Arnaldur Indriðason - Silencio Sepulcral

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El hallazgo de un esqueleto humano enterrado en una colina en las afueras de Reykjavik pone en una situación difícil al detective Erlendur y sus ayudantes: no sólo necesitan recurrir a un equipo de arqueólogos que empleará varios días para recuperarlo en buenas condiciones, sino que además éstos les advierten desde las primeras paladas de que no se trata de un cadáver reciente, y que probablemente puede corresponder a un enterramiento de unos sesenta años atrás. Desde que conocen este dato, y sin saber a ciencia cierta la identidad del enterrado, los investigadores se yen inmersos en la compleja reconstrucción de unos hechos ocurridos durante la Segunda Guerra Mundial, cuando las tropas aliadas estaban acantonadas en esos montes, entonces alejados de la capital y habitados sólo a medias, y que les sumerge poco a poco en la dramática historia privada de algunas familias de la época, rememorada por los ecos de los pocos habitantes de aquella zona que aún quedan con vida.
Un rompecabezas complicado para un atribulado Erlendur, que tiene que enfrentarse a sus propios fantasmas familiares cuando recibe una fugaz llamada de su problemática hija Eva Lind, a la que hace mucho que no ve y para la que nunca ha sido precisamente un modelo de padre, y que sólo tiene tiempo de pedirle auxilio antes de que se corte la comunicación.

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Entre medias de aquellos pensamientos sintió el profundo silencio que reinaba en su vida, la soledad a su alrededor, el peso de días sin color acumulándose en una cadena indestructible que se enroscaba en torno a él y lo oprimía y lo ahogaba.

Cuando el sueño empezó a apoderarse de él, su mente regresó a su infancia, cuando aparecía la luz tras la oscuridad de los meses invernales y la vida era inocente, sin temores ni preocupaciones. No sucedía con mucha frecuencia, pero en ocasiones se dedicaba a recordar la felicidad de aquellos tiempos, y entonces, por un instante, era como si se sintiera bien.

Pero sólo cuando podía olvidar la pérdida.

Se despertó sobresaltado de su profundo sueño cuando el teléfono llevaba sonando sin interrupción un buen rato, primero el móvil del bolsillo del abrigo, más tarde el fijo del viejo escritorio, uno de los pocos muebles de la sala.

– Tenías razón -dijo Elinborg cuando respondió por fin-. Oh, perdona, ¿te he despertado? Sólo son las diez -añadió con tono de disculpa.

– ¿Qué? ¿En qué tenía razón? -dijo Erlendur, aún medio dormido.

– Había un edificio en aquel lugar. Al lado de los árboles.

– ¿Los árboles?

– Los groselleros. Los arbustos. En Grafarholt. Lo construyeron en los años cuarenta y lo derribaron hacia 1980. Les pedí a los de Urbanismo que se pusieran en contacto conmigo en cuanto averiguaran algo y acabo de colgar: han estado toda la tarde trabajando y averiguaron eso.

– ¿Qué clase de edificio era? -preguntó Erlendur con cansancio-. ¿Una vivienda, una caballeriza, una perrera, un bungalow, un establo, un almacén, un barracón?

– Una vivienda -dijo Elinborg-. Una especie de casita de verano, o algo parecido.

– ¿Cómo?

– ¡Una casa de veraneo!

– ¿De cuándo?

– De poco antes de 1940.

– ¿Y quién es el dueño?

– Se llamaba Benjamín Knudsen. Comerciante.

– ¿Se llamaba?

– Falleció hace años.

Capítulo 8

Muchos de los propietarios de las casas del llano al norte de Grafarholt estaban enfrascados en sus tareas de primavera cuando Sigurdur Óli llegó a la colina en su coche buscando alguna entrada practicable. Le acompañaba Elinborg. Algunos arreglaban sus árboles y sus arbustos, otros extendían barnices protectores en sus residencias, otros reparaban vallas y había dos que tenían ensillados los caballos para irse a dar un paseo.

El sol estaba en su cenit y el tiempo era luminoso y sereno. Sigurdur Óli y Elinborg habían conversado con algunos propietarios sin haber sacado nada en limpio, y se dirigían a las casas más cercanas a la colina. No se daban ninguna prisa, con aquel tiempo tan bueno. Disfrutaban de estar fuera de la ciudad y pasear al sol y de charlar con los propietarios, extrañados por la visita de la policía a una hora tan temprana. Algunos conocían ya la noticia del hallazgo de huesos en la colina. Para otros era algo completamente nuevo.

– ¿Sobrevivirá, o…? -preguntó Sigurdur Óli cuando volvieron a entrar en el coche para dirigirse a la siguiente vivienda.

Habían empezado a hablar de Eva Lind al salir de la ciudad, y la conversación volvía a centrarse en la chica a intervalos regulares.

– No lo sé -respondió Elinborg-. Creo que nadie lo sabe. Pobre chica -dijo con un profundo suspiro-. Y él también -añadió-. Pobre Erlendur.

