Arnaldur Indriðason - Silencio Sepulcral

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El hallazgo de un esqueleto humano enterrado en una colina en las afueras de Reykjavik pone en una situación difícil al detective Erlendur y sus ayudantes: no sólo necesitan recurrir a un equipo de arqueólogos que empleará varios días para recuperarlo en buenas condiciones, sino que además éstos les advierten desde las primeras paladas de que no se trata de un cadáver reciente, y que probablemente puede corresponder a un enterramiento de unos sesenta años atrás. Desde que conocen este dato, y sin saber a ciencia cierta la identidad del enterrado, los investigadores se yen inmersos en la compleja reconstrucción de unos hechos ocurridos durante la Segunda Guerra Mundial, cuando las tropas aliadas estaban acantonadas en esos montes, entonces alejados de la capital y habitados sólo a medias, y que les sumerge poco a poco en la dramática historia privada de algunas familias de la época, rememorada por los ecos de los pocos habitantes de aquella zona que aún quedan con vida.
Un rompecabezas complicado para un atribulado Erlendur, que tiene que enfrentarse a sus propios fantasmas familiares cuando recibe una fugaz llamada de su problemática hija Eva Lind, a la que hace mucho que no ve y para la que nunca ha sido precisamente un modelo de padre, y que sólo tiene tiempo de pedirle auxilio antes de que se corte la comunicación.

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– ¿Había una casa allí arriba en la colina, quizás una residencia de veraneo como ésta, aunque no se utilizara como tal? -preguntó Sigurdur Olí, que no estaba dispuesto a escuchar conferencias-. Hace unos cuarenta años, cuando viniste a vivir aquí.

– ¿Una residencia de veraneo que no se usó, qué…?

– Estaba aislada a este lado de Grafarholt -dijo Elinborg-. La construyeron después de la guerra. -Miró por la ventana de la sala-. Tienes que haberla visto desde esta sala.

– Recuerdo una casa allí, sin pintar y sin acabar. Desapareció hace tiempo. Probablemente era una casa de veraneo bastante decente, o debió de ser la intención; era más grande que la mía, aunque estaba en un estado totalmente ruinoso. Apenas se mantenía en pie. Las puertas habían desaparecido y los cristales estaban rotos. A veces subía hasta allí arriba, cuando aún me apetecía pescar en el Reynisvatn. Hace mucho que ya no me apetece.

– ¿Así que en esa casa no vivía nadie? -preguntó Sigurdur Óli.

– No, por entonces no había nadie en la casa. Nadie habría podido vivir allí. Estaba en ruinas.

– De modo que, por lo que tú sabes, allí no vivía nadie -repitió Elinborg-. ¿No recuerdas a nadie de esa casa?

– ¿Por qué tanto interés en esa casa?

– Hemos encontrado unos huesos humanos allí, en la ladera -dijo Sigurdur Óli-. ¿No lo has visto en los noticiarios?

– ¿Huesos humanos? No. ¿Los huesos son de alguien que vivió en esa casa?

– No lo sabemos. Todavía no conocemos la historia de la casa ni quiénes vivieron en ella -dijo Elinborg-. Sabemos quién era el propietario, pero falleció hace mucho tiempo y todavía no hemos encontrado a nadie que estuviera empadronado en esa casa. ¿Recuerdas que hubiera barracones militares de tiempos de la guerra, al otro lado de la colina? En el lado sur. Unos almacenes o algo parecido.

– Había barracones por toda la región -dijo el anciano-. De británicos y de canadienses. No recuerdo ninguno en la colina, pero eso sería antes de venir yo. Bastante antes de mi época. Tendríais que hablar con Róbert.

– ¿Róbert? -dijo Elinborg.

– Fue uno de los primeros que construyeron bungalows de veraneo aquí arriba, debajo de la colina. Si no ha muerto. Por lo que sé estaba en una residencia de ancianos. Róbert Sigurdsson. Si sigue con vida.

No había timbre en la gruesa puerta de roble, de modo que Erlendur la golpeó con la palma de la mano, esperando que los golpes se oyeran en el interior de la casa. Había pertenecido a Benjamín Knudsen, comerciante de Reykjavik, muerto en la década de 1970. Sus herederos fueron su hermano y su hermana, que se mudaron a la casa cuando falleció él. Los dos eran solteros pero la hermana había tenido una hija natural, que era médico y estaba soltera, por lo que pudo averiguar Erlendur, vivía en la planta baja y tenía alquilado el piso de arriba. Erlendur había hablado con ella por teléfono. Se habían citado al mediodía.

