John Connolly - Los atormentados

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Daniel Clay, en otro tiempo un respetado psiquiatra infantil, desapareció al salir a la luz los abusos sufridos por varios niños que él atendía. Ahora, cinco años después, y cuando ya se le ha declarado muerto, su hija, Rebecca Clay, es acosada por un desconocido que pregunta por su padre. Ese desconocido, llamado Merrick, está obsesionado con descubrir la verdad sobre la desaparición de su propia hija, y Rebecca contrata al detective Charlie Parker para deshacerse de Merrick a toda costa. Parker no tarda en verse atrapado entre aquellos que quieren conocer la verdad sobre Daniel Clay y aquellos que quieren permanecer ocultos a toda costa, pues quizá no estaban del todo al margen de los abusos. Pero intervienen otras fuerzas. Alguien, un fantasma del pasado de Parker, financia la cacería de Merrick. Y las acciones de Merrick han inducido a otros a salir de las sombras: figuras semivislumbradas decididas a vengarse a su manera, pálidos espectros que vagan sin reposo. Han llegado los seres atormentados… Así arranca este nuevo y esperado caso del detective Charlie Parker, alias «Bird», en la que es la sexta novela de la serie policiaca escrita por John Connolly.

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No contesté. ¿Qué podía decir, en especial a Ángel, que había sido él mismo víctima de tales abusos, entregado por su padre a hombres que obtenían placer con el cuerpo de un niño? Por eso estaba allí en ese momento, en aquel cementerio frío de un remoto pueblo del norte. Por eso estaban los dos allí, esos cazadores entre cazadores. Para ellos ya no era cuestión de dinero, ni de su propia conveniencia. Eso habría podido ser así en otro tiempo, pero ya no lo era. Ahora estaban allí por la misma razón que yo: porque hacer caso omiso de lo que había sucedido a esos niños en el pasado reciente y lejano, volver la cabeza y mirar en otra dirección porque era más fácil, equivalía a ser cómplice de los crímenes cometidos. Negarse a ahondar sería actuar en connivencia con los culpables.

– Alguien ha cuidado esta tumba -observó Ángel.

Era verdad. No había hierbajos, y el césped había sido cortado para que no tapara la lápida. Incluso las palabras en la piedra habían sido realzadas con pintura negra para que destacaran.

– ¿Quién se ocupa de una tumba de hace cincuenta años? -preguntó.

– Quizás el actual dueño de Galaad -contesté-. Vayamos a preguntárselo.

A unos ocho kilómetros por la 201, pasado Moose River y a la altura del término municipal de Sandy Bay, un cartel señalaba la Senda del Monte Pelado, y supe que nos acercábamos a Galaad. Si Ángel no hubiese indagado antes, habría sido difícil encontrar aquel sitio. La carretera que cogimos no tenía nombre. Tan sólo la identificaban un cartel donde se leía PROPIEDAD PRIVADA y, como había dicho Ángel, una lista que enumeraba a aquellos cuya presencia sería especialmente mal recibida. A eso de un kilómetro se alzaba una verja. Estaba cerrada con llave, y la cerca se adentraba en el bosque a ambos lados.

– Galaad está ahí dentro -dijo Ángel señalando al bosque en dirección norte-. Quizás a un kilómetro de aquí o algo más.

– ¿Y la casa?

– A la misma distancia, pero siguiendo derecho por el camino. Se ve desde un poco más adelante.

Señaló un sendero de tierra con roderas, paralelo a la cerca hacia el sudeste.

Detuve el coche a un lado del camino. Saltamos la verja y nos adentramos en el bosque.

Al cabo de quince o veinte minutos llegamos al claro.

La mayoría de los edificios seguía en pie. En un lugar donde la madera era el principal material de construcción, Lumley había elegido la piedra para varias casas, tan convencido estaba de que su comunidad ideal perduraría. Las viviendas variaban de tamaño, desde cabañas de dos habitaciones hasta estructuras mayores con capacidad para albergar cómodamente a familias de seis o más miembros. La mayoría se hallaba en un estado ruinoso, y algunas habían sido incendiadas, pero una de ellas parecía restaurada en cierta medida. Tenía techo y barrotes en las cuatro ventanas. La puerta de entrada, una plancha maciza de roble toscamente labrado, estaba cerrada con llave. En total, la comunidad no pudo pasar de la docena de familias en su momento de mayor auge. Existían muchos lugares así en Maine: aldeas olvidadas, pueblos que se habían marchitado y muerto, asentamientos basados en una fe equivocada en un líder carismático. Pensé en las ruinas del Santuario, en Casco Bay, y en Faulkner y su grey asesinada en Aroostook. Galaad era uno más de una larga e ignominiosa serie de proyectos fallidos, condenados al fracaso por hombres sin escrúpulos e instintos viles.

Y por encima de todo asomaba el gran campanario de la iglesia del Salvador, la rival de San Antonio erigida por Lumley. Se habían construido los muros, se había levantado el campanario, pero no llegaron a techarlo, y nadie había rezado entre sus paredes. Era menos un homenaje a Dios que