– ¿Tienes tiempo para cenar conmigo esta noche?
Se había despertado el apetito del lobo
– ¿En tu piso otra vez? -preguntó mordaz.
– Podríamos comprar comida por el camino. ¿Qué prefieres? ¿Comida italiana, china, india? -preguntó con una malvada sonrisa y seguridad arrogante.
– Me parece que a ti no te gustan los restaurantes -dijo secamente.
– Me gusta la intimidad. Pero si prefieres un restaurante.
El lobo estaba preparado para esperar una o dos horas.
– A veces vale la pena no precipitarse -comentó ella, con doble intención.
A él le gustó la idea. Ella podía sentir que lo invadía una deliciosa excitación. Un prólogo sensual a lo que vendría después.
– ¿Dónde te gustaría ir?
– Déjame pensarlo -dijo dejando la promesa en el aire.
El Porsche avanzaba velozmente por la autopista. A la velocidad que iban, la ciudad no tardaría en aparecer ante ellos. Alrededor de unos veinte minutos más o menos. Ella necesitaba tiempo para hacer su movida en el juego y lograr el máximo impacto.
El le concedió cinco minutos antes de preguntar.
– ¿Qué te apetece? Si no conoces muchos sitios en Sidney…
– No, la verdad es que no conozco casi nada. Es mejor que tú decidas -dijo y agregó con una sonrisa provocativa-. Sorpréndeme. Eso sabes hacerlo muy bien.
– Tú también tienes mucho talento -dijo apreciativamente.
– Primero quiero ir al hotel a cambiarme de ropa.
– Primera parada, el Ramada -accedió al punto.
– Queda en la calle Epping.
– Ya lo sé.
– Bien. Si no te importa voy a cerrar los ojos un momento. Estaré mejor si descanso un poco.
– Adelante. Ya pensaré cómo despertarte -dijo bromeando.
Beth cerró los ojos, pero no se durmió. Se quedó pensando en su propia estupidez, a la caza de sueños que debió haber olvidado hace muchos años. Cabía la posibilidad de que Jim Neilson pusiera la propiedad en venta al darse cuenta de que con ella no iba a comprar lo que quería.
En ese caso no habría ninguna razón para mantenerla en su poder. Si se comunicaba con la empresa responsable de la subasta para informarles que aún seguía interesada en la propiedad, por si el nuevo dueño quería venderla, tal vez podrían aceptarle una oferta al alcance de sus medios.
Aunque sería prudente hacerlo a través de un agente, de manera anónima. A Jim Neilson no le iba a gustar tragarse el error que había cometido. No aceptaría que ella sacara partido de su equivocación. Con el corazón dolorido deseó que su tía nunca le hubiera informado de la subasta, y que nunca le hubiera mostrado las páginas de sociedad que mencionaban a Jim Neilson como uno de los invitados a la exposición de la galería Woollhara. Todo el viaje había sido un desastre de principio a fin.
Bueno, no totalmente. La visita a la oficina de su editor en Sidney había sido productiva. Sus libro se habían vendido tan bien que pensaban sacar una nueva edición
Jim Neilson ni siquiera le había preguntado cómo se ganaba la vida. ¡No tenía ningún interés en ella como persona! Seguramente pensaría que vivía a costa de sus amantes. Eso era cómico, considerando los pocos hombres que habían pasado
por su vida. Su relación con Gerald había sido su experiencia más importante.
Al notar que apretaba las mandíbulas con fuerza, Beth intentó relajarse. A esa altura ya debería estar en las afueras de Sidney. El Porsche se había detenido varias veces ante los semáforos en rojo. Ya era tiempo de empezar a preparar su mente
para la partida final del juego.
Ella nunca había pensado en jugar con él, ni la anoche anterior ni en la granja esa misma tarde.
Pero desde que abandonaron el valle sí que estaba decidida a hacerlo. Esperaba que le dejara un sabor tan amargo en la boca como el que sentía ella a causa del agravio cometido. Por naturaleza no era una persona vengativa, pero de alguna manera él
agitaba un pozo de pasiones que la impulsaban a herirle donde más pudiera dolerle. Y era necesario.