El estado de Eva Lind seguía siendo el mismo. Se había pasado un momento a verla antes de ir a trabajar y estuvo un buen rato sentado al lado de la cama, mirando los aparatos que indicaban sus constantes vitales, los tubos que le cubrían la boca y la nariz, y los que le perforaban las venas. No podía respirar por sí sola y se oía el ruido de succión de la bomba al subir y bajar. El electrocardiograma era estable. Al salir de la UCI habló con un médico que le dijo que no se habían producido cambios en el estado de Eva Lind. Erlendur preguntó si había algo que él pudiera hacer, y el médico le dijo que, aunque su hija estuviera en coma, tenía que hablar con ella todo lo posible. Permitirle que escuchara su voz. No era en absoluto inútil hablar con un enfermo que estuviera en condiciones semejantes. Les ayudaba a superar la crisis. Eva Lind no se le había ido todavía y él tenía que tratarla teniéndolo en cuenta.

La pesada puerta de roble se movió por fin y una mujer, de más o menos sesenta años de edad, le extendió la mano y se presentó. Elsa. Era delgada, con rostro afable, poco pintada y con pelo corto teñido de oscuro que dejaba libre el rostro; llevaba pantalones vaqueros y camisa blanca, y ni anillos, ni collares ni brazaletes. Lo invitó a pasar al salón y le ofreció asiento; una mujer decidida y segura.

– ¿Y qué clase de huesos creéis que son? -pregunto cuando él le expuso el asunto.

– No lo sabemos, pero una teoría es que tienen alguna relación con la residencia de verano que hubo allí cerca, una residencia de tu tío Benjamín. ¿Vivió allí mucho tiempo?

– Creo que nunca jamás estuvo en ese bungalow -dijo ella lentamente-. Fue una historia muy triste. Mamá siempre hablaba de lo guapo y lo listo que era y de cómo se enriqueció, hasta que perdió a su novia. Ella desapareció un día. Así, sin más. Estaba embarazada.

El recuerdo de su hija pobló la mente de Erlendur.

– Cayó en una depresión. Dejo de importarle la marcha de sus negocios o de sus propiedades y todo se le fue abajo, hasta que no le quedó nada más que esta casa. Murió en el momento oportuno, por así decir.

– ¿Cómo desapareció su novia?

– Pensaron que se había tirado al mar -dijo Elsa-. Eso es lo que oí decir.

– ¿Tenía una depresión?

– Nunca dijeron eso.

– ¿Y nunca la encontraron?

– No. Ella…

Elsa calló en mitad de la frase. De pronto fue como si comprendiera adónde quería llegar el policía, y lo miró fijamente, llena de desconfianza, y finalmente herida, molesta e irritada, todo al mismo tiempo. Su rostro enrojeció.

– No te creo.

– ¿Qué? -dijo Erlendur viendo cómo ella había cambiado de pronto, ante sus propios ojos, y se había vuelto tan hostil.

– Crees que se trata de ella. Que los huesos son suyos.

– Yo no creo nada. Es la primera vez que oigo hablar de esa mujer. No tenemos ni idea de quién pueda estar allá arriba. Es demasiado pronto para afirmar nada sobre quién pueda ser o quién no.

– Y entonces ¿a qué viene tanto interés por ella? ¿Qué sabes tú que yo no sepa?

– Nada -dijo Erlendur confuso-. ¿No se te ocurrió pensarlo cuando te hablé del hallazgo de huesos en ese lugar? Un tío tuyo tenía una casa allí al lado. Su amante desapareció. Encontramos unos huesos. No es difícil establecer una conexión.

– ¡Estás loco! ¿Estás insinuando…?

– No estoy insinuando absolutamente nada.

– ¿… que la mató él? ¿Que Benjamín asesinó a su amante y la enterró y no le dijo nada a nadie en todos estos años hasta que murió, destrozado como había estado desde aquel día?

Elsa se había puesto de pie y daba vueltas por la sala.

– Espera, yo no he dicho nada -suspiró Erlendur, pensando que habría podido mostrarse más discreto-. Absolutamente nada -insistió.

– ¿Crees que se trata de ella? ¿Que son suyos los huesos que encontrasteis? ¿Que es ella?

– Seguramente no -respondió Erlendur sin fundamento alguno para tal afirmación.

Quería calmar como fuera a aquella mujer. Había demostrado poco tacto. Había dado a entender algo sin base alguna, y lo lamentaba.

– ¿Sabes algo sobre la casa de veraneo? -dijo para intentar cambiar de tema-. Si vivió alguien en ella hace cincuenta o sesenta años; durante la guerra o poco después. No han encontrado el dato en una primera búsqueda en los archivos.

– Dios mío, tener que oír algo así -suspiró Elsa-. ¿Qué? ¿Qué decías?

– Podría ser que hubiera alquilado la casa -dijo Erlendur, hablando deprisa-. Tu tío. Había escasez de viviendas durante la guerra y después, los alquileres eran altos y se me ocurre que quizá se la hubiera podido ceder a alguien por una renta módica. O incluso podía haberla vendido. ¿Sabes algo al respecto?

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