Arnaldur Indriðason - Silencio Sepulcral

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El hallazgo de un esqueleto humano enterrado en una colina en las afueras de Reykjavik pone en una situación difícil al detective Erlendur y sus ayudantes: no sólo necesitan recurrir a un equipo de arqueólogos que empleará varios días para recuperarlo en buenas condiciones, sino que además éstos les advierten desde las primeras paladas de que no se trata de un cadáver reciente, y que probablemente puede corresponder a un enterramiento de unos sesenta años atrás. Desde que conocen este dato, y sin saber a ciencia cierta la identidad del enterrado, los investigadores se yen inmersos en la compleja reconstrucción de unos hechos ocurridos durante la Segunda Guerra Mundial, cuando las tropas aliadas estaban acantonadas en esos montes, entonces alejados de la capital y habitados sólo a medias, y que les sumerge poco a poco en la dramática historia privada de algunas familias de la época, rememorada por los ecos de los pocos habitantes de aquella zona que aún quedan con vida.
Un rompecabezas complicado para un atribulado Erlendur, que tiene que enfrentarse a sus propios fantasmas familiares cuando recibe una fugaz llamada de su problemática hija Eva Lind, a la que hace mucho que no ve y para la que nunca ha sido precisamente un modelo de padre, y que sólo tiene tiempo de pedirle auxilio antes de que se corte la comunicación.

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– Puede que sí -dijo Símon con prudencia.

– ¿Puede que sí? No estás seguro. ¿Cómo le llamas, Símon? Cuando hablas con él o quizá cuando te acaricia y te mima, ¿cómo le llamas entonces?

– Pero no me acaricia…

– ¿Cómo se llama?

– Dave -dijo Símon.

– ¡Dave! Muchas gracias, Símon.

Grímur se echó hacia atrás y desapareció de la luz. Su voz volvió a enronquecerse.

– Porque he oído decir que se tiraba a tu madre.

En ese momento se abrió la puerta y la madre entró con Tómas a rastras, y la fría corriente de aire que entró con ellos le provocó a Símon un escalofrío por la sudorosa espalda.

Capítulo 22

Erlendur llegó a la colina quince minutos después de hablar con Skarphédinn.

No llevaba su móvil. Si lo hubiera cogido habría llamado durante el camino a Skarphédinn para pedirle que retuviera a la mujer hasta que él llegara. Tenía que tratarse de la mujer que había visto el viejo Róbert en los groselleros: una mujer torcida y vestida de verde.

Había poco tráfico en Miklubraut y subió la ladera de Ártúnsbrekka tan rápido como podía correr su coche, y fue luego al este por la carretera de Vesturland y giró a la derecha por el desvío de la colina. Dejó el coche en el solar, a poca distancia de la excavación. Skarphédinn se estaba marchando del solar en su coche, pero se detuvo. Erlendur descendió del suyo y el arqueólogo abrió la ventanilla del vehículo.

– ¡Vaya, qué bien! ¿Por qué me colgaste de esa forma? ¿Pasa algo? ¡Qué cara traes!

– ¿Sigue la mujer aquí? -preguntó Erlendur.

– ¿La mujer?

Erlendur echó un vistazo hacia los arbustos y creyó ver un movimiento.

– ¿Es ella, esa que está allí? -preguntó entornando los ojos. No veía bien a tanta distancia-. La mujer vestida de verde. ¿Sigue allí?

– Sí, allí está -dijo Skarphédinn-. ¿A qué viene todo esto?

– Luego te lo diré -dijo Erlendur, marchándose.

La imagen de los groselleros se iba haciendo más nítida según se iba acercando a ellos, y la mancha verde tomó forma. Apresuró el paso como si temiera que la mujer se le escapara. Estaba al lado de los desnudos arbustos, asía una de las ramas y miraba hacia el norte, dirección al Esja; parecía sumergida en profundas cavilaciones.

– Buenas noches -dijo Erlendur cuando llegó a una distancia que le permitía hablarle.

La mujer se volvió hacia él. No se había percatado de su presencia hasta ese momento.

– Buenas noches -dijo.

– Bonita noche -dijo Erlendur por decir algo.

– La primavera era siempre la mejor estación del año aquí en la colina -dijo la mujer, esforzándose al hablar.

La cabeza se le movía y Erlendur tuvo la sensación de que tenía que concentrarse especialmente para pronunciar cada palabra. Las palabras no salían por sí solas.

Guardaba una mano en la manga del abrigo y no se le veía. Tenía un pie zambo que asomaba por debajo del largo abrigo verde, y se inclinaba a la izquierda como si tuviera torcida la columna. Probablemente andaría ya cerca de los ochenta, aunque su aspecto era robusto, y el cabello gris, espeso y abundante le llegaba hasta los hombros. El rostro era amigable y triste. Erlendur se percató de que no sólo movía la cabeza al hablar. Sus movimientos eran finos e involuntarios, como si tuviera un fuerte tic a intervalos regulares. Nunca parecía estar del todo quieta.

