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Nicci French: Un amor dulce y peligroso

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Nicci French Un amor dulce y peligroso

Un amor dulce y peligroso: краткое содержание, описание и аннотация

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Alice Loudon tiene veintitantos años, se lleva de maravilla con su pareja y comparten un grupo de amigos muy enrollados. Pero una mañana cualquiera, al cruzar la calle en pleno centro de Londres, su mirada se clava en la de Adam Tallis, un famoso escalador que salvó a varias personas en una accidentada expedición al Himalaya. A partir de ese instante, es como si Alice viviese en un sueño permanente. Convencida de haber encontrado el amor de su vida, se entrega a una aventura erótica que lo justifica todo. Sin embargo, a medida que el amor de Adam se vuelve una obsesión posesiva, Alice comienza a darse cuenta de lo poco que conoce de verdad a ese hombre que le ha hecho perder la cabeza y, sobre todo, de lo difícil que será romper esta extraña relación

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Pero entonces, como si se hubiera obrado un milagro, el miedo desapareció y dejó paso a una especie de curiosidad, como si me hubiera convertido en una espectadora de mi propia tragedia. Dicen que la gente que muere ahogada ve pasar ante sus ojos un resumen de su vida. En aquellos segundos, mientras esperaba, mi mente me regaló una serie de imágenes del tiempo que había pasado con Adam; un tiempo muy breve que aun así había borrado todo lo que había ocurrido antes. Lo vi como si fuera otra persona la que observaba: nuestra primera mirada, en una calle muy transitada; nuestro primer polvo, tan febril que ahora parecía casi cómico; lo feliz que me sentía el día de nuestra boda, tan feliz que quería morirme. Entonces vi a Adam con la mano levantada; Adam enarbolando un cinturón; Adam rodeándome el cuello con las manos. Todas aquellas imágenes conducían al momento actual, y al momento inmediatamente posterior, cuando vería a Adam asesinándome. Pero ya no tenía miedo; estaba casi tranquila. Hacía mucho tiempo que no estaba tranquila.

Lo oí cruzar la habitación. Pasó por delante de la puerta de la cocina. Fue hacia el cuarto de baño, donde se oía el agua de la ducha. Cogí la llave nueva con el pulgar y el índice, preparada para introducirla en la cerradura, y tensé todos los músculos del cuerpo, dispuesta a correr.

– Alice -lo oí llamar-. Alice.

Ahora. Salí corriendo de la cocina, crucé el salón y abrí la puerta del apartamento.

– ¡Alice!

Allí estaba, caminando hacia mí a grandes zancadas, con un ramo de flores amarillas apretado contra el pecho. Vi su cara, su hermosa cara de asesino.

Cerré la puerta, introduje la gruesa llave en la cerradura y la hice girar, frenética. Por favor, por favor. El pestillo se cerró; saqué la llave y me precipité ciegamente hacia la escalera. Oí a Adam golpear la puerta. Era fuerte, lo bastante fuerte para derribarla. Ya lo había hecho en una ocasión, cuando fingió que habían entrado en el apartamento para matar a Sherpa.

Bajé los escalones de dos en dos. Iba tan atolondrada que me fallaron las rodillas y me torcí el tobillo. Pero Adam no me seguía. Los golpes fueron haciéndose más débiles. La cerradura nueva aguantaba, de momento. Si salía con vida de aquello, sería una amarga satisfacción saber que Adam se había puesto a sí mismo una trampa al derribar la puerta para matar a nuestro gato.

Llegué al pie de la escalera y eché a correr hacia la calle principal, y no giré la cabeza para ver si Adam me seguía hasta que llegué a la esquina. ¿Era aquel que veía a lo lejos, corriendo hacia mí? Me lancé a cruzar la calle, pasando entre los coches, sorteando una bicicleta. Vi el rostro enojado del ciclista, que tuvo que desviarse para esquivarme. Notaba un fuerte dolor en el costado, pero no aminoré el paso. Si Adam me alcanzaba, gritaría con todas mis fuerzas, pero la gente me tomaría por loca. La gente no se mete en las peleas conyugales. Me pareció oír a alguien que gritaba mi nombre, pero quizá solo fuera mi imaginación.

Sabía adonde iba. Estaba cerca. Sólo me quedaban unos metros. Ojalá llegara a tiempo. Vi la luz azul, una furgoneta aparcada delante. Reuní mis últimas energías, me lancé por la puerta y me paré bruscamente, sin mucha elegancia, ante el mostrador de recepción, desde donde me contemplaba un policía de rostro aburrido.

