Nicci French - Un amor dulce y peligroso

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Alice Loudon tiene veintitantos años, se lleva de maravilla con su pareja y comparten un grupo de amigos muy enrollados. Pero una mañana cualquiera, al cruzar la calle en pleno centro de Londres, su mirada se clava en la de Adam Tallis, un famoso escalador que salvó a varias personas en una accidentada expedición al Himalaya. A partir de ese instante, es como si Alice viviese en un sueño permanente. Convencida de haber encontrado el amor de su vida, se entrega a una aventura erótica que lo justifica todo. Sin embargo, a medida que el amor de Adam se vuelve una obsesión posesiva, Alice comienza a darse cuenta de lo poco que conoce de verdad a ese hombre que le ha hecho perder la cabeza y, sobre todo, de lo difícil que será romper esta extraña relación

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Ella frunció el entrecejo, pensativa, y luego dijo:

– Podríamos estar cavando una semana. Ya hemos cavado donde usted nos ha indicado, y no hemos encontrado nada. Ya hay suficiente.

– Por favor -insistí. Se me quebraba la voz-. Por favor. -Me jugaba la vida.

La detective Paget exhaló un hondo suspiro.

– De acuerdo -concedió. Miró su reloj y añadió-: Veinte minutos, ni uno más.

Hizo una seña y los hombres cogieron de nuevo las palas, murmurando burlas y gruñendo. Me aparté un poco, me senté y me puse a contemplar el valle. El viento rizaba la hierba, como si fuera el mar.

De pronto oí un murmullo a mis espaldas. Corrí hacia allí. Los hombres habían dejado de cavar y estaban arrodillados junto al hoyo, apartando la tierra con las manos. Me agaché a su lado. La tierra se había vuelto más oscura, y vi una mano que sobresalía, sólo los huesos, como si nos hiciera señas para que nos acercáramos.

– ¡Es ella! -grité -. ¡Es Adele! ¿Lo ven? ¿No lo ven?

Me puse a escarbar, frenética, aunque apenas veía. Quería abrazar aquellos huesos, coger con mis manos aquella cabeza, aquel horrendo cráneo que empezaba a aparecer, meter los dedos por las cuencas vacías de los ojos.

– No toque nada -dijo la detective Paget, y tiró de mí hacia atrás.

– ¡Es ella! -grité-. Es ella. Tenía razón. Es ella.

A mí iba a pasarme lo mismo, quise añadir. Si no la hubiéramos encontrado, me habría pasado lo mismo.

– Es una prueba, señora Tallis -dijo ella con severidad.

– Es Adele -repetí-. Es Adele. Adam la asesinó.

– No sabemos quién es -me corrigió ella -. Tendremos que examinar el cadáver para identificarlo.

Miré el brazo, la mano, la cabeza que sobresalían de la tierra. Toda la tensión que había soportado se desvaneció, y me sentí tremendamente cansada, tremendamente triste.

– Pobrecilla -murmuré-. Pobre mujer. Dios mío. Dios mío.

La agente Paget me ofreció un pañuelo de papel, y me di cuenta de que estaba llorando.

– Tiene algo alrededor del cuello, detective -señaló el joven delgado.

Me llevé una mano al cuello.

El joven levantó un cordón ennegrecido, y dijo:

– Creo que es un collar.

– Sí -confirmé -. Sí, se lo regaló él.

Todos se dieron la vuelta y me miraron, y esta vez con mucha atención.

– Miren. -Me quité el collar con la reluciente espiral de plata, y lo coloqué junto a su ennegrecido duplicado -. Me lo regaló Adam. Era una prueba de su amor eterno. -Toqué la espiral de plata-. Seguro que el suyo también tiene esto.

– Tiene razón -dijo la detective Paget.

La otra espiral estaba negra y tenía tierra adherida, pero era inconfundible. Hubo un largo silencio. Todos me miraron, y yo miré el hoyo donde yacía el cadáver de Adele.

– ¿Cómo ha dicho que se llamaba? -preguntó la detective Paget finalmente.

– Adele Blanchard. -Tragué saliva-. Era amante de Adam. Y creo… -Rompí a llorar otra vez, pero esta vez no lloraba por mí, sino por Adele, por Tara y por Françoise-. Creo que era una buena mujer. Una joven encantadora. Lo siento, lo siento mucho. -Me tapé la cara con las manos, llenas de barro, y las lágrimas se colaban entre mis dedos.

La agente Mayer me puso un brazo sobre los hombros.

– La acompañaremos a su casa.

Pero ¿dónde estaba ahora mi casa?

* * *

El inspector Byrne y otra agente insistieron en acompañarme al apartamento, aunque les dije que Adam no estaría allí y que sólo quería recoger mi ropa y marcharme. Dijeron que de todos modos tenían que comprobarlo, aunque ya habían llamado por teléfono y no habían encontrado a Adam. Tenían que localizar al señor Tallis.

