Emma Darcy - Gritos del alma

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¿Quién era ella?
La mujer destacaba entre la multitud, y Jim Neilson, sintiendo una gran atracción sexual, se acercó a ella.
¿Quién era él?
¿Quedaban huellas del joven Jaime, su compañero de juegos en el valle, del niño que había conocido tan bien y amado tanto?
Si ella pudiera llegar hasta el niño vulnerable que existía en el interior del hombre, ¿sería posible que reapareciera el Jaime que recordaba? ¿O todo lo que cabía esperar era una sola noche en los brazos de Jim? Tal vez de esa manera podría olvidar a Jaime de una vez para siempre…

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Jim se movió tan rápida e inesperadamente, que Beth perdió el equilibrio cayendo sobre él, y antes de que pudiera reaccionar, los brazos del hombre le rodearon la cintura y ambos rodaron atrapados por la larga falda, hasta que al fin se quedaron quietos, la cara de Jim sobre la de ella.

– Cómo recuerdo esto -murmuró con voz ronca, antes de besarla.

Instintivamente Beth se defendió de la invasión atormentadora, apretando los dientes, negándole la entrada en su boca. Pero él no intentó besarla de esa manera. Sus labios atraían los suyos con pequeños y suaves mordiscos.

Ella intentó luchar contra su propia confusión. No podía permitirle esas libertades. Su pecho la aplastaba, impidiéndole respirar. Sus manos estaban sujetas entre ambos cuerpos, muy cerca de la ingle del hombre. Estaba demasiado consciente de esa parte de su anatomía. Imposible mover las piernas atrapadas en los pliegues de la falda.

– He estado deseando volver saborearte durante todo el día -murmuró Jim.

– ¡Apártate de mí! -exclamó furiosa.

El hizo una mueca, con los ojos brillantes de divertida maldad.

– Eres mucho más suave que el suelo, Beth. Si no hubieses deseado esto, no me habrías despertado con una caricia.

La mirada del hombre se detuvo otra vez en su boca y volvió a besarla, pero esta vez intensa e íntimamente, derribando sus defensas.

Un impulso salvaje y primitivo la obligó a responderle con apasionada furia.

El la puso a horcajadas sobre su cuerpo. Por un momento pudo respirar y comenzó a desenredar la falda de sus piernas, pero las manos masculinas ya le abrían la camisa dejando los hombros al descubierto. Luego le quitó el sujetador, deslizando los tirantes por los brazos.

– ¡Maldito seas! ¿Por qué no me dejas en paz? -gritó, asiéndole de las muñecas en un gesto muy tardío, porque las manos de él ya se posaban en sus pechos.

– ¿Y perderme estos pechos tan llenos y suaves? -susurró con los ojos brillantes de deseo, y luego la miró desafiante-. ¿Quieres controlarme tú? Hazlo entonces.

Ella sucumbió a la tentación, el torbellino de su sangre pulsándole las sienes. La imagen de moverse sobre ese hombre la atraía de manera salvaje.

Al aire libre, bajo el cielo, la hierba bajo sus cuerpos, la brisa susurrando entre el follaje de los árboles, el sol poniente desplegando su rojo fulgor a través de las nubes… pura Naturaleza. Fue como si sus sentidos la llevaran a otra dimensión, exigiendo una satisfacción más allá de toda norma civilizada.

Deslizó las manos por los brazos del hombre, la uñas clavándole la piel con suavidad, los ojos velados por la visión dorada de tenerlo bajo su dominio. Se inclinó sobre él poniendo las manos a ambos lados de la cabeza de Jim.

– Ahora, atrápame si puedes -lo desafió balanceando el torso de un lado a otro y riendo locamente, excitada por el juego de la partida de caza y captura.

Con un ronco quejido animal él la puso de espaldas, apoyando las manos sobre sus hombros, embriagándose en la visión del cuerpo femenino durante tan largo tiempo, que ella le rodeó la cabeza con las manos pidiendo más y más.

El se desvistió atolondradamente, sin ninguna paciencia, sin la menor elegancia, y luego de la misma manera, procedió a quitarle la falda y la ropa interior mientras ella movía su cuerpo de forma sensual e invitante, invadida por el ansia de la satisfacción inmediata de su ardiente deseo. Y se unieron en un abrazo íntimo, primitivo, el abrazo entre dos amantes, el mundo exterior fuera de su conciencia, hasta por fin llegar a la aniquilación de todas la emociones y deseos, derribados por una súbita paz carente de pasión.

