Javier Negrete - Atlántida

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Gabriel Espada, un cínico buscavidas sin oficio ni beneficio, quizá el más improbable de los héroes, tiene ante sí una misión: descubrir el secreto de la Atlántida.
La joven geóloga Iris Gudrundóttir intuye que se avecina una erupción en cadena de los principales volcanes de la Tierra y confiesa sus temores a Gabriel. Para evitar esta catástrofe, que podría provocar una nueva Edad de Hielo, Gabriel tendrá que bucear en el pasado. El hundimiento de la Atlántida le ofrecerá la clave para comprender el comportamiento anómalo del planeta.
Una mezcla explosiva de ciencia y arqueología y, sobre todo, aventura en estado puro.

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– Ven conmigo -le dijo, levantándose de su trono de vidente.

Mientras recorrían el largo pasillo de camino a la cocina, Iris siguió explicándole.

– Como hemos visto, la corteza oceánica se hunde debajo de la continental en los bordes de subducción. Eso significa que tiene que levantarse por otra parte. De lo contrario, la Tierra encogería como una manzana vieja.

Al oír lo de la manzana, Gabriel se acordó por un instante de los contenidos de su propio frigorífico y arrugó la nariz. «Espero que Herman tenga su cocina más limpia que yo la mía», pensó. Pero cuando entraron en ella comprobó que se hallaba en perfecto estado de revista. No gracias a su amigo, que no era precisamente un estajanovista del hogar, sino a la señora Petro, que venía dos veces a la semana para limpiar.

Mientras Gabriel encendía la cafetera exprés y cargaba el filtro, Iris continuó con su explicación. Cuando decía que el tema la apasionaba, no mentía: por más que la interrumpieran, no perdía el hilo.

– Los lugares donde se crea corteza nueva son las llamadas dorsales oceánicas. Hay una de esas dorsales que atraviesa el centro del Atlántico, y de ella brota una placa hacia el este y otra hacia el oeste.

– Por eso Europa y África se alejan cada vez más de América -comentó Gabriel, que iba recordando poco a poco lecciones del libro de ciencias naturales.

– Justo. Esas dorsales son auténticas cordilleras submarinas, y a veces las montañas son tan altas que se levantan por encima del agua. Es lo que sucede con Islandia. Mi país está partido en dos por la fosa atlántica, y por eso no deja de crecer tanto hacia el este como hacia el oeste.

– O sea, que el que posea terrenos justo encima de esa fosa sólo tiene que sentarse para ver cómo crece su inversión.

– Si tiene mucha paciencia, sí.

– Ajá.

– Además, Islandia sufre más actividad volcánica que otros lugares porque está situada encima de una pluma del manto.

– Una pluma del manto. Eso es nuevo. ¿Entra también para el examen, profesora?

– Lo siento. -Iris sonrió y se le volvieron a marcar los hoyuelos-. Intento simplificar todo lo que puedo. No sabemos muy bien por qué, pero hay ciertas zonas fijas del interior de la Tierra en las que, independientemente de los movimientos de la corteza, se levantan gigantescas burbujas de roca fundida a las que llamamos plumas. ¿Has visto alguna lámpara de lava?

– Sí.

Pues las plumas son como esas burbujas de cera coloreada que suben por el aceite cuando se calientan. Es posible que las plumas sirvan como mecanismo de disipación del calor del núcleo de la Tierra.

– Calor del núcleo. Sube formando corrientes de convección, ¿no?

– Así es. Pero cuando las plumas del manto suben cerca de la superficie, aunque sea en una zona donde no existan bordes de placas, también crean volcanes. Por ejemplo, los de las islas Hawaii, que fue donde estudié la carrera.

– Después de los fríos de Islandia, debió ser todo un contraste estudiar junto a las playas del Pacífico -dijo Gabriel.

Sin querer, se imaginó a Iris en biquini tumbada junto a una palmera. O paseando por una playa aún más paradisíaca y solitaria en la que ni siquiera le haría falta el biquini.

«Pon las neuronas a refrigerar», se ordenó a sí mismo.

Iris debió captar algo en su mirada, porque apartó los ojos, nerviosa. Gabriel aprovechó para apretar el botón de la cafetera. El ruido del vapor y de los chorros de café que caían sobre las dos tazas sirvió para romper aquel pequeño instante de tensión.

