Emma Darcy - Gritos del alma

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¿Quién era ella?
La mujer destacaba entre la multitud, y Jim Neilson, sintiendo una gran atracción sexual, se acercó a ella.
¿Quién era él?
¿Quedaban huellas del joven Jaime, su compañero de juegos en el valle, del niño que había conocido tan bien y amado tanto?
Si ella pudiera llegar hasta el niño vulnerable que existía en el interior del hombre, ¿sería posible que reapareciera el Jaime que recordaba? ¿O todo lo que cabía esperar era una sola noche en los brazos de Jim? Tal vez de esa manera podría olvidar a Jaime de una vez para siempre…

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El frunció el ceño, incapaz de imaginar qué reservas podría tener su hija.

– ¿Por qué no, hija?

Ella no tenía la menor intención de discutir sus sentimientos personales ante Jim Neilson.

– Déjame pensarlo, ¿quieres? Todo ha sido tan repentino -dijo sonriéndole.

– Yo sólo pensaba que…

Su mirada pasó de su hija a Jim. Ella se dio cuenta de que pensaba en Jamie, no en Jim. En Jaime y Beth juntos, como siempre había sido.

– Creo que es mejor que me marche para que vosotros podáis conversar todo esto con tranquilidad -intervino Jim calmadamente.

– No, no -protestó su padre-. Debes quedarte a cenar. Estoy seguro de que Beth…

– Realmente deseaba preguntarle a Beth si le gustaría cenar conmigo esta noche.

– Oh, sí, sí. ¡Pero qué buena idea! Te encantaría, ¿verdad, Beth? -exclamó Tom, presionándola con ansiedad.

De ninguna manera se iba a poner a merced del lobo nuevamente. De todos modos sintió un perverso placer en hostigarlo un poco.

– ¿Qué habías programado para la cena, Jim? -preguntó jovialmente, con un brillo sarcástico en los ojos.

– Hay un restaurante muy bueno en la calle Lonsdale. Se llama Marchettis Latin. Me gustaría llevarte allí -contestó con toda seriedad.

El restaurante gozaba de la reputación de ser uno de los más refinados de Melbourne, renombrado por su ambiente, servicio y comida. Sin duda que le estaba tendiendo la alfombra roja para tentarla. Por lo demás le debía la invitación hecha aquella noche en la galería de arte. Sin embargo, podría ser una buena oportunidad para hablar con Jim Neilson a solas, sin la presencia de su padre. Sería muy oportuno dejarle muy clara su posición frente al proyecto de asociarse con Tom Delaney. Ella no formaría parte del pacto.

– Me encanta la idea -dijo sonriendo dulcemente-. Con mucho agrado te veré alli a las ocho, si te parece bien.

– Alquilé un coche. Puedo venir a buscarte y luego traerte de vuelta a casa, Beth.

– No vale la pena que hagas tantos viajes. Te lo agradezco, pero iré en mi propio coche -dijo, enviándole un mudo mensaje.

– Como quieras -accedió Jim.

– Estas mujeres modernas son tan independientes -murmuró el padre en tono desaprobador.

Jim Neilson le sonrió.

– A Beth nunca le gustó que la ayudaran. Era una muchachita muy independiente.

Ella lo habría pateado por debajo de la mesa si él no se hubiera levantado en ese momento, dispuesto a marcharse. Si recordaba ese detalle de su personalidad, ¿por qué había asumido que ella había ido a verlo para pedirle dinero? «Un tanto incongruente, señor Nielson», pensó mordazmente.

El padre se levantó de la mesa para despedir a su invitado. Beth hizo lo mismo, aunque se quedó apoyada en la silla. Jim Neilson hizo una pausa al darse cuenta de que ella no le acompañaría a la puerta.

– Hasta la noche -dijo ella brevemente, con una mirada neutra, sin promesa alguna.

El asintió lentamente, con una mirada de fuego en los ojos.

– Hasta la noche -repitió.

Irracionalmente, a pesar de todas sus duras defensas en contra de Jim, esas dos palabras golpearon el corazón de Beth, y supo que de nada valían las precauciones que adoptara. Jim Neilson siempre sería un hombre peligroso.

Capítulo 12

BETH se vistió con la intención de deslumbrar. ¿Por qué no? Eran escasas las oportunidades que tenía de llevar el vestido que había comprado para la boda de su hermana menor. Por lo demás Marchettis Latin merecía las mejores prendas del armario.

