Emma Darcy - Gritos del alma

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¿Quién era ella?
La mujer destacaba entre la multitud, y Jim Neilson, sintiendo una gran atracción sexual, se acercó a ella.
¿Quién era él?
¿Quedaban huellas del joven Jaime, su compañero de juegos en el valle, del niño que había conocido tan bien y amado tanto?
Si ella pudiera llegar hasta el niño vulnerable que existía en el interior del hombre, ¿sería posible que reapareciera el Jaime que recordaba? ¿O todo lo que cabía esperar era una sola noche en los brazos de Jim? Tal vez de esa manera podría olvidar a Jaime de una vez para siempre…

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– Porque sólo fui a verte. Sólo quería ver en persona al hombre en que te habías convertido.

– Pero cuando me acerqué a ti…

– No me reconociste. De alguna manera deberías haber sabido quién era yo -lo acusó impetuosamente. Una acusación carente de lógica.

– Quizá lo hice en un nivel inconsciente -dijo suavemente, mirándola con honda intensidad, buscando en su alma-. Es posible que esa fuera la razón de haberme sentido tan atraído hacia ti, más allá del sentido común. Algo me decías que eras única, que todo lo tuyo tenía sentido para mí.

– ¡Para! -lo atajó, enfadada ante el impacto que le producían sus palabras-. Ahora estás intentando seducirme con mentiras.

– ¿Tú lo crees así? ¿De qué otra manera puedo explicarte aquello cuando nunca había hecho nada parecido en mi vida?

– ¿Por qué no decir lisa y llanamente que fue una atracción basada solamente en la lujuria?

– Porque fue más que eso, y tú lo sabes, Beth.

– No, sentí que lo único que me dabas era eso, y Dios sabe que yo ansiaba mucho más.

El se inclinó hacia ella con los ojos ardientes de pasión.

– Y habrías tenido más, mucho más. Si sólo me hubieras dicho directamente quién eras, en ese momento.

– Tú no quisiste reconocerme porque para ti yo habría sido un recuerdo del valle. De todo lo que habías dejado atrás y que tanto odiabas.

– Y entonces, ¿por qué estoy aquí, Beth? ¿Por qué me he vuelto a atar al valle?

– La respuesta la diste tú mismo: para mantenerme a tu lado hasta que se extinguiera el deseo que sientes por mí.

– ¡Maldita sea! -replicó con ferocidad-. El hecho de que no me importara pagar lo que fuera, y no estoy hablando sólo de dinero, debería haberte dado una idea del profundo impacto que me causaste. Y si piensas que hubiera pagado toda esa cantidad de dinero sólo por sexo, es que estás loca. Fuiste tú la que limitó la relación sólo al contacto sexual. Y no me diste nada más. Me basé en lo que me diste. En lo que me dejaste creer de ti. Y si eres honesta contigo misma debes admitirlo en vez de juzgarme, fingiendo que no fuiste tú la que llevó las cosas por el derrotero que tomaron. Por alguna razón lo hiciste, acompañándome paso a paso.

Sus ojos la desafiaron a negar lo que decía. Pero ella no pudo.

– Yo sólo…

– Es cierto que hice la llamada equivocada -la interrumpió-. Un gran delito, lo admito. Y no creas que haré pesar tu propia contribución a que eso sucediera. Sin embargo, ahora consideras que cometo otro delito al venir a averiguar qué ha sido de tu vida desde que te marchaste del valle. La verdad del asunto es que ese viernes por la noche pudiste haberme contado todo lo que tu padre, sincera y honestamente me contó hoy. Y nos habríamos ahorrado todo este infierno.

– Y tú pudiste haber venido a Melbourne y averiguarlo por ti mismo hace muchos años, Jim Nielson.

Todas sus justificaciones eran ciertas, Beth tuvo que admitir. Pero ella también tenía su punto de vista. El había traicionado su fe en algo tan especial como esa relación que nació entre ellos cuando eran niños, y que ella creyó indestructible.

El cerró los ojos, negando con la cabeza. Luego volvió a abrirlos, exhalando un hondo suspiro. Sus rasgos se habían endurecido.

– Vine; vine cuando tenía dieciocho años -dijo mirándola con ironía-. Te vi salir de casa con un cochecito plegable y un bebé en los brazos.

Kevin. Sólo que Jim no sabía nada de la existencia de Kevin, ni que su madre se estaba muriendo.

