Emma Darcy - Gritos del alma

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¿Quién era ella?
La mujer destacaba entre la multitud, y Jim Neilson, sintiendo una gran atracción sexual, se acercó a ella.
¿Quién era él?
¿Quedaban huellas del joven Jaime, su compañero de juegos en el valle, del niño que había conocido tan bien y amado tanto?
Si ella pudiera llegar hasta el niño vulnerable que existía en el interior del hombre, ¿sería posible que reapareciera el Jaime que recordaba? ¿O todo lo que cabía esperar era una sola noche en los brazos de Jim? Tal vez de esa manera podría olvidar a Jaime de una vez para siempre…

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– No sabes cómo siento que las cosas hayan Salido tan mal, tía Em. Debes estar muy desilusionada.

– No te aflijas, querida -respondió bondadosamente-. Habría sido una alegría estar más cerca de Tom, pero me siento feliz compartiendo la vida con Martin. Y tampoco será un sufrimiento para Tom puesto que no sabía nada sobre la subasta.

Beth deseé poder ver el lado bueno de las cosas, como lo hacía la tía Em. Había caído en un profundo abatimiento después de encerrarse en la habitación del hotel la noche anterior.

– Tienes razón, tía.

– ¿Te encuentras bien, Beth? -preguntó escrutando su rostro con preocupación.

– Sobreviviré -dijo con una sonrisa apesadumbrada.

La mujer mayor asintió, solidaria.

– No es fácil desprenderse de algo. Y yo que esperaba… Bueno, no importa.

Beth sabía lo qué su tía había esperado: que su sobrina encontrara lo que buscaba junto a Jamie. Quizá la separación de Gerald y el impulso de ir a ver a Jim, habían alentado sus esperanzas. Habría sido algo muy hermoso en todos los aspectos.

– Bueno, al menos se aclararon las cosas. Ya vendrán tiempos mejores, ¿no crees? -dijo Beth en tono más ligero.

– Claro que sí -convino su tía-. Pensar en términos positivos es la mejor manera de vivir.

Cuando el pequeño Mazda llegó a la terminal nacional, se produjo una triste sensación de despedida.

– Cuídate mucho, Beth. Y cuida a tu padre.

– Lo haré.

Se abrazaron y besaron. Con el equipaje en la mano, Beth hizo una seña de adiós a su tía y se dirigió a la sala de espera. Los días pasados habían quedado atrás definitivamente. Iba de viaje a otro tiempo y a otro lugar.

Durante el vuelo, Beth intentó pensar en el futuro. Contaba con los medios para trasladarse con su padre a otro sitio, pero, ¿adónde? La expectativa de comprar la vieja granja de la familia le había impedido pensar en otras opciones. Había deseado darle una gran sorpresa a su padre. Probablemente lo más sensato sería discutir el futuro con él, tratando de despertar su interés por algo nuevo.

Tampoco importaba dónde estuvieran. Lo único que necesitaba para escribir eran un ordenador personal y una impresora. La imaginación siempre iba con ella. Afortunadamente no había restricciones en ese aspecto. Con Gerald fuera de su vida, nada la ataba a Melbourne.

Siempre le faltó tiempo para cultivar buenas amistades, porque tuvo que cuidar de sus hermanos, asistir a una escuela nocturna, y estudiar en sus ratos libres. Y más tarde su círculo social se había limitado a los amigos de Gerald. Tenía conciencia de haber vivido mucho tiempo encerrada en sí misma.

Tal vez fue la sensación de aislamiento lo que despertó en ella la necesidad de tener a Jamie a su lado, sin considerar los años que habían pasado.

Al percatarse de que el avión aterrizaba en Tullamarme, apartó de su cabeza esos tristes pensamientos. Al poco rato se dirigía al aparcamiento del aeropuerto en busca de su coche. Tardó muy poco en llegar a la casa donde había vivido con su familia durante quince años. Tan pronto como había abierto la puerta y entraba en el vestíbulo, oyó la voz de su padre.

– ¿Eres tú, Beth?

– Sí, papá. En casa sana y salva -contestó, cerrando la puerta.

Para su sorpresa, apareció al final del corredor dándole la bienvenida. Su cara estaba radiante de placer. Beth pensó que realmente debió haberla echado de menos.

– Deja ahí tu equipaje, yo lo recogeré más tarde. Tenemos una visita -dijo riendo-. Nunca adivinarás quién ha venido.

