Nicci French - Un amor dulce y peligroso

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Alice Loudon tiene veintitantos años, se lleva de maravilla con su pareja y comparten un grupo de amigos muy enrollados. Pero una mañana cualquiera, al cruzar la calle en pleno centro de Londres, su mirada se clava en la de Adam Tallis, un famoso escalador que salvó a varias personas en una accidentada expedición al Himalaya. A partir de ese instante, es como si Alice viviese en un sueño permanente. Convencida de haber encontrado el amor de su vida, se entrega a una aventura erótica que lo justifica todo. Sin embargo, a medida que el amor de Adam se vuelve una obsesión posesiva, Alice comienza a darse cuenta de lo poco que conoce de verdad a ese hombre que le ha hecho perder la cabeza y, sobre todo, de lo difícil que será romper esta extraña relación

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– Así pues -concluí-, la única explicación posible es que Adam lo organizó todo deliberadamente para que el grupo de Françoise bajara por el lado equivocado de la cresta Géminis.

Byrne sonrió abiertamente.

– ¿«Gelb»? ¿Así es como se dice amarillo en alemán?

– Sí -confirmé.

– No está mal -dijo el inspector-. Hay que reconocer que no está nada mal.

– Entonces ¿me cree?

Byrne se encogió de hombros.

– No sé qué decirle. Es posible. Pero quizá lo oyeran mal. O quizá gritó «Help», verdaderamente.

– Pero ya le he explicado por qué no puede ser.

– No importa. Eso es asunto de las autoridades de Nepal, o de donde sea.

– Ya, pero no se trata de eso. Yo he descubierto un patrón de conducta. ¿No cree usted que, teniendo en cuenta lo que le he contado, vale la pena investigar los otros dos asesinatos?

Me pareció que Byrne se sentía acorralado; guardó silencio mientras reflexionaba sobre lo que yo le había contado y decidía qué contestarme. Me sujeté a la mesa, como si estuviera a punto de caerme.

– No -dijo finalmente. Quise protestar, pero el inspector agregó-: Señora Loudon, no me negará que le he hecho el favor de escuchar lo que usted quería contarme. Lo único que puedo decirle es que, si quiere seguir adelante con esto, se dirija a las autoridades competentes. Pero, a menos que tenga algo más concreto que ofrecerles, no creo que ellos puedan ayudarla.

– No importa -dije con voz monótona, desprovista de toda emoción. Y era la verdad: ya no importaba. No podía hacer nada más.

– ¿Qué quiere decir?

– Ahora Adam ya lo sabe todo. Ésta era mi última oportunidad. Tiene usted razón, desde luego. No tengo ninguna prueba. Sólo lo sé. Porque conozco a Adam. -Iba a levantarme, a despedirme y marcharme, pero tuve un impulso; me incliné hacia delante y le cogí la mano a Byrne. Él se sorprendió-. ¿Cuál es su nombre de pila?

– Bob -me contestó, incómodo.

– Si en las próximas semanas se entera de que me he suicidado, o de que me ha atropellado un tren, o de que me he ahogado, habrá muchos testimonios de que últimamente me he comportado de forma extraña, y será fácil deducir que me he suicidado en un momento de trastorno mental transitorio, o que sufría una crisis nerviosa y podía tener un accidente en cualquier momento. Pero no será verdad. Yo quiero seguir viva. ¿De acuerdo?

Byrne retiró discretamente su mano de la mía.

– No le va a pasar nada -dijo-. Hable con su marido. Seguro que podrán aclarar las cosas.

– Pero si…

Entonces nos interrumpieron. Un agente uniformado llamó a Byrne; hablaron en voz baja, mirándome de vez en cuando. Byrne asintió con la cabeza, y el agente volvió por donde había llegado. El inspector se sentó de nuevo a la mesa y me miró con expresión solemne.

– Su marido está en la entrada.

– Claro -dije amargamente.

– No -aclaró él con delicadeza-, no es lo que usted cree. Ha venido con un médico. Quiere ayudarla.

– ¿Con un médico?

– Tengo entendido que últimamente ha estado usted sometida a una fuerte presión. Se ha comportado de forma irracional. Creo que se hizo pasar por periodista, o algo así. ¿Podemos hacerlos pasar?

– No me importa -dije.

Había perdido. ¿Qué sentido tenía seguir luchando? Byrne descolgó el auricular del teléfono.