– No es más que una yonqui -dijo Sigurdur Óli con cara muy seria-. Está embarazada y se dedica a divertirse como si le fuera la vida en ello, y acaba matando al niño. Yo no puedo sentir compasión por ese tipo de personas. No soy capaz de sentir ni la más mínima compasión. No lo entiendo y nunca podré entenderlo.

– Nadie te pide que sientas compasión -replicó Elinborg.

– ¡Vaya! Siempre se habla de ellos como de esos pobrecitos. Los que yo he llegado a conocer… -Calló-. No puedo sentir compasión por esa gente -repitió-. Son unos miserables. Nada más. Unos miserables.

Elinborg suspiró.

– ¿Cómo se lleva eso de ser tan perfecto? Siempre vestido con tanta elegancia, tan bien afeitado y tan repeinado, con ese diploma americano, las uñas perfectamente cuidadas, sin otra preocupación en este mundo que comprarse ropa de moda… ¿Nunca te cansas de eso? ¿No te cansas de ti mismo?

– No -dijo Sigurdur Óli.

– ¿Qué tiene de malo mostrar a esa gente un mínimo de comprensión?

– Son unos miserables y lo sabes perfectamente. Aunque sea hija del viejo, eso no la hace mejor que los demás. Es igual que todos esos miserables que hay tumbados por la calle drogándose y que utilizan las terapias y los centros de desintoxicación como parada y fonda para volver a pincharse como locos, que es lo único que quieren, miserables. Vagabundear y meterse algo en el cuerpo.

– ¿Cómo te va con Bergthóra? -preguntó Elinborg, convencido de que no conseguiría hacerle cambiar de opinión lo más mínimo.

– Estupendamente -dijo Sigurdur Óli con voz cansina, deteniéndose en otra de las casas.

Bergthóra no lo dejaba en paz ni un momento. Quería estar haciendo el amor siempre, por las noches y por las mañanas y a mediodía, en todas las posiciones imaginables y en todos los lugares del piso, en la cocina, en el salón y hasta en el pequeño lavadero, tumbados y de pie. Y aunque al principio él estaba encantado, había empezado a notar ciertas señales de cansancio y empezaron a acuciarle las sospechas sobre las pretensiones de su compañera. No es que su vida sexual hasta entonces hubiera sido aburrida, en absoluto. Pero los deseos sexuales de su amiga no habían sido nunca tan fuertes, ni su pasión tan exagerada. Nunca habían hablado de niños en serio, aunque naturalmente su intención era tenerlos. Ya llevaban juntos tiempo suficiente. Ella tomaba la píldora pero él no podía apartar de su cabeza la idea de que quisiera atarlo con un niño. Aunque no tenía necesidad alguna de atarlo: él la quería mucho y no quería estar con ninguna otra. Pero las mujeres son impredecibles, pensaba. Con ellas nunca se sabe.

– Qué extraño que el padrón municipal no tenga los nombres de los que vivieron en esa casa, si es que vivió alguien -dijo Elinborg mientras salía del coche.

– Debe de haber un buen lío en el censo de esa época. Durante los años de la guerra y después hubo muchísima gente que se desplazó a Reykjavik, y se censaban en cualquier otro sitio hasta que acababan de instalarse. Y además creo que se perdieron algunos padrones municipales. Parece que en esa oficina todos andan algo mal de la cabeza. El hombre con quien hablé dijo que no podía encontrarlo así, a todo correr.

– Quizá no vivió nadie allí.

– La gente no tiene por qué haber pasado allí mucho tiempo. Incluso podían estar empadronados en otro sitio, no cambiar la dirección. A lo mejor se quedaron unos años en la colina, a lo mejor unos meses, durante la crisis de la vivienda, y luego se instalaron en los barracones del ejército al acabar la guerra. La gente de los barracones. ¿Qué te parece mi teoría?

– A la medida de un hombre con abrigo Burberry.

El propietario de la vivienda los recibió en la puerta, un hombre de edad avanzada, flaco y de movimientos rígidos, cabello escaso y blanco, vestido con una camisa de color azul claro que dejaba ver una camiseta de manga corta por debajo, unos pantalones de pana grises y unas zapatillas de deporte bastante nuevas. Los invitó a entrar y, a la vista de todos los trastos que había allí dentro, Elinborg pensó que a lo mejor vivía allí todo el año. Se lo preguntó.

– Así puede decirse, en realidad -respondió el hombre, que se sentó en un sillón y les indicó que se acomodaran en unas sillas de comedor que había en medio de la habitación-. Empecé a vivir aquí hace cuarenta años y trasladé todas mis cosas en mi Lada hace cinco, creo recordar. O a lo mejor hace seis. Lo confundo todo. Ya no tenía ganas de seguir viviendo en Reykjavik. Una ciudad aburridísima, y…

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