Arnaldur Indriðason - Silencio Sepulcral

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El hallazgo de un esqueleto humano enterrado en una colina en las afueras de Reykjavik pone en una situación difícil al detective Erlendur y sus ayudantes: no sólo necesitan recurrir a un equipo de arqueólogos que empleará varios días para recuperarlo en buenas condiciones, sino que además éstos les advierten desde las primeras paladas de que no se trata de un cadáver reciente, y que probablemente puede corresponder a un enterramiento de unos sesenta años atrás. Desde que conocen este dato, y sin saber a ciencia cierta la identidad del enterrado, los investigadores se yen inmersos en la compleja reconstrucción de unos hechos ocurridos durante la Segunda Guerra Mundial, cuando las tropas aliadas estaban acantonadas en esos montes, entonces alejados de la capital y habitados sólo a medias, y que les sumerge poco a poco en la dramática historia privada de algunas familias de la época, rememorada por los ecos de los pocos habitantes de aquella zona que aún quedan con vida.
Un rompecabezas complicado para un atribulado Erlendur, que tiene que enfrentarse a sus propios fantasmas familiares cuando recibe una fugaz llamada de su problemática hija Eva Lind, a la que hace mucho que no ve y para la que nunca ha sido precisamente un modelo de padre, y que sólo tiene tiempo de pedirle auxilio antes de que se corte la comunicación.

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– En 1941. Pudo tratarse de un almacén de intendencia. O eso creía Skarphédinn, por lo menos. Habría que mirar si hubo casitas de veraneo en la colina y los alrededores, y alguna desaparición relacionada con ellas, ya fuera historia o sospecha. Tenemos que hablar con la gente de los bungalows de las proximidades.

– Es un trabajo enorme sólo por unos huesos viejos -dijo Elinborg con fastidio, dando una patada en el suelo y levantando polvo-. ¿Y qué estás haciendo tú? -preguntó en tono de reproche.

– Nada divertido -dijo Erlendur, y cortó la comunicación.

Había llamado a Emergencias al ver que no lograba que Eva volviera en sí, caída en el suelo de la vieja maternidad. Encontró el pulso débil y la cubrió con su abrigo e intentó atenderla lo mejor que supo, aunque no se atrevió a moverla. Antes de que pudiera darse cuenta, allí estaba la misma ambulancia que había acudido a Tryggvagata, y el mismo médico a bordo. Alzaron cuidadosamente a Eva Lind sobre una camilla que introdujeron en el vehículo y él recorrió en su coche a toda velocidad el breve trecho que quedaba hasta la admisión de Urgencias.

La llevaron directamente a quirófano, donde permaneció casi toda la noche. Erlendur paseó arriba y abajo por una pequeña sala de espera en la zona quirúrgica, pensando en si avisar a Halldóra. Le daba reparo telefonearla otra vez. Finalmente encontró una solución. Despertó a Sindri Snaer y le contó lo que le pasaba a su hermana y le pidió que se pusiera en contacto con Halldóra, para que fuera al hospital. No conversaron mucho. Sindri no pensaba ir a la ciudad por el momento. No creía que lo sucedido fuera causa suficiente para irse de viaje. La conversación telefónica se apagó.

Erlendur fumaba un cigarrillo tras otro debajo del cartel que informaba de que fumar estaba terminantemente prohibido, hasta que un cirujano a quien una mascarilla le cubría el rostro pasó por allí y lo regañó. Su móvil sonó cuando el médico acababa de pasar. Era Sindri, con un recado de Halldóra: no estaría mal que, por una vez, fuera Erlendur quien se encargara.

Volvió a entrar en la UCI ataviado con una fina bata de papel verde y una mascarilla en el rostro. Eva Lind estaba acostada en una cama grande, conectada a toda clase de aparatos e instrumentos de los que Erlendur no conocía ni el nombre ni la función, y la nariz y la boca cubiertas por una mascarilla de oxígeno. Permaneció a los pies de la cama mirando a su hija. Estaba en coma. Aún no había vuelto en sí. Por su semblante se extendía una serenidad que Erlendur no había visto nunca. Una quietud que no conocía. Allí tumbada, los rasgos de su rostro se dibujaban con más fuerza, los bordes eran más marcados, la mandíbula le tensaba la piel y tenía los ojos hundidos en sus órbitas.

El cirujano que había intervenido a Eva Lind fue a hablar con él aquella misma mañana. Su estado no era nada bueno. No habían conseguido salvar el feto y no era seguro que Eva pudiera sobrevivir.

– Está en muy malas condiciones -dijo el médico, un hombre alto y apuesto de unos cuarenta años.

– Ya -dijo Erlendur.

– Una prolongada desnutrición y drogadicción. Hay pocas probabilidades de que el niño hubiera llegado a nacer sano, de modo que quizás…, aunque naturalmente no sea nada bonito decirlo…

– Comprendo -dijo Erlendur.

– ¿Nunca pensó en la posibilidad de un aborto? En casos como éstos, es…

– Quería tener el niño -afirmó Erlendur-. Pensaba que la ayudaría y yo estuve de acuerdo. Intentó dejarlo. Por una parte Eva Lind quiere liberarse de ese infierno. Es una parte diminuta que a veces sale a la luz y quiere acabar con esto… Pero por regla general la que está al mando es otra Eva completamente distinta. Más cruel e inhumana. Una Eva a la que no consigo entender. Una Eva que busca la destrucción. Que busca este infierno.

Erlendur se dio cuenta de que estaba hablando con un hombre al que no conocía de nada, y calló.

– Comprendo que sea difícil para unos padres tener que enfrentarse a esto -dijo el médico.

– ¿Qué sucedió?

– Desprendimiento de placenta. Hemorragias internas masivas derivadas de la rotura del saco amniótico, además de los efectos tóxicos que aún tenemos que analizar. Ha perdido mucha sangre y no hemos conseguido que recobre el conocimiento. No tiene por qué significar nada especial. Está extraordinariamente débil.

Los dos callaron.

– ¿Te has puesto en contacto con tu familia? -preguntó el médico-. Para que puedan acompañarte, o…

– No tengo familia -dijo Erlendur-. Su madre y yo estamos divorciados. Le he informado, así como al hermano de Eva. Trabaja en otra ciudad. No sé si su madre vendrá al hospital. Está ya más que harta. Ha tenido las cosas muy difíciles siempre.

– Comprendo.

– Lo dudo -atajó Erlendur-. Ni yo mismo lo comprendo.

Sacó del bolsillo de su abrigo varias bolsitas de plástico y cajitas de pastillas y se las mostró al médico.

– Puede ser que haya tomado algo de esto -dijo.

El médico cogió las drogas y las examinó.

– ¿Éxtasis?

– Eso parece.

– Ésa es una explicación, desde luego. Encontramos toda clase de sustancias en sangre.

Erlendur se rebulló inquieto. El médico y él permanecieron en silencio durante un rato.

– ¿Sabes quién es el padre? -preguntó el médico.

– No.

– ¿Crees que ella lo sabrá?

Erlendur miró al médico y se encogió de hombros en señal de rendición. Y volvieron a quedarse en silencio.

– ¿Morirá? -preguntó finalmente Erlendur, al cabo de un rato.

– No lo sé -dijo el médico-. Esperemos que no.

Erlendur vaciló antes de plantear su pregunta. Había estado luchando con ella, pese a lo horrible que era, sin llegar a conclusión alguna. No estaba seguro de hacerla. Finalmente se lanzó.

– ¿Puedo verlo? -preguntó.

– ¿Verlo? ¿Te refieres a…?

– ¿Puedo ver el feto? ¿Es posible ver al niño?

El médico miró a Erlendur sin un gesto de asombro, sino más bien de comprensión. Asintió con la cabeza y le pidió que lo acompañara. Entraron al corredor y luego a una salita donde no había nadie. El médico apretó un botón y unas lámparas fluorescentes destellaron en el techo hasta derramar su claridad azulada sobre la sala. Fue hacia una fría mesa metálica y levantó una pequeña sábana; apareció el niño sin vida.

Erlendur lo miró y le acarició la mejilla con un dedo.

Era una niña.

– ¿Despertará mi hija del coma?, ¿puedes decírmelo?

– No lo sé -dijo el médico-. Es imposible decirlo. Tendría que desearlo ella misma. Todo depende de eso.

– Pobre niña -musitó Erlendur.

– Dicen que el tiempo cura todas las heridas -sentenció el médico creyendo que Erlendur estaba a punto de echarse a llorar-. Eso puede aplicarse tanto al cuerpo como al alma.

– El tiempo -dijo Erlendur, que volvió a cubrir a la niña con la sábana- no cura ninguna herida.

Capítulo 7

Permaneció sentado a la cabecera de su hija hasta las seis. Halldóra no apareció. Sindri Snaer mantuvo su palabra y no fue a la capital. No había nadie más. El estado de Eva Lind era el mismo. Erlendur no había dormido ni comido desde el día anterior, y se encontraba agotado. Se mantuvo en contacto telefónico con Elinborg durante todo el día, y decidió que se vería con Sigurdur Óli y con ella en la comisaría. Acarició la mejilla de su hija y la besó en la frente antes de marcharse.

No comentó lo sucedido al reunirse con Sigurdur Óli y Elinborg aquella tarde. Ellos se habían enterado por los rumores de la comisaría de lo que le había sucedido a su hija, pero no se atrevieron a preguntar cómo seguía.

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