* * *

El médico resultó ser Deborah. Adam y ella, altos y bronceados, parecían una aparición cuando entraron en la sórdida oficina, llena de pálidos y mediocres detectives y secretarias. Al verme, Deborah esbozó una sonrisa vacilante, pero yo no le sonreí.

– Hola, Alice -me dijo-. Hemos venido a ayudarte. Todo irá bien. -Le hizo una seña a Adam y, dirigiéndose a Byrne, preguntó-: ¿Es usted el oficial responsable?

Byrne puso cara de estar confundido, y respondió:

– Soy la persona con quien tienen que hablar.

Deborah hablaba en un tono sereno, como si Byrne también fuera uno de sus pacientes.

– Soy médica de cabecera y, de acuerdo con la sección cuatro de la Ley de Salud Mental del ochenta y tres, voy a hacer una intervención de emergencia para hacerme cargo de Alice Loudon. He hablado con el señor Tallis, su marido, y estoy convencida de que necesita ingresar urgentemente en un hospital y someterse a un examen médico, por su propia seguridad.

– ¿Me vais a meter en un manicomio? -pregunté.

Deborah bajó la mirada, casi furtivamente, hacia una libreta que tenía en la mano.

– No se trata de eso -dijo-. No tienes que planteártelo así. Sólo queremos lo mejor para ti.

Miré a Adam. La expresión de su rostro era blanda, casi cariñosa.

– Alice, cariño -se limitó a decir.

Byrne estaba un tanto incómodo.

– Todo esto es un poco exagerado, pero… -dijo.

– Es una actuación médica -replicó Deborah con firmeza-. De todos modos, el que tiene que valorar la situación es el psiquiatra. Entretanto, le agradecería que entregara a Alice Loudon a la custodia de su marido.

Adam estiró el brazo y me acarició suavemente la mejilla.

– Cariño -dijo.

Lo miré. Sus azules ojos me miraron, relucientes como el cielo. Llevaba el largo cabello alborotado. Tenía la boca ligeramente abierta, como si estuviera a punto de decir algo, o de besarme. Me llevé una mano al cuello y toqué el collar que me había regalado a los pocos días de conocernos. Era como si estuviéramos solos en aquella oficina, como si todo lo demás fueran sólo imágenes borrosas y ruido. Quizá me equivocara. De pronto la tentación de entregarme a aquellas personas que me querían de verdad y dejar que se ocuparan de mí se hizo casi irresistible.

– Lo siento -dije con un hilo de voz, casi sin darme cuenta.

Adam se agachó y me tomó en sus brazos. Olí su sudor, y noté la aspereza de su mejilla contra la mía.

– El amor es muy extraño -dije-. ¿Cómo se puede matar a alguien que se quiere?

– Alice, cariño -repuso él, con sus labios pegados a mi oreja, con una mano en mi cabello-, ¿no te prometí que siempre cuidaría de ti? Para siempre.

Me abrazó con fuerza, y me sentí maravillosamente. Para siempre. Así era como yo creía que iba a ser. Quizá todavía pudiera serlo. Quizá podíamos hacer retroceder el reloj, fingir que él no había matado a nadie y que yo no me había enterado. Noté las lágrimas resbalando por mis mejillas. Una promesa: cuidar de mí para siempre. Un momento y una promesa. ¿Dónde había oído yo antes aquellas palabras? Una idea vaga me rondaba la mente, y de pronto tomó forma y la vi. Me aparté de Adam y me quedé mirándolo.

– Ya lo sé -dije.

Miré alrededor. Byrne, Deborah y Adam estaban perplejos. ¿Pensarían ahora que, verdaderamente, me había vuelto completamente loca? No me importaba. Volvía a controlar la situación, a pensar con claridad. No era yo la que estaba loca.

– Sé dónde está. Sé dónde enterró Adam el cadáver de Adele Blanchard.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Byrne.

Miré a Adam y él me sostuvo la mirada sin vacilar. Metí la mano en el bolsillo de mi abrigo y busqué mi monedero. Lo abrí y extraje un billete del metro, unos recibos, unos billetes de moneda extranjera… Allí estaba: la fotografía que me había hecho Adam en el momento de pedirme que me casara con él. Le entregué la fotografía a Byrne, que la cogió y la miró, desconcertado.

– Tenga cuidado -le previne-, es la única copia que tengo. Adele está enterrada ahí.

Miré de nuevo a Adam. Ni siquiera entonces rehuyó mis ojos, pero yo sabía que estaba pensando. Ése era su gran talento: el don de hacer cálculos en plena crisis. ¿Qué tramaba ahora aquella hermosa cabecita?

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