Yo no sabía adónde ir, pero eso no se lo dije. Después tendría que hacer declaraciones, rellenar formularios y firmarlos por triplicado, hablar con abogados. Tendría que enfrentarme a mi pasado y afrontar mi futuro, intentar salir de los escombros después de la catástrofe. Pero todavía no. En esos momentos avanzaba lentamente, como atontada, e intentaba poner las palabras en el orden correcto, hasta que me dejaran sola en algún sitio y pudiera dormir. Estaba tan cansada que habría podido dormirme de pie.

El inspector Byrne subió conmigo la escalera, hasta el apartamento. La puerta colgaba de los goznes; Adam la había derribado. Me temblaban las rodillas, pero Byrne me sujetó por el codo y entramos, seguidos por la otra agente.

– No puedo -dije, deteniéndome bruscamente en el recibidor-. No puedo. No puedo entrar. No puedo. No puedo. No puedo, de verdad.

– No hace falta que entre. -El inspector se dirigió a la agente-: Coja algo de ropa limpia, por favor.

– Mi bolso -dije-. En realidad sólo necesito mi bolso. Tengo el dinero allí. No quiero nada más.

– Y su bolso.

– Está en el salón -dije. Me pareció que iba a vomitar.

– ¿Tiene usted familia? -me preguntó el inspector mientras esperábamos.

– No lo sé -contesté con un hilo de voz.

– ¿Puedo hablar un momento con usted, señor?

Era la agente, que había salido al rellano y nos miraba con expresión grave. Pasaba algo.

– ¿Qué…?

– Señor.

Entonces lo comprendí. Lo supe instintivamente.

Antes de que pudieran impedírmelo, yo ya me había precipitado hacia el salón. Adam estaba allí, girando muy lentamente, colgado de la cuerda. Vi que había utilizado un trozo de cuerda de escalar. Cuerda de escalar amarilla. Había una silla caída a su lado. Iba descalzo. Toqué suavemente el pie que tenía mutilado, y luego lo besé, como había hecho la primera vez. Estaba muy frío. Llevaba sus vaqueros viejos y una camiseta desteñida. Miré su cara, hinchada y deformada.

– Me habrías matado -dije mirándolo fijamente.

– Señora Loudon… -dijo el inspector Byrne.

– Me habría matado -expliqué, sin apartar los ojos de Adam, mi gran amor-. Lo habría hecho.

– Venga conmigo, señora Loudon. Todo ha terminado.

Adam había dejado una nota. No era una confesión, ni una explicación. Era una carta de amor.

Querida Alice:

Te adoré en cuanto te vi. Fuiste mi mejor y mi último amor. Lamento que haya tenido que acabar. Toda la vida no habría sido suficiente.

CUARENTA

Una noche, semanas más tarde, después de la conmoción, después del funeral, llamaron a la puerta. Era Deborah, más guapa que de costumbre, con falda y chaqueta oscuras, con cara de cansada tras una jornada en el hospital. Nos miramos sin sonreír.

– Ya sé que debí llamarte antes -dijo ella al fin.

Me aparté y ella subió la escalera delante de mí.

– Te he traído dos cosas -dijo-. Esto. -Sacó una botella de whisky escocés de una bolsa de plástico-. Y esto. -Desdobló una hoja de periódico y me la dio. Era una nota necrológica de Adam. La había escrito Klaus para un periódico que yo no solía comprar-. Pensé que te gustaría verla.

– Pasa -dije.

Cogí la botella de whisky, un par de vasos y el recorte de periódico, y nos sentamos en el salón. Serví el whisky. Deborah, como buena norteamericana, fue a la cocina a buscar hielo. Leí la nota necrológica.

El artículo, escrito a cuatro columnas, incluía una fotografía de Adam que yo no había visto nunca: quemado por el sol, sin gorro, en una montaña, sonriendo a la cámara. Yo casi nunca lo había visto sonreír, ni con aire despreocupado. Siempre me lo imaginaba serio, concentrado. Detrás tenía una cordillera de montañas que parecían olas del mar en un grabado japonés, atrapadas en un momento de perfección. Eso era lo que siempre me había costado entender. Cuando uno veía fotografías tomadas en la cima de una montaña, todo parecía claro y hermoso. Pero lo que ellos me habían contado (Deborah, Greg, Klaus y Adam, por supuesto) era que lo más impresionante de la experiencia real de estar allí arriba era precisamente lo que no podía captar la cámara: el frío glacial, la dificultad para respirar, el viento que amenazaba con levantarlo a uno y arrastrarlo, el ruido, la lentitud y la pesadez del cerebro y el cuerpo, y sobre todo la sensación de hostilidad, de que aquel mundo al que se ascendía no estaba hecho para los humanos, y la conciencia de que quizá uno no sobreviviera al ataque de los elementos ni a su propia degeneración física y psicológica. Me quedé mirando la cara de Adam y me pregunté a quién le estaría sonriendo. Oí el tintineo de los cubitos de hielo en la cocina. Al principio, cuando lo leí por encima, el texto de Klaus me produjo dolor. Por una parte, era un homenaje personal a su amigo, pero también intentaba cumplir con la obligación profesional del periodista. Después lo leí detenidamente:

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