Beth no recordaba el tiempo que pasó sumida en aquel nirvana fuera del tiempo y del espacio. Al fin abrió los ojos y su mirada se posó en la lianas que colgaban del viejo gomero rojo. En los viejos tiempos su padre había puesto una cuerda para que los niños pudieran jugar a Tarzán. Se le ocurrió pensar que Tarzán y Jane no podía haber sido más primitivos en su juego sexual que el juego que se acababa de realizar a la orilla del riachuelo. Sin embargo Beth pensó que seguramente habrían sentido amor y ternura en su acoplamiento, no esa loca lujuria que se había apoderado de ella y de Jim.

Lentamente él se movió para quedar tendido a su lado. Ella no lo miró. Era demasiado esfuerzo, y además no lo deseaba.

Cabía la posibilidad de que él hubiera planeado algo como lo que acababa de ocurrir, pero ella no. Beth había caído en ello. Su mente intentaba comprender lo ocurrido. ¿Qué poderes tenía ese hombre para atraerla físicamente de esa manera tan poderosa?

Se había disculpado ante sí misma diciéndose que era un medio para llegar a un fin. Lo que acababa de suceder era imposible de justificar. ¿Qué había despertado esa lujuria tan salvaje en ella? No podía negar el impacto físico que Jim Neilson le causaba. Pero también había algo mental. En su mente se abría una puerta a espacios que necesitaban una respuesta.

¿Pero, por qué él? Si sólo hubiera sido Jamie.

El era Jamie.

No, no lo era. No del modo en que ella lo recordaba. ¿O estaba recordando de modo equivocado, olvidando lo esencial?

Jamie siempre se había atrevido a llevar las cosas hasta el límite. Siempre había sido más emocionante estar en su compañía que en la de otros chicos del valle. Hacía que las cosas sucedieran, las inventaba, le llenaba la cabeza de fantasías salvajes. Junto a él todo era rápido e intenso. Sin embargo siempre la había protegido también, cuidándola y preocupándose por ella.

Lo que faltaba en el presente era la preocupación por el otro. Eso ya no existía más.

De pronto Jim se puso de pie y, sin decirle una palabra, fue a vestirse a la orilla del riachuelo. Beth hizo lo mismo apresuradamente.

De reojo vio que volvía la cabeza y la miraba pensativamente, como si evaluara la situación que se había creado entre ellos. Beth pensó con resentimiento que él también estaba calculando.

– ¿Preparada para partir? -preguntó cuando ella terminó de abotonarse la camisa.

– Cuando quieras -respondió crispada.

El fue a recoger el bolso donde ella lo había dejado caer y se lo tendió, con una mueca extrañamente infantil.

– Eres un demonio de mujer, Beth Delaney -dijo con un tono que sonaba sospechosamente entusiasmado.

Ella lo miró directamente a los ojos, con una semi sonrisa.

– ¿Prefieres el infierno al cielo?

El se echó a reír, dirigiéndose al coche.

– Hace tiempo que dejé de creer en el cielo.

– Sí. Adivino que lo hiciste -concordó, caminando a su lado.

Aparte de necesitar una compañera obsequiosa para satisfacer su necesidad sexual, era duro, cínico y autosuficiente. Todo se realizaba en sus propios términos. Beth estaba segura de que Jim Neilson creía tanto en el amor como en el cielo. Tampoco lo prometía. No llegaba a esa clase de deshonestidad. Había una especie de áspera integridad en la manera en que desafiaba a las mujeres. Tómame como soy o déjame.

Pero la había elegido a ella. El significado de aquello era lo que tenía que descubrir.

Al menos la tensión se había suavizado, pensaba Beth mientras se aproximaban al coche. Jim Neilson le abrió la puerta con cortesía. Sin sentir ninguna aprensión, subió sin vacilar. No podía suceder nada más de lo que ya había sucedido entre ellos.

Se puso el cinturón intentando relajarse en el cómodo asiento de cuero. El abrió la puerta del conductor, se inclinó a recoger los documentos que estaban en el asiento y se los arrojó en la falda.

– Tuyos -dijo instalándose detrás del volante.

– ¿Qué quieres decir con eso? -preguntó, enarcando las cejas.

Antes de responder, cerró la puerta, se puso el cinturón, y echó a andar el motor pisando el acelerador.

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