La tía Em lo habría llamado orgullo.
Pero a Beth no le importaba. Jim Neilson merecía sentirse como un tonto. Eso le enseñaría a replantearse la convicción de que no cometía errores. Le obligaría a darse cuenta de que no era tan condenadamente infalible en sus cálculos y juicios. Por una vez en su vida tendría que aprender a contar las pérdidas y no las ganancias.
Se revolvió en el asiento como si hubiera estado durmiendo.
– ¿Dónde estamos?
– Casi llegando. Nos acercamos a la calle Epping. Has despertado muy pronto.
Beth ordenó los papeles que llevaba en la falda, lista para la acción decisiva. Alcanzó el bolso que tenía cerca de los pies, y lo dejó junto a la puerta. Dos semáforos más y estarían en Epping, enfilando hacia la entrada del hotel.
En vez de aparcar frente a la puerta principal, Jim lo hizo en el estacionamiento privado. Beth adivinó que pensaba acompañarla a la habitación. Era un hombre incapaz de estarse quieto un rato.
Se desabrochó el cinturón de seguridad, lista para moverse cuando apagara el motor.
– Voy contigo.
Tomando el bolso, se encaró con él.
– No, no vendrás conmigo -declaró en tono incisivo.
– El juego de la espera se puede alargar demasiado, Beth -le advirtió.
– No estoy jugando -en sus ojos había una mirada de profundo desprecio-. Procesaste datos erróneos y los archivaste en tu ordenador mental, Jim Neilson. Tu lógica estaba errada. Como quien dice, una llamada equivocada.
El frunció el ceño.
– Lo que dices no tiene sentido.
– No vine a pedirte nada. Fuiste tú quién comenzó el juego.
– Vamos, vamos.
– No hay negocio. Ni ahora ni nunca -dijo lanzándole los documentos en las piernas.
Mientras aún sufría el impacto de la sorpresa, ella abrió la puerta y salió del coche rápidamente.
– ¡Espera! -exclamó, intentando agarrarle la falda.
Ella hizo un movimiento rápido para evitarlo y lo miró con ira, arrojándole toda su amargura en la cara.
– En el juego de la vida, Jim Neilson, eres un perdedor. Guárdate tus preciosas ganancias. Están vacías de todo sentimiento. Como tú -concluyó dando un portazo.
Con la barbilla en alto, los hombros y la espalda erguidos, se dirigió a la entrada del hotel. Oyó que la puerta del coche se abría y se cerraba, pero no volvió la cabeza. Jim se aproximó a grandes zancadas y la agarró del brazo, obligándola a detenerse. Pero ella no se volvió a mirarlo.
– Suéltame ahora mismo -ordenó-. Si continuas siguiéndome te voy a demandar por acoso.
– Es estúpido que hagas eso. Tú me deseas tanto como yo a ti – gruñó.
– Déjame marchar o llamo al portero. Créeme que lo haré.
– ¡Mírame, Beth! -exigió con voz ronca, al tiempo que la soltaba.
– No quiero volver a verte más en la vida.
Sin dignarse a mirarlo, sin la más ligera concesión, continuó su camino…, fuera de la vida de Jim Neilson.
PARA Beth fue más un sufrimiento que un placer asistir a la comida que el hijo de la tía Em, Martin y su esposa Lorraine, habían preparado para ella. Como era natural, querían saber los resultados de la subasta, y les pareció incomprensible que no se lograra un acuerdo con Jim Neilson respecto a la propiedad.
Después de todo, ¿para qué la quería? Y aunque hubiera decidido cortar con su pasado, ¿no había tenido en cuenta lo que significaba la vieja granja para la familia Delaney?
Gracias a Dios, la tía Em guardó silencio y Beth agradeció mucho su prudencia. Luego se esforzó en llevar la conversación hacia temas más agradables.
Cuando acabó la comida, se despidió de ellos con alivio. La tía Em la llevó al aeropuerto. Su avión partía a las tres y media con destino a Melboume.
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