John Connolly - Los atormentados

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Daniel Clay, en otro tiempo un respetado psiquiatra infantil, desapareció al salir a la luz los abusos sufridos por varios niños que él atendía. Ahora, cinco años después, y cuando ya se le ha declarado muerto, su hija, Rebecca Clay, es acosada por un desconocido que pregunta por su padre. Ese desconocido, llamado Merrick, está obsesionado con descubrir la verdad sobre la desaparición de su propia hija, y Rebecca contrata al detective Charlie Parker para deshacerse de Merrick a toda costa. Parker no tarda en verse atrapado entre aquellos que quieren conocer la verdad sobre Daniel Clay y aquellos que quieren permanecer ocultos a toda costa, pues quizá no estaban del todo al margen de los abusos. Pero intervienen otras fuerzas. Alguien, un fantasma del pasado de Parker, financia la cacería de Merrick. Y las acciones de Merrick han inducido a otros a salir de las sombras: figuras semivislumbradas decididas a vengarse a su manera, pálidos espectros que vagan sin reposo. Han llegado los seres atormentados… Así arranca este nuevo y esperado caso del detective Charlie Parker, alias «Bird», en la que es la sexta novela de la serie policiaca escrita por John Connolly.

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– Al contrario, aquí se ha perdido algo muy importante, y por eso hemos venido.

– Pues si es así, vayan a la oficina de objetos perdidos.

– Queríamos hacerle unas preguntas.

Caswell levantó ligeramente el cañón de la escopeta y descerrajó un tiro. La bala pasó a cierta distancia por encima de nuestras cabezas; así y todo, me encogí. Volvió a cargar y el ojo del arma, imperturbable, concentró de nuevo su atención en nosotros.

– Creo que no me han oído. No están en situación de hacer preguntas.

– Hable con nosotros o hable con la policía. Usted mismo.

Caswell apretó la empuñadura de la escopeta.

– ¿Qué coño quiere decir con eso? Yo no tengo ningún problema con la policía.

– ¿Ha reparado usted esta casa? -Señalé el edificio a nuestras espaldas.

– Y si la he reparado, ¿qué? Son mis tierras.

– Resulta un tanto extraño reparar una casa en ruinas en una aldea abandonada.

– Ninguna ley lo prohíbe.

– No, supongo que no. Pero quizá sí haya una ley contra lo que ocurrió aquí dentro.

Estaba corriendo un riesgo. Caswell podía dispararnos sólo por provocarlo, pero dudaba que fuera a hacerlo. No parecía esa clase de persona. Pese a la escopeta y la ropa de camuflaje, tenía su lado tierno, como si alguien hubiera dado un arma a un muñeco de mazapán.

– No sé a qué se refiere -dijo, pero se alejó un paso de nosotros.

– Hablo de lo sucedido en Galaad -mentí- y de los niños asesinados.

Al igual que en una pantomima, una curiosa gama de emociones se desplegó en el rostro de Caswell. Primero sorpresa, después miedo, seguido de la lenta toma de conciencia de que yo me refería al pasado remoto, no cercano. Observé con satisfacción cómo intentaba en vano disimular su alivio. Lo sabía. Sabía lo que le había pasado a Lucy Merrick.

– Ah, sí -dijo-. Imagino que sí. Por eso intento mantener a la gente alejada de aquí. Nunca se sabe a qué clase de individuos podría atraer.

– Claro -convine-. ¿Y qué clase de individuos podría ser?

Caswell no fue capaz de contestar a la pregunta. Se había acorralado a sí mismo, y ahora se proponía salir del atolladero a fuerza de baladronadas.

– Individuos, sin más -contestó.

– ¿Por qué compró esto, señor Caswell? Es un poco raro, después de todo lo ocurrido aquí.

– No hay ninguna ley que prohíba comprar propiedades. He vivido aquí toda mi vida. Las tierras me salieron baratas gracias a su historia.

– ¿Y su historia no le preocupó?

– No, no me preocupó en lo más mínimo. Y ahora…

No lo dejé acabar.

– Era pura curiosidad, porque es evidente que algo le preocupa. Tiene mala cara. Para serle sincero, se le ve un tanto tenso. De hecho, parece claramente asustado.

Había dado en el blanco. La verdad de mis afirmaciones se puso de manifiesto en la propia reacción de Caswell. Las pequeñas grietas se abrieron más y se hicieron más profundas, y la escopeta se inclinó ligeramente hacia el suelo. Percibí que Louis contemplaba sus opciones, tensando el cuerpo a la vez que se preparaba para atacar a Caswell.

– No -susurré, y Louis se relajó sin cuestionarlo.

