Dos días más tarde, Erlendur ya pudo levantarse. Estaba al lado de su padre, se sentía solo y asustado. Le había asaltado un extraño remordimiento cuando empezó a recuperarse y a recobrar las fuerzas. ¿Por qué él? ¿Por qué él y no su hermano? Y si no le hubieran encontrado a él, ¿quizás habrían podido encontrar a su hermano? Ardía en deseos de preguntárselo a su padre y preguntarle por qué no había participado en la búsqueda. Pero no preguntó nada. Se limitó a mirarlo, a mirar los profundos surcos de su rostro, los pelos de su barba y los ojos negros de dolor.
Así transcurrió largo rato, sin que su padre le prestara atención alguna. Erlendur puso su mano sobre la suya y le preguntó si tenía él la culpa. De que su hermano hubiera desaparecido. Porque no lo había sujetado con la suficiente fuerza, y porque habría debido vigilarlo mejor, y habría debido tenerlo junto a él cuando lo encontraron. Preguntó en voz baja y vacilante, y no pudo impedir los sollozos. Su padre dejó caer la cabeza. Sus ojos se llenaron de lágrimas y abrazó a Erlendur con fuerza, y él también rompió a llorar, hasta que aquel cuerpo enorme, imponente, tembló y se agitó en los brazos de su hijo.
Todo esto pasó por la mente de Erlendur hasta que oyó de nuevo los chirridos del disco. No se había permitido aquellos pensamientos en largo tiempo, pero de pronto sus recuerdos se cernieron sobre él y sintió de nuevo aquel profundo dolor, un dolor que jamás sería olvidado ni enterrado.
Tal era la fuerza del niño del coro.
En la mesilla de noche sonó el teléfono del hotel. Erlendur levantó la aguja del tocadiscos y lo apagó. Era Valgerdur. Dijo que Henry Wapshott no estaba en su habitación. Cuando pidió que lo llamaran y lo buscaran por el hotel, no lo encontraron por ningún sitio.
– Me dijo que esperaría para la prueba -dijo Erlendur-. ¿Se habrá marchado ya del hotel? Tengo entendido que había reservado plaza para el vuelo de esta noche.
– Eso no lo he comprobado -dijo Valgerdur-. No puedo seguir esperando mucho más, y…
– No, claro, perdona -dijo Erlendur-. Te lo enviaré en cuanto lo encuentre. Perdona.
– No pasa nada; me voy, pues.
Erlendur vaciló. No sabía qué decir, pero tampoco quería despedirse de ella tan pronto. El silencio se prolongó y de pronto sonaron unos golpecitos en la puerta de su habitación. Pensó que sería Eva Lind, que venía a visitarlo.
– Me encantaría volverte a ver -dijo-, pero lo comprenderé perfectamente si no te apetece.
Volvieron a llamar a la puerta, esta vez con más fuerza.
– Me gustaría contarte la verdad de lo que hay detrás de esas historias de gente que se pierde en la montaña -dijo Erlendur-. Si te apetece oírlo.
– ¿Qué quieres decir?
– ¿Te parece bien?
Ni él mismo sabía exactamente lo que quería decir. Por qué motivo quería contarle a aquella mujer algo que no le había contado a nadie, salvo a su propia hija. Por qué no lo dejaba estar y continuaba su vida sin molestar a nadie con aquella historia, ni ahora ni en ningún otro momento.
Valgerdur tardaba en responder, y llamaron a la puerta por tercera vez. Erlendur dejó el auricular y abrió la puerta sin mirar quién era su visitante, imaginó que no podía ser sino Eva Lind. Cuando volvió a coger el auricular, Valgerdur ya no estaba.
– Hola -dijo-. Hola. -No hubo respuesta.
Colgó el teléfono y se volvió. En la habitación había un hombre al que no había visto nunca. Era de baja estatura, vestido con un grueso abrigo de invierno de color azul oscuro, bufanda y una gorra azul en la cabeza. Brillaban perlas de agua sobre la gorra y el abrigo de la nieve al derretirse. Tenía el rostro bastante grueso, con labios carnosos y unas bolsas rojizas inmensas bajo unos ojos pequeños y de aspecto cansino. Le recordó a Erlendur las fotos del poeta W. H. Auden. Una gotita le colgaba de la nariz.
– ¿Eres Erlendur? -preguntó.
– Sí.
– Me dijeron que viniera a este hotel a hablar contigo -dijo el hombre, que se quitó la gorra y la sacudió ligeramente contra el abrigo. Se secó la gota de la nariz.
