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Emma Darcy: Gritos del alma

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Emma Darcy Gritos del alma

Gritos del alma: краткое содержание, описание и аннотация

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¿Quién era ella? La mujer destacaba entre la multitud, y Jim Neilson, sintiendo una gran atracción sexual, se acercó a ella. ¿Quién era él? ¿Quedaban huellas del joven Jaime, su compañero de juegos en el valle, del niño que había conocido tan bien y amado tanto? Si ella pudiera llegar hasta el niño vulnerable que existía en el interior del hombre, ¿sería posible que reapareciera el Jaime que recordaba? ¿O todo lo que cabía esperar era una sola noche en los brazos de Jim? Tal vez de esa manera podría olvidar a Jaime de una vez para siempre…

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Ella no deseaba que la conversación continuara por esos derroteros. Al menos no en ese momento. Bebió un sorbo de champán, pensando cómo tomar la iniciativa.

– Los libros se están vendiendo en Inglaterra y en Estados Unidos también. Su popularidad va en aumento -comentó con naturalidad.

– ¡Eso es fabuloso!

– Más bien útil -corrigió-, porque con ese dinero puedo permitirme comprar la parte de la granja que le corresponde a mi padre en vuestra sociedad.

El torció el gesto.

– No sabía que estuviera en venta.

Ignorando la observación, fue directamente al punto que le interesaba.

– Y eventualmente espero poder comprar la parte que te corresponde, si estás dispuesto a esperar un tiempo.

– Eso significa cortar toda relación conmigo.

– Es lo más honesto que se puede hacer -replicó al instante-. No creas que intento conseguir algo más que eso.

– No quiero tu dinero, Beth.

– Sé perfectamente bien qué es lo que quieres -replicó enfadada, bebiendo un sorbo de champán.

– Tu padre es un hombre orgulloso, por eso me extrañaría que lo aceptase -comentó con calma, ignorando sus palabras.

Beth no había considerado la posible reacción de su padre. Sólo había pensado en prescindir de Jim Neilson.

Lo observó beber su martini, resentida por la autoridad y conocimiento que demostraba frente a la situación. Sin embargo fue incapaz de rebatirle. La había hecho poner en duda el acierto de su decisión.

– Tal vez…

– No has hablado este asunto con él, ¿verdad? -preguntó en tono más bien afirmativo.

Ella no contestó, reflexionando con la copa en la mano. Jim continuó calmadamente.

– No le habría gustado que tú compraras la granja. Se hubiera sentido como un fracasado. Sé que tenías las mejores intenciones, que querías ayudarlo, que querías darle un buen motivo para levantarse de la cama todas las mañanas.

Ella lo miró afligida. ¿Cómo era posible que hubiera comprendido toda la situación en tan poco tiempo?

– Es cierto.

– Creo que es mejor que lo haga yo, Beth. El se sentiría orgulloso colaborando en la sociedad, haciendo todo lo que yo no puedo hacer. Tu padre se siente muy en deuda contigo. Y eso le pesa sobremanera.

– No me debe nada -protestó.

– Estuve escuchándole toda la tarde, Beth.

– No tenías derecho a…

– ¿A escucharle?

– Fingiendo que te preocupabas por él -lo acusó amargamente.

El se volvió para mirarla de frente, en un silencioso desafío.

– Tú me negaste la oportunidad de escucharte. Me negaste la oportunidad de preocuparme por ti. ¿Por qué te enfada el hecho de que tu padre se haya confiado a mí?

– No creo que el tiempo pasado tenga algo que ver con esto.

– Quizá sentí que no era correcto entrometerme en tu vida. Hasta ahora.

– ¿Y ahora sí?

– Ahora sí.

– Pero yo no lo veo de ese modo.

– Ya lo sé. Y espero poder corregirlo.

– Bien, ese podría ser un buen truco. Empecemos -dijo burlonamente, terminando su copa.

El se puso de pie, y el maître los condujo a la mesa reservada para ellos. Mientras lo seguía, Beth pensó que tenía derecho a hablar todo lo que quisiera pero que no lograría convencerla.

A pesar de ser domingo, el restaurante estaba bastante concurrido. Beth se sentía muy consciente de la curiosidad que despertaban en los comensales. Las mujeres miraban a Jim Nielson, desde luego. La verdad es que su presencia era imponente.

