Nicci French - Un amor dulce y peligroso

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Alice Loudon tiene veintitantos años, se lleva de maravilla con su pareja y comparten un grupo de amigos muy enrollados. Pero una mañana cualquiera, al cruzar la calle en pleno centro de Londres, su mirada se clava en la de Adam Tallis, un famoso escalador que salvó a varias personas en una accidentada expedición al Himalaya. A partir de ese instante, es como si Alice viviese en un sueño permanente. Convencida de haber encontrado el amor de su vida, se entrega a una aventura erótica que lo justifica todo. Sin embargo, a medida que el amor de Adam se vuelve una obsesión posesiva, Alice comienza a darse cuenta de lo poco que conoce de verdad a ese hombre que le ha hecho perder la cabeza y, sobre todo, de lo difícil que será romper esta extraña relación

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El rostro de Greg denotaba una profunda melancolía.

– Yo no estaba en mi mejor momento, la verdad: Era Pete Papworth, ¿no? Lo encontraron pidiendo ayuda, pobre hombre. La ayuda que yo no fui capaz de ofrecerle.

– No -dije-. Ése fue el error de Klaus. No era Papworth, sino Tomas Benn.

– Ah, bueno -dijo Greg-. No me extraña que se equivocara. Estábamos todos muy aturdidos.

– ¿Y cuál era la principal característica de Benn?

– Era un pésimo alpinista.

– No, no me refiero a eso. Tú mismo me lo dijiste: no hablaba ni una sola palabra de inglés.

– ¿Y qué?

– «Help. Help. Help.» Eso fue lo que le oyeron decir antes de morir, cuando estaba entrando en coma. Eligió un momento muy peculiar para empezar a hablar en inglés.

Greg se encogió de hombros.

– Quizá lo dijo en alemán.

– En alemán, «ayuda» se dice «Hilfe». No se parecen mucho.

– Quizá fuera otro quien lo dijo.

– No fue nadie más. El artículo de la revista cita a tres personas diferentes que repitieron sus últimas palabras. Dos norteamericanos y un australiano.

– Entonces ¿por qué dijeron que le habían oído pronunciar esa palabra?

– Porque eso era lo que se esperaba que Benn dijera. Pero yo no creo que dijera eso.

– ¿Qué crees que dijo?

Me volví. Adam seguía dentro de la casa. Le hice señas con la mano y le sonreí.

– Creo que dijo «gelb».

– ¿«Gelb»? ¿Qué demonios es eso?

– Es «amarillo» en alemán.

– ¿Amarillo? ¿Y qué sentido tiene que gritara «amarillo» mientras se moría? ¿Tenía alucinaciones?

– No. Creo que estaba cavilando sobre el problema que lo había matado.

– ¿Qué quieres decir?

– El color de la cuerda que el grupo había seguido para bajar por la cresta Géminis. Por el lado equivocado de la cresta Géminis. Una cuerda amarilla.

Greg empezó a decir algo, pero se interrumpió. Vi cómo meditaba sobre lo que yo acababa de decir.

– Pero si la cuerda que bajaba de la cresta Géminis era azul. Era mi cuerda. Bajaron por el lado equivocado de la cresta porque la cuerda se soltó. Porque yo no la había asegurado bien.

– Me parece que no -lo contradije -. Me parece que las dos estaquillas de la parte superior de la cuerda se soltaron porque las arrancaron. Y creo que Françoise, Peter, Carrie, Tomas y el otro… ¿cómo se llamaba?

– Alexis -murmuró Greg.

– Bajaron por el lado equivocado de la cresta porque una cuerda los guió por ese camino. Una cuerda amarilla.

Greg estaba perplejo.

– ¿Cómo es posible que hubiera una cuerda amarilla allí?

– Porque alguien la puso para guiar a los alpinistas por una dirección equivocada.

– Pero ¿quién la puso?

Una vez más alcé los ojos hacia la ventana. Adam nos miró y luego volvió a mirar a la mujer con la que estaba hablando.

– Pudo ser un error -dijo Greg.

– No pudo ser un error -dije yo lentamente.

Hubo un largo, larguísimo silencio. Greg me miró de hito en hito, y luego desvió la vista. De repente se sentó en el césped húmedo, con la espalda apoyada en un arbusto que se dobló hacia atrás y nos roció de agua a los dos. Greg se puso a temblar y a llorar desconsoladamente.

– Greg -susurré, alarmada-. Contrólate.

No paraba de llorar.

– No puedo. No puedo -repetía.

Me agaché junto a él, lo sujeté por los hombros y lo zarandeé.

– Greg, Greg. -Lo ayudé a levantarse. Tenía la cara colorada y manchada de lágrimas-. Tienes que ayudarme, Greg. No tengo a nadie. Estoy sola.

– No puedo. No puedo. Hijo de puta. No puedo. ¿Dónde está mi vaso?

