¿Qué significará eso? Yo no creo en esas cosas, pero ¿qué debo pensar? Durante toda mi vida he sentido que era culpa mía, aunque sé perfectamente, y lo sé desde hace tiempo, que era demasiado pequeño para tener culpa alguna. Sin embargo, los remordimientos me torturan como un cáncer que acaba por llevarle a uno a la muerte.

«Porque el chico cuya mano se me escapó no era un chico normal y corriente.

«Porque el chico de la tormenta…

»… era mi hermano.

La madre cerró de un portazo el acceso al frío viento de otoño y en la penumbra de la cocina vio a Grímur sentado enfrente de Símon, junto a la mesa. No lo distinguía bien. No le había visto desde que se lo habían llevado, pero en el momento mismo en que sintió su presencia en la casa y volvió a verle en la oscuridad, el miedo se desplomó sobre ella como una losa. Llevaba esperando su regreso todo el otoño, pero no sabía exactamente cuándo le liberarían. Cuando vio a Tómas llegar corriendo a buscarla comprendió al instante lo que sucedía.

Símon no se atrevió a moverse pero, tieso como un palo, giró la cabeza hacia atrás y vio a su madre mirándole fijamente. Le había soltado la mano a Tómas, que fue corriendo hasta el pasillo, donde estaba Mikkelína. Vio el horror en los ojos de Símon.

Grímur estaba sentado en la silla de la cocina y no se movió un milímetro. Así transcurrieron unos instantes sin que se oyera nada más que el silbido del viento de otoño y la respiración de la madre, jadeante tras la carrera colina arriba. Su miedo a Grímur se había apaciguado desde la primavera, pero ahora brotaba de nuevo con toda su fuerza, y en un solo instante volvió a ser la misma que había sido siempre. Como si no hubiera sucedido nada mientras él no había estado. Sintió que se le iba la fuerza de las piernas, que el dolor del vientre crecía sin pausa, su gesto volvió a perder su gracia, levantó los hombros, se hizo tan pequeña como podía. Sumisa. Oculta. Preparada para lo peor.

Los niños vieron la transformación que se producía en ella en el umbral de la cocina.

– Símon y yo estábamos charlando -dijo Grímur, y volvió a poner el rostro bajo la luz, de modo que se viera la quemadura.

Los ojos de la madre aumentaron bruscamente de tamaño al ver su cara con aquella cicatriz roja como el fuego. Abrió la boca como si fuera a decir algo o a soltar un grito, pero no se oyó nada, y se quedó mirándole fijamente con gesto de incredulidad.

– ¿No te parece bonito? -dijo él.

Había algo extraño en Grímur. Algo que Símon no sabía del todo lo que era. Más seguridad en sí mismo. Más vanidad. Él era quien ostentaba el poder, aquello trascendía su presencia frente a la familia; siempre lo había ostentado, pero ahora era algo más, algo más peligroso, y Símon se puso a pensar en qué podía ser, cuando Grímur se levantó despacio de la mesa.

Fue hacia la madre.

– Símon me habló del soldado que venía por aquí a traer truchas y que se llamaba Dave.

La madre calló.

– Y fue un soldado llamado Dave el mismo que me hizo esto -dijo, señalando la cicatriz-. No puedo abrir el ojo del todo porque tuvo la sana ocurrencia de echarme encima el café. Primero lo calentó en una jarra hasta que estuvo tan caliente que necesitó un paño para cogerla, y pensando en que nos iba a servir café, me lo tiró directamente a la cara.

La madre apartó los ojos de Grímur y clavó la mirada en el suelo, sin moverse.

– Le hicieron pasar al cuarto donde yo estaba esposado con las manos a la espalda. Y todos sabían ya lo que pensaba hacerme.

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