El maître los instaló en una íntima mesa para dos junto a un inmenso espejo que cubría casi totalmente la pared. Era la mejor mesa, con servicio exclusivo, para personas muy importantes. Después de que el camarero les recomendara las especialidades del chef, Beth se decidió inmediatamente por unos tortellinis rellenos con pasta de cangrejo; de segundo, medio pato asado y servido con salsa de limón y granos de pimienta, y de postre un soufflé de chocolate con café.

Jim eligió ravioles rellenos de calabaza, frutos secos y almendras, y mariscos como segundo plato. El camarero de vinos les recomendó un Bollini blanco italiano y un Mount Mary tinto australiano.

Para evitar los ojos de Jim Neilson, Beth recorrió con la mirada el decorado de la sala. El ambiente era demasiado fino para no disfrutarlo. Probablemente nunca volvería por allí.

– ¿Te gusta? -preguntó Jim cuando los camareros se retiraron.

– ¿A qué te refieres? -preguntó fríamente, esforzándose por mirar de frente al hombre que pagaba todos esos lujos.

– A la pintura -sonrió, indicando un gran cuadro que representaba una de las bodas de Enrique VIII.

– Parece un tanto desenfocado, o algo así.

– Es el estilo de Philip Barker, el pintor.

Ella supuso que el hecho de coleccionar obras de arte lo había familiarizado con nombres de pintores muy conocidos. Luego, otro pensamiento se le pasó por la cabeza.

– Has estado antes aquí.

– Sí -admitió, enfrentándose sin culpa a los ojos que le acusaban.

– Pero no era el momento oportuno para hacernos una visita -se burló.

– Te creía casada y con hijos.

– Lo más fácil era ir a casa y averiguarlo.

– No, no era fácil. No espero que lo comprendas, pero había una barrera que no podía atravesar. Nunca la hubiera cruzado, a menos que tú fueras a buscarme.

Parecía sincero, pero Beth se negaba a creerle. Jim se reclinó en la silla, mirándola pensativamente. Beth sintió que buscaba en su mente la mejor manera de aproximarse a ella. Lo irónico del caso es que dos noches atrás, ella había intentado desesperadamente hacer lo mismo.

– Cuando te vi por primera vez en la galería, no podía apartar los ojos de ti. Me hacías pensar en la primavera. Te veías tan lozana y atractiva. Me embargó un cálido sentimiento de simpatía y quise conocerte. Tuve que preguntarle a Claud quién eras.

– ¿Claud? -pregunto con la voz enronquecida.

La tranquila intensidad de las palabras de Jim le apretaban la garganta.

– El dueño de la galería. Se mostró muy sorprendido porque pensó que te conocía -esbozó una sonrisa burlona-. Después de todo, tú le habías dado mi nombre a la azafata que estaba en la puerta.

Beth se sonrojó. Mucho antes de aproximarse a ella, él ya sabía que había mentido para poder entrar, utilizando su nombre como salvoconducto. Naturalmente que eso cambiaba totalmente el contexto de su conducta posterior.

– ¿Y qué pensaste? -preguntó a bocajarro. El se encogió de hombros.

– Algunas mujeres son capaces de hacer cualquier cosa para atraer la atención del hombre que les gusta. Me ha ocurrido unas cuantas veces. Normalmente no les sigo el juego -dijo con una mueca de disgusto.

– ¿Por qué no lo hiciste conmigo? -preguntó, sonrojándose aún más.

– Porque estaba muy enfadado. Porque se había estropeado la imagen que me había hecho de ti, y el sentimiento que me embargaba. Y quise castigarte por ser tan atractiva y tan falsa.

– Comprendo -murmuró.

– Lo peor de todo es que la atracción persistía a pesar de luchar contra ella, y acabé rindiéndome.

Odiándola a ella y odiándose a sí mismo. El odio había encendido una pasión que ella nunca antes había experimentado. Odiándose y odiándole. Y sin embargo, incapaz de alejarse de toda aquella violencia reprimida.

El camarero regresó con el vino blanco. Mientras Jim lo probaba, Beth intentaba ordenar sus ideas. La atracción que existía entre ellos era innegable. Pero ya estaba preparada para alejarse de ella. Estaba decidida a no volver a verle nunca más.

El camarero sirvió las copas y se alejó.

Beth bebió un sorbo de vino. Tenía la garganta seca.

– ¿Por qué no me dijiste quién eras cuando te lo pregunté en la galería, Beth?

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