– A ver si he asimilado la lección. Tenemos volcanes en tres sitios: en los bordes de choque de placas, en las regiones donde aparece placa nueva y también encima de las plumas del manto, ¿es así?

– Bien resumido. En términos más precisos, diríamos los bordes de subducción, las dorsales oceánicas y los hotspots, los «puntos calientes» situados encima de las plumas del manto. Por lo demás, perfecto.

– Y en todo esto, ¿dónde aparecen los supervolcanes?

Al hacerle esa pregunta, Iris dejó de sonreír. Al parecer, se tomaba aquella amenaza muy en serio.

– Hay algunos geólogos a los que no les gusta ese nombre. Finnur… Mi novio dice que el nombre de «supervolcanes» sólo sirve para la televisión y la prensa sensacionalista.

«Prefiere decir "mi novio" que individualizarlo con su nombre», pensó Gabriel. Era una forma de alejarlo de ella. Algo así como quitarse el anillo de casada si lo hubiera llevado.

«Estás extrapolando demasiado, señor Ragnarok», se dijo Gabriel, mientras le ofrecía a Iris la taza de café.

– ¿Tienes leche?

– En el frigorífico.

Gabriel se arrepintió de haberlo dicho en cuanto Iris lo abrió. El frigorífico de Herman era el ideal de un soltero, en las baldas superiores se hallaban las fiambreras de la señora Petro, y en las inferiores había un surtido de cervezas tan variado y abundante como para que diez varones sedientos como cosacos sobrevivieran durante una final entera del Mundial de fútbol con prórroga y penaltis.

– A Herman le gusta cuidarse -se apresuró a decir.

– ¿Herman?

– Es el que te abrió la puerta. La casa es suya.

«No vayas a pensar que yo soy un borrachuzo como él», sugería el tono de Gabriel. Luego se dio cuenta de que sus palabras implicaban otras preguntas. ¿Vives con tu amigo? ¿A tus años tienes que compartir piso con alguien? ¿O es que tu casa es peor que ésta y te avergüenza recibir a tus «clientas» en ella?

El catastrofismo geológico acudió en su ayuda. Al tiempo que sacaba la leche y se apresuraba a cerrar la nevera, Gabriel preguntó:

– Aunque a tu novio no le guste el nombre, ¿a qué llamáis un supervolcán?

– Un supervolcán es un volcán a una escala mucho mayor -continuó Iris-. Increíblemente mayor, de hecho. La erupción más potente de la historia fue la del monte Tambora en 1815. Las cenizas y los gases que expulsó el Tambora cambiaron el clima de toda la Tierra, hasta tal punto que al año siguiente lo llamaron «el año sin verano».

– Parece una amenaza grave, pero no creo…

– No me he explicado bien. La de Tambora fue una erupción devastadora, pero no un supervolcán. Un supervolcán puede ser diez, veinte, treinta veces más potente que el Tambora y expulsar miles de kilómetros cúbicos de magma y material volcánico. Ya no estamos hablando de un año sin verano, sino de muchos. ¿Qué crees que ocurriría si, durante varios años seguidos, las nieves de las montañas y los hielos de los casquetes polares no llegaran a fundirse en verano y siguieran avanzando en invierno?

– Una glaciación -aventuró Gabriel.

Iris asintió con gesto serio.

– O sea -dijo Gabriel-, que después de tanto preocuparnos por el calentamiento global, al final la peor amenaza podría ser el frío.

– No sabes hasta qué punto. En realidad, en los tres últimos millones de años los periodos cálidos como el que vivimos han sido más una anomalía que la regla general.

– Si el hombre de Neanderthal supo adaptarse a los hielos, no veo por qué no podríamos hacerlo nosotros.

– ¿Que por qué no? Entre otras razones, porque ahora somos más de siete mil millones de habitantes y hemos llenado todos los rincones de la Tierra como una plaga de langosta. Si los hielos cubren el norte de Europa y de Asia, Canadá, Estados Unidos…, ¿dónde crees que irá toda esa gente?

– Al sur, claro -murmuró Gabriel. De pronto se imaginó a casi trescientos millones de estadounidenses llamando a las puertas de México. Una ironía histórica. Pero algo le decía que los mexicanos no iban a recibir a sus vecinos gringos con los brazos abiertos. Simplemente, no tendrían sitio ni recursos para todos ellos.

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