– Se te ha caído.

– Necesito beber algo.

– No.

– Necesito una copa.

Greg cruzó el jardín dando traspiés y entró en la casa.

Esperé un momento, respirando hondo para tranquilizarme. Estaba hiperventilando. Tardé unos minutos en recuperarme. Ahora tenía que volver adentro y hacer como si nada. Al entrar en la cocina de la planta baja, oí un terrible estruendo, y luego gritos procedentes del piso de arriba, y cristales rotos. Subí la escalera a toda prisa. En el salón había una riña, y reinaba la confusión. Vi varios muebles volcados, una cortina caída. Se oían gritos. Al principio ni siquiera pude distinguir quién participaba en la pelea, y entonces vi cómo apartaban a Greg de alguien. De Adam, que se agarraba la cara. Corrí hacia él.

– Hijo de puta -gritaba Greg-. Hijo de puta.

Salió corriendo de la habitación, fuera de sí. La puerta de la calle se cerró de golpe. Se había marchado.

Nadie podía creer lo que había ocurrido. Adam tenía un profundo arañazo en la mejilla, y se le empezaba a hinchar un ojo. Me miraba.

– ¡Adam! -Corrí junto a él.

– ¿Qué demonios ha pasado? -preguntó alguien. Era Deborah-. Alice, tú estabas hablando con él. ¿Qué mosca le ha picado?

Miré alrededor, a los amigos, colegas, camaradas de Adam; todos me observaban expectantes, asombrados, furiosos por aquella repentina agresión. Me encogí de hombros y dije:

– Estaba borracho. Debe de haberse derrumbado. De repente lo ha entendido. -Y, dirigiéndome de nuevo a Adam, añadí-: Deja que te limpie esa herida, cariño.

TREINTA Y SEIS

La piscina era como aquellas a las que iba yo cuando era pequeña: un cubículo frío y húmedo con azulejos verdes, una piscina alargada con tiritas y bolas de pelo navegando por el fondo, letreros que prohibían correr, zambullirse, fumar y besarse; viejas banderitas colgadas bajo los temblorosos fluorescentes. En el vestuario había mujeres de todos los tamaños y formas. Parecía el dibujo de un libro infantil que ilustrara las diferencias humanas: traseros con hoyuelos y pechos venosos y colgantes; tórax delgados y hombros huesudos. Me miré en el espejo desazogado y volví a asustarme del mal aspecto que tenía. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? Me puse el gorro y las gafas, tan apretadas que parecía que se me fueran a salir los ojos, y salí del vestidor. Me había propuesto hacer cincuenta largos.

Hacía meses que no nadaba. Tanto si nadaba braza como si nadaba crol, notaba las piernas muy pesadas. Me dolía el pecho. El agua se colaba en las gafas y me escocían los ojos. Un individuo que nadaba de espaldas me golpeó en la barriga y me gritó. Contaba mientras nadaba, y contemplaba el agua de color turquesa. Era muy aburrido: arriba y abajo, arriba y abajo. Ahora me acordaba de por qué lo había dejado, la última vez. Pero, después de unos veinte largos, empecé a encontrar un ritmo que me tranquilizaba y, en lugar de resoplar o contar, me puse a pensar. A pensar con calma, lentamente, y no frenéticamente como antes. Sabía que corría un grave peligro y que nadie me iba a ayudar. Greg era el único que podía haberme ayudado; ahora estaba sola. Seguí nadando, y empezaron a dolerme los músculos de los brazos.

Parecía absurdo, y sin embargo casi me sentía aliviada. Estaba sola, y por primera vez en varios meses volvía a sentirme yo misma. Después de tanta pasión, tanta rabia y tanto terror, después de aquella vertiginosa pérdida de control, estaba lúcida, como si acabara de despertar de un sueño febril. Volvía a ser Alice Loudon. Me había perdido, pero había encontrado el camino de regreso. Cuarenta y dos, cuarenta y tres, cuarenta y cuatro. Mientras hacía largos de piscina, esquivando a los nadadores que nadaban crol, ideé un plan. Los nudos que tenía en los hombros se fueron relajando.

En el vestuario me sequé rápidamente, me puse la ropa intentando no mojarla en el suelo encharcado, y por último me maquillé un poco delante del espejo. A mi lado había una mujer que también se estaba poniendo perfilador de ojos y rímel. Nos sonreímos: dos mujeres armándose para salir al mundo exterior. Me sequé el cabello con un secador y me lo recogí de modo que no quedara ni un solo mechón suelto. En cuanto pudiera me lo cortaría, para cambiar de imagen. A Adam le encantaba mi cabello; a veces hundía la cara en él como si se estuviera ahogando. Aquella oscuridad arrasadora y subyugante parecía muy lejana ya. Iría a la peluquería y me lo cortaría mucho, para no tener que cargar con todo aquel peso voluptuoso.

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