Caswell fue consciente de la impresión que causaba. Se irguió y, tras llevarse la culata al hombro, apuntó. La varilla dentada que recorría el cañón de la Browning de un extremo a otro parecía el lomo erizado de un animal. Oí que Louis dejaba escapar un suave silbido, pero Caswell ya no me preocupaba. Era pura fachada.

– No le tengo miedo -dijo-. No se lleve a engaño.

– Entonces, ¿a quién le tiene miedo?

Caswell cabeceó para sacudirse las gotas de sudor de las puntas del pelo.

– Creo que será mejor que usted y sus «colegas» vuelvan a su coche. De camino mantengan las manos en la cabeza, y no vuelvan por aquí. Éste es el primer y último aviso.

Esperó a que nos pusiéramos en marcha y empezó a retroceder hacia el bosque.

– ¿Ha oído hablar de Lucy Merrick, señor Caswell? -pregunté. Me detuve y miré por encima del hombro sin apartar las manos de la cabeza.

– No -respondió. Hizo una pausa antes de volver a hablar, como si intentara convencerse de que ese nombre no había sido pronunciado en voz alta-. Nunca he oído ese nombre.

– ¿Y el de Daniel Clay?

Negó con la cabeza.

– Lárguese de una vez. No tengo nada más que decir.

– Volveremos, señor Caswell. Creo que ya lo sabe.

Caswell no respondió. Siguió retrocediendo, adentrándose más y más en el bosque, sin importarle ya si nos movíamos o no, intentando sólo poner la mayor distancia posible entre nosotros y él. Me pregunté a quién llamaría Caswell en cuanto regresara a la seguridad de su casa. Ya daba igual. Estábamos cerca. Por alguna razón, Caswell se desmoronaba y yo tenía la firme intención de acelerar el proceso.

Esa tarde conseguí entablar conversación con el camarero del hotel, el que había presenciado el altercado entre Ángel y los hombres de Nueva Jersey. Respondía al curioso nombre de Skip, contaba veintidós años y hacía un curso de posgrado sobre planificación y desarrollo comunitario en la Universidad del Sur de Maine. El padre de Skip era uno de los dueños del establecimiento, y el muchacho me explicó que trabajaba allí en verano y siempre que podía en la temporada de caza. Pensaba encontrar un empleo en el condado de Somerset en cuanto acabara los estudios. A diferencia de los demás chicos de su edad, no quería marcharse. En lugar de eso, esperaba encontrar una manera de convertir aquello en un sitio mejor donde vivir, aunque era lo bastante inteligente como para darse cuenta de que actualmente la región lo tenía todo en contra.

Skip me contó que la familia de Caswell vivía en esa zona desde hacía tres o cuatro generaciones, pero siempre habían sido pobres de solemnidad. A veces Caswell trabajaba de guía durante la temporada turística, y el resto del año se ganaba la vida haciendo chapuzas, pero con el paso de los años había ido dejando el trabajo de guía, si bien aún lo llamaban cuando se requería alguna reparación en las casas de la zona. Cuando compró la finca de Galaad, la pagó sin pedir un crédito al banco. Pese a lo que nos había dicho, no la adquirió precisamente a bajo coste, si bien su historia no la convertía en la más atractiva de las propiedades, y costaba más dinero del que cabía esperar que Otis Caswell pudiera reunir; aun así, no había discutido el precio ni intentado regatear con el agente inmobiliario, que la vendía en nombre de los descendientes del difunto Bennet Lumley. Desde entonces, había colocado carteles de PROHIBIDO EL PASO y se había mantenido al margen del mundo. Allí nadie lo molestaba. Nadie tenía motivos para hacerlo.

Había dos posibilidades, y ninguna de las dos inducía a pensar bien de Caswell. La primera era que alguien le había entregado el dinero para la compra a fin de mantener en secreto su propio interés en esas tierras, y que Caswell hizo la vista gorda respecto al uso que se dio a la casa reformada. La otra posibilidad era que hubiese participado activamente en lo que allí ocurrió. En cualquiera de los dos casos, sabía más que suficiente para merecer nuestra perseverancia. Encontré su número en el listín telefónico de la zona y lo llamé desde mi habitación. El timbre no sonó siquiera dos veces.

– ¿Esperaba una llamada, señor Caswell? -pregunté.

– ¿Quién es?

– Ya nos hemos conocido. Soy Parker. Colgó. Volví a marcar. Esta vez el teléfono sonó tres o cuatro veces antes de que contestara.

– ¿Qué quiere? Ya se lo he dicho: no tengo nada de qué hablar con usted.

– Creo que ya sabe lo que quiero, señor Caswell. Quiero que me cuente qué sucedió en esa casa vacía con las ventanas de plexiglás y la puerta reforzada. Quiero que me hable de Andy Kellog y Lucy Merrick. Si lo hace, quizá pueda salvarlo.

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