Cogió su bolígrafo y me preguntó:

– ¿Y bien?

Rompí a reír.

TREINTA Y OCHO

Sentada en un pasillo, esperaba y observaba. Lo veía todo como si mirara por el otro extremo de un telescopio. Iba y venía gente con uniforme y sin él, y sonaban teléfonos. No sé si tenía una idea desproporcionada de lo que encontraría en una comisaría del centro de Londres; no sé si esperaba ver cómo entraban a empujones a chulos, prostitutas y delincuentes y les tomaban las huellas dactilares, ni si me imaginaba que me meterían en una sala de interrogatorios con un espejo falso, donde un poli bueno y un poli malo se turnarían para acribillarme a preguntas. Lo que no esperaba era quedarme tanto rato sentada en una silla de plástico en un pasillo, como si hubiera acudido a urgencias con una herida que no era lo suficientemente grave para que me atendieran rápidamente.

En circunstancias normales me habrían intrigado aquellos atisbos de los dramas de otras personas, pero en aquellos momentos no estaba para eso. Me preguntaba qué estaría pensando y haciendo Adam. Tenía que preparar un plan. Estaba convencida de que la persona con la que tuviera que hablar me tomaría por loca y me haría salir al aterrador mundo que había más allá del mostrador de la entrada, a enfrentarme a lo que me esperaba allí fuera. Tenía la desagradable sospecha de que acusar a mi marido de siete asesinatos era siete veces menos convincente que acusarlo sólo de uno, lo cual ya podía parecer bastante inverosímil.

Lo que más anhelaba era que una figura paterna o materna me dijera que me creía, que en adelante se encargaría de todo, y que mis problemas habían terminado. Sin embargo, no había ninguna posibilidad de que eso ocurriera. Tenía que hacerme con el control de la situación. Recordé un día, cuando era adolescente, en que fui a una fiesta y llegué a casa borracha, y quise hacer una imitación del comportamiento de una persona sobria. Pero me esforcé tanto en rodear el sofá y las butacas sin tropezar con ellos, parecía tan exageradamente sobria, que mi madre me preguntó al instante qué me pasaba. Además, seguramente apestaba a alcohol. En esta ocasión necesitaba hacerlo mejor. Necesitaba convencerlos. Al fin y al cabo, había logrado convencer a Greg, aunque no me había servido de mucho. No era imprescindible que los convenciera del todo; bastaba con intrigarlos lo suficiente para que creyeran que quizá hubiera algo que investigar. No podía volver a la calle, al mundo donde me estaba esperando Adam.

Por primera vez desde hacía muchos años, sentía una intensa necesidad de estar con mis padres; pero no tal como eran en el presente, mayores e inseguros, aferrados a su desaprobación y obstinadamente ciegos a la amargura y el terror que había en el mundo. No, yo los quería como los veía cuando era pequeña, antes de aprender a desconfiar de ellos: unos personajes altos y sólidos que me decían lo que estaba bien y lo que estaba mal, que me protegían y me guiaban. Recordé a mi madre cosiendo los botones de las camisas, sentada en la gran butaca junto a la ventana, y lo eficiente y tranquilizadora que yo la encontraba. Recordé a mi padre trinchando el asado un domingo, cómo iba cortando delgados filetes rosados de buey. Me veía sentada entre ellos, creciendo bajo su protección. ¿Qué había hecho aquella niña sensata, con aparatos de ortodoncia y calcetines cortos, para acabar en esa comisaría de policía, muerta de miedo? Quería volver a ser aquella niña, y que alguien me rescatara.

La agente de policía que se había ocupado de mí regresó con un hombre de mediana edad que llevaba una camisa arremangada. Parecía una colegiala que volvía con un profesor exasperado. Me imaginé que habría recorrido la oficina buscando a alguien que no estuviera hablando por teléfono ni rellenando formularios, y que aquel individuo había accedido a salir un momento al pasillo, a ser posible para echarme de allí. El policía me miró desde arriba, y yo no supe si tenía que levantarme. Se parecía un poco a mi padre, y ese parecido hizo que se me llenaran los ojos de lágrimas. Parpadeé varias veces para contener las lágrimas. Tenía que conservar la calma.

– Señora…

– Loudon -dije-. Alice Loudon.

– Tengo entendido que quiere dar parte de algo.

– Sí -confirmé.

– ¿Y bien?

Miré alrededor.

– ¿Tenemos que hablar aquí?

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