La chaqueta plateada de terciopelo era una obra maestra de elegancia. El corte impecable y la hilera de botones con presillas, moldeaban perfectamente el busto y las caderas. Las mangas eran largas, ligeramente acampanadas. La falda, en cambio, era toda una frivolidad muy femenina. Caía sobre los muslos y piernas como una cascada de espuma de seda color menta. Las blancas sandalias de tacón alto cubrían los pies con finas tiras que se ataban a los tobillos.

El maquillaje era impecable. Color rojo en los labios y en las uñas. La melena suelta hasta los hombros, brillante y sedosa. Un leve toque de Poison de Christian Dior en los puntos estratégicos, y Beth quedó lista para dejar a Jim Neilson sin habla esa noche.

Tom Delaney parpadeó, impresionado al ver el glamoroso aspecto de su hija cuando bajó a despedirse.

– Estás muy atractiva, hija. ¿Piensas dejar a Jim pasmado de asombro? -bromeó.

– Se te olvida que ya no soy una niña -le recordó.

– Ah, comprendo -dijo, como si esa declaración respondiera a su reticencia de vivir en el campo con él-. Creo que cenarás estupendamente con Jim.

– Ya lo veremos -dijo secamente-. No me esperes levantado.

– Vete tranquila -respondió con benevolencia-. Me iré a dormir muy pronto. Demasiadas emociones para un solo día.

Mientras conducía a la calle Lonsdale, ponderé seriamente la posición que Jim Neilson había adoptado. Podría ser un tiburón en lo referente a las finanzas, pero se negaba a creer que careciera de integridad. Su padre era completamente inocente en aquella batalla personal que enfrentaba a dos voluntades. Dejarle de lado, después de haberle utilizado corno excusa para proseguir la refriega, sería algo absolutamente despreciable.

Jim Neilson la había juzgado de manera despreciable, pero eso no era razón para que ella tratara a su padre de la misma manera.

En el fondo, y pensando objetivamente, debía aceptar que había actuado a la ligera intentando encontrar a Jamie dentro de Jim Neilson. Pero no deseaba que su padre fuera una víctima de su necia persecución de un sueño.

La vida no había sido justa con ninguno de ellos, empezando por Jim Neilson. Pero aún y con eso, ¿sería tan despiadado para herir a un hombre mayor que nunca le había hecho daño?

Bueno, no tardaría en saber la respuesta. Porque esa noche no habría barreras entre ellos, todas las cartas estarían desplegadas sobre la mesa.

Como era domingo no tuvo ningún problema de aparcamiento.

El restaurante, pintado de verde, formaba parte de una construcción baja y antigua, en medio de los altos rascacielos que poblaban el centro de la ciudad. Una doble puerta de cristal daba acceso a la entrada. Consultó su reloj. Faltaban unos pocos minutos para las ocho de la noche.

Abrió la puerta, entró y se vio inmersa en un ambiente de tradicional elegancia.

Después de dar su nombre, el maître la saludó gentilmente informándole que el señor Neilson la esperaba en el bar.

Al verle, todo el entorno se volvió borroso. Jim se veía extraordinariamente apuesto con su esmoquin y una camisa blanca de seda, con un cuello poco convencional.

Mientras de acercaba a él, Beth deliberadamente se concentró en un magnífico arreglo floral, intentando olvidar su sensación de desnudez bajo la mirada apreciativa del hombre.

Se levantó a saludarla, pero no le estrechó la mano. En ese momento el maître se acercó a ofrecerle una copa de champán que ella aceptó sonriendo; luego se sentó en el taburete del bar. Jim Neilson se acomodó junto a ella.

– Llevas un precioso color de invierno, en cambio yo siento el calor de una noche de pleno verano -comentó con ironía.

– Tal vez deberías pedir que le pusieran más hielo a tu bebida. Así podrías refrescarte si te sientes tan acalorado.

El se rió.

– Siempre tuviste mucha agudeza verbal. Disfruté leyendo tus libros. Tienes verdadero talento como escritora.

Le impresionó que se hubiera tomado la molestia de leerlos.

– ¿Cuál te gustó más? -preguntó con la intención de ponerle a prueba.

– El de la culebra -respondió con una mueca infantil-. Me recordó de inmediato nuestra aventura en la mina abandonada. Todo se me vino a la memoria. Ese día fuiste muy valiente, Beth. No pensé que tenías tantas agallas -sus ojos la acariciaron con una cálida mirada de admiración.

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