– El bebé…

– No me interrumpas, por favor. Entonces me dije: «Jamie, muchacho, ella no te esperó. Todo este tiempo has estado viviendo de un sueño». Así que regresé a Sidney, a perseguir un sueño completamente diferente.

Beth quedó sumida en un atónito silencio, súbitamente consciente de que sus argumentos se habían estrellado contra unos cuantos hechos absolutamente auténticos. En ningún momento pensó que mentía. O sea que él creyó que lo había traicionado, entregándose a otro hombre sin esperar su regreso. ¡Qué error! Lo había esperado durante muchos y largos años, hasta que la esperanza y la fe se derrumbaron. Si sólo se hubiera acercado, si le hubiera hablado…

– Si quieres culparme por eso, adelante -la invitó sarcásticamente-. Ahora sé que cometí un error. Pero nada de lo que tú o yo digamos va a modificar el pasado, Beth.

Ella no podía hablar, demasiado conmocionada por la idea de que el destino había matado a Jamie y creado a Jim Nielson. Ya no volverían a ser los niños cuya mutua confianza había sido indestructible.

Era inútil hablar de culpa. Ambos habían reaccionado, cada uno a su manera, ante los sueños no cumplidos.

– Todo lo que tenemos es el presente, Beth -dijo suavemente-. Y lo que hagamos de este presente será la prueba de nuestros verdaderos sentimientos.

El camarero llegó con los entrantes. Beth miró su plato. Tenía un aspecto exquisito y apetitoso. Debía tomar el tenedor y empezar a comer. Pero sus manos no cooperaban. Su mente estaba hecha un lío, girando en tomo a la realidad que tenía que enfrentar. Jamie había venido y se había marchado.

¿Quería arruinar cualquier posibilidad con Jim Neilson, negándole una justa oportunidad?

Capítulo 13

TENGO que ocuparme del presente», Beth se aferraba a ese pensamiento con dolorosa intensidad. Tomó el tenedor. El presente era el plato que tenía delante de ella. El presente era Jim Neilson sentado enfrente, un hombre que había viajado solo hasta la cima de su montaña; un hombre que había dejado atrás los ideales de su juventud.

Muy deprimida, con el corazón dolorido por todo lo perdido, pinchó un tortellini y se lo llevó a la boca. «Concéntrate en su sabor», se dijo. Sí… Sin duda que el chef era maestro en el arte culinario. Estaba delicioso.

– ¿Bueno?

Alzando la mirada vio los ojos oscuros del hombre escrutando su semblante, reclamando una respuesta. «Parece que la pregunta no se refiere sólo a la pasta», pensó Beth.

– Sí, muy bueno -contestó-. ¿Y el tuyo?

– Una exquisita mezcla de sabores. ¿Quieres probar? -dijo empujando hacia ella el plato de ravioles.

Ella titubeó. Era un gesto amistoso. Como fumar la pipa de la paz. ¿Tenía alguna razón para mantener una actitud hostil? Se sentía confusa, tensa por las emociones aún no clarificadas en su interior.

– En la escuela siempre compartiste tu comida conmigo. ¿No me permites hacer lo mismo? -preguntó con una sonrisa traviesa.

En un segundo, lo vio en su primer día escolar, arrastrado al colegio por la señora Hutchens, en contra de la voluntad del viejo Jorgen. Cuando llegó la hora de la comida, estaba sentado solo en el gran tocón de árbol que había en un rincón del patio, un inadaptado entre niños acostumbrados a la rutina de la vida escolar. No traía nada para comer. Nunca tuvo ni un bocadillo.

Sin importarle las bromas que le harían sus compañeros, Beth se sentó a su lado en el tocón, pidiéndole que compartiera con ella lo que había traído. Su madre quería que ganara peso, así que le ponía mucha comida. Pero ella no podía con todo, y si llegaba con la comida a casa, seguro que habría problemas. En ese entonces Jim ya era un niño orgulloso. Siempre rechazaba la caridad ajena. Pero le venció la astuta dulzura de la niñita de cinco años, y de buenas ganas la ayudó a evitar una reprimenda de su madre.

Siete y cinco años, en la escuela. Treinta y veintiocho años, en el lujoso restaurante. La inocencia perdida. La confianza perdida. La fe perdida. Pero sería una grosería no aceptar su ofrecimiento.

Pinchó un par de ravioles con el tenedor.

– ¿Te gustaría probar los míos? Están espléndidos.

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