Sea quien fuere la visita realmente le había levantado el ánimo. ¿Habría venido su hermana Kate de Londres?

Se apresuró por el corredor y todavía sonriendo, entró en la sala recorriéndola con la mirada.

¿Jim Neilson?

El corazón se le paralizó; sintió que las fuerzas la abandonaban. Algo decía su padre, pero sus palabras le llegaban como un zumbido. Lo único que su mente registraba era la presencia de Jim Neilson de pie junto a la mesa, en la sala de estar de su casa.

Jovialmente, su padre le pasó un brazo sobre los hombros evitando que se cayera. Respiró profundamente, concentrándose en lo que decía.

– Tendrás que perdonarla, Jim. La sorpresa la ha dejado sin habla. No es para menos después de todos estos años -dijo muy contento. Estaba claro que Jim no le había contado nada sobre el encuentro en Sidney.

Se adelantó con las manos extendidas, una radiante sonrisa, los ojos oscuros imponiéndole silencio y complicidad en el engaño. Incluso iba vestido de una manera muy convencional: pantalón azul marino, un jersey del mismo color, y camisa blanca con cuello.

– Beth -dijo con honda emoción-. Te has convertido en una mujer tan hermosa que me dejas sin aliento.

Ella le dirigió una mirada que debería haberle pulverizado, pero él continuó aproximándose.

Jim Neilson tuvo el descaro de tomarle las manos, los dedos acariciando sus palmas, lo que hizo que su piel hormigueara. Tenía que ser de repulsión.

– Tu padre me ha hablado mucho de ti -dijo con admiración, los ojos clavados en los de ella, con desafiante intensidad-. Me contó que te habías hecho cargo de tus hermanos apenas con dieciséis años, llevando todo el peso de la casa, y del es

fuerzo que habías hecho para obtener tu licenciatura. Y que ahora tienes mucho éxito como escritora de literatura infantil. Eres una dama asombrosa, Beth.

Ella hizo un esfuerzo para recuperar el habla.

– Puedo afirmar con toda seguridad que tú eres más asombroso.

Lo odiaba por haberle sacado información a su padre a sus espaldas. Retiró las manos apresuradamente.

– No sabes nada, Beth -intervino el padre-. Jim me contó que al enterarse de que iban a subastar la vieja granja familiar decidió viajar al valle para adquirirla. Dice que la han abandonado de una manera vergonzosa, que está casi en ruinas. Me propuso que entre los dos intentáramos repararla y dejarla como nueva. ¡Qué me dices, eh!

Le pareció injusto destruir su alegría sin investigar primero lo que habían hablado en su ausencia. Ella no era la única persona que había que considerar. No formaba parte de su carácter matar los sueños de nadie, especialmente los de un ser tan querido como su padre.

Más le valía a Jim Neilson que todos esos planes fueran auténticos. Con los ojos brillando con fiera intención, le envió ese mudo mensaje. Si se trataba de otra manipulación, lo herviría en aceite y arrojaría sus restos a las alimañas.

– Bueno, de veras que me has dejado sin aliento – dijo respirando profundamente.

– Jim tiene todo resuelto -continuó su padre.

«Apostaría a que sí», pensó venenosamente.

– Ven y siéntate, querida. Te traeré una taza de café. Seguramente te apetecerá después del viaje -dijo el padre con sorprendente consideración-. Y luego te contaré cuáles son los planes.

– Nosotros tenemos mucho de qué ponernos al día -dijo Jim ansiosamente, ofreciéndole una silla con fina cortesía para impresionar al padre.

¡Pero a ella no la impresionaba ni un ápice!

Sin embargo se sentó obedientemente.

– ¿Te apetece otro café, Jim? -preguntó el padre, retirando de la mesa dos tazas vacías.

– Sí, muchas gracias -dijo Jim, y se sentó no lejos de ella.

Beth lo ignoró deliberadamente, intentando informarse a través de los objetos de lo sucedido antes de su llegada. Las tazas no eran las únicas cosas que había en la mesa. Frente al sitio que solía ocupar su padre, estaban los documentos de venta de la propiedad. Un plato con bizcochos indicaba que durante horas Jim Neilson había disfrutado de la hospitalidad de la casa. Más perturbador era el álbum de fotografías, toda una historia en imágenes de los últimos quince años. Los recortes de prensa que la tía Em había enviado también se encontraban allí, evidenciando claramente el interés que todos sentían por él. Tom Delaney también le había enseñado orgullosamente algunos de los libros que había escrito.

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