– ¿Eres de aquí, de la colina? -preguntó Erlendur.

– Y ahora, la ciudad ha llegado hasta aquí arriba -dijo ella sin responder a su pregunta-. Una nunca lo habría podido imaginar.

– Sí, la ciudad se está extendiendo por todas partes -dijo Erlendur.

– ¿Tú estás investigando los huesos? -preguntó la mujer de forma repentina.

– Sí -dijo Erlendur.

– Te vi en las noticias. A veces subo hasta aquí, sobre todo en primavera, como ahora. Por las tardes, cuando todo está en silencio y aún tenemos esta preciosa luz vespertina de primavera.

– El paisaje es muy bonito aquí arriba -dijo Erlendur-. ¿Eres de aquí, de la colina, o de los alrededores?

– En realidad pensaba ir a verte -dijo la mujer, que seguía sin responderle-. Pensaba ponerme en contacto contigo por la mañana. Pero es estupendo que seas tú quien me haya encontrado. Ya ha llegado el momento.

– ¿El momento de qué?

– De que sucediera todo esto.

– ¿El qué?

– Nosotros vivíamos aquí, junto a estos arbustos. La casa desapareció hace mucho tiempo. No sé lo que fue de ella. Se fue viniendo abajo con los años. Mi madre plantó los groselleros y hacía mermelada en otoño, pero no los quería sólo por la mermelada. Quería crear un lugar protegido y cultivar hierbas aromáticas y bonitas flores que se volvieran hacia el sur, siguiendo el sol; quería utilizar la casa de protección contra el viento del norte. Él no se lo permitió. Como hacía con todo.

Miró a Erlendur y su cabeza tembló al hablar.

– Me sacaban aquí a cuestas cuando hacía sol -dijo con una sonrisa-. Mis hermanos. A mí no había nada que me gustara más que sentarme fuera cuando brillaba el sol, y hasta chillaba de alegría cuando me traían al jardín. Y jugábamos. Ellos siempre estaban inventando nuevas formas de jugar conmigo, porque yo no me podía mover mucho. Por mi invalidez, que era mucho peor en aquella época. Intentaban hacerme participar en todo lo que hacían. Lo habían heredado de nuestra madre. Al principio los dos.

– ¿El qué?

– La bondad.

– Un anciano nos informó de que había visto a una mujer vestida de verde que venía de vez en cuando a la colina y se pasaba un rato donde los groselleros. Su descripción encaja contigo. Pensábamos que podía ser alguien de los que vivían en las casas de veraneo de por aquí.

– Así que ya sabéis de la casa.

– Sí, y sabemos de algunos inquilinos, pero no de todos. Creemos que aquí vivió una familia de cinco miembros durante los años de la guerra, que incluso podían estar sometidos a actos de violencia por parte del cabeza de familia. Tú has mencionado a tu madre y a tus dos hermanos, y tú eres la tercera criatura de la familia, lo que concuerda con la información que tenemos.

– ¿Habló de una mujer vestida de verde? -preguntó con una sonrisa.

– Sí. De la mujer verde.

– El verde es mi color. Lo ha sido siempre. No me recuerdo a mí misma con ningún otro color.

– ¿No se dice que la gente que es fiel al verde está muy unida a la tierra?

– Puede ser. -La mujer sonrió-. Yo estoy totalmente ligada a la tierra.

– ¿Conoces a esa familia?

– Nosotros vivíamos en la casa que había aquí.

– ¿Violencia doméstica?

La mujer miró a Erlendur.

– Sí, violencia doméstica.

– Eso fue…

– ¿Cómo te llamas? -interrumpió la mujer a Erlendur.

– Me llamo Erlendur -respondió él.

– ¿Tienes familia, Erlendur?

– No… bueno, sí, una especie de familia, creo.

– No estás seguro. ¿Te llevas bien con esa familia?

– Creo que…

Erlendur vaciló. No estaba preparado para esas preguntas y no sabía qué decir. ¿Había sido bueno con su familia? No mucho, pensó.

– Tal vez estés divorciado -dijo la mujer, pasando la vista por las raídas ropas de Erlendur.

– Así es -dijo él-. Iba a preguntarte… Creo que te he hecho una pregunta sobre violencia doméstica.

– Una palabra muy neutra para el asesinato de almas. Una palabra suave para quienes no saben lo que se esconde detrás de ella. ¿Sabes cómo es vivir con miedo constante durante toda la vida?

Erlendur calló.

– Vivir con el odio un día tras otro, nunca se acaba, da lo mismo lo que hagas, y nunca puedes hacer nada que cambie las cosas hasta que has perdido todo asomo de voluntad propia; no haces sino aguardar, con la esperanza de que la próxima paliza no sea tan terrible como las anteriores.

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