– ¿Quién te dijo eso? -preguntó Erlendur.
– Dijo llamarse Marión Briem. No sé quién es. Dijo que estaba investigando el caso de Gudlaugur Egilsson y hablando con quienes lo conocieron entonces y ahora. Yo soy uno de los que lo conocieron en el pasado, y Marión me encargó que hablara contigo.
– ¿Y tú quién eres? -Erlendur tuvo la vaga sensación de que reconocía aquel rostro, pero no conseguía recordar por qué.
– Mi nombre es Gabriel Hermannsson, y en otros tiempos fui director del Coro Infantil de Hafharfjórdur -dijo el hombre-. ¿Puedo sentarme en la cama? Todos esos pasillos largos…
– ¿Gabriel? Ah claro. Sí, por favor. Siéntate. -El hombre se desabotonó el abrigo y se aflojó la bufanda. Erlendur cogió la funda del segundo disco de Gudlaugur y observó la foto del Coro Infantil de Hafnarfjórdur. El director del coro miraba a la cámara con gesto alegre-. ¿Eres este? -le preguntó, entregando la funda al visitante.
El hombre miró la funda y asintió con un movimiento de cabeza.
– ¿Dónde lo conseguiste? Hace decenios que es imposible encontrar esos discos. Yo perdí los míos por una estúpida insensatez. Se los presté a alguien. Nunca hay que prestar nada.
– Era de él -respondió Erlendur.
– Aquí no tenía más de, a ver, más de veintiocho años -dijo Gabriel-. Cuando tomaron la foto. Es increíble, cómo pasa el tiempo.
– ¿Qué te dijo Marión?
– No mucho. Le expliqué que había conocido a Gudlaugur y me dijo que tenía que hablar contigo. Tenía que venir a Reikiavik por un asunto y decidí aprovechar la oportunidad.
Gabriel dudó un momento.
– No distinguí demasiado bien la voz -continuó-, y estaba dándole vueltas a si era un hombre o una mujer. ¿Marión? ¿Qué clase de nombre es ese? Me pareció estúpido preguntárselo, pero no llegué a ninguna conclusión. En general, se nota por la voz. ¿Es un nombre de mujer o de hombre? La persona en cuestión parecía ser de mi misma edad o algo mayor, aunque no se lo pregunté. Curioso nombre, Marión Briem.
Erlendur notó en su voz auténtica curiosidad, casi urgencia por saberlo, como si ello tuviera una gran importancia para aquel hombre.
– Pues yo nunca lo he pensado -repuso Erlendur-. Lo del nombre. Marión Briem. He estado escuchando este disco -dijo, señalando la funda-. Canta de una forma espléndida, eso es innegable. Teniendo en cuenta lo pequeño que era el chico.
– Gudlaugur fue quizá el mejor escolano que tuvimos en bastante tiempo -dijo Gabriel, mirando la funda-. Pensándolo bien…
Creo que no llegamos a saber bien lo que teníamos entre manos hasta mucho más tarde, incluso hasta hace muy pocos años, casi hasta ahora mismo.
– ¿Cuándo lo conociste?
– Me lo trajo su padre. Por entonces, la familia vivía en Hafnarfjordur, y creo que sigue viviendo allí. La madre murió poco después, y él se dedicó en cuerpo y alma a la educación de sus hijos, Gudlaugur y una chica algo mayor que él. El hombre sabía que yo acababa de volver de estudiar música en el extranjero. Me dedicaba a la enseñanza de música, tanto impartiendo clases particulares como en la Escuela Primaria de Hafnarfjórdur y en otros sitios más. Me nombraron director cuando se decidió crear un coro infantil. Había sobre todo niñas, como siempre, y buscábamos especialmente niños, y un día apareció en mi casa Gudlaugur, acompañado de su padre. Tenía diez años y esa voz maravillosa. Esa voz preciosa. Y sabía cantar. Enseguida me di cuenta de que el padre se mostraba demasiado exigente con el muchacho, y era muy estricto con él. Me dijo que había sido él quien le enseñó todo lo que sabía de canto. Más tarde me enteré de que incluso llegaba a ser tiránico, lo castigaba, lo obligaba a quedarse en casa cuando quería salir a jugar. Creo que el chico no recibió una buena educación, porque probablemente estaba obligado a satisfacer unas exigencias injustas y no le permitían el trato con sus amigos, excepto en forma muy limitada. Era el clásico ejemplo de lo que sucede cuando los padres tienen todo el poder sobre los hijos y quieren que sean exactamente como desean. Creo que la infancia de Gudlaugur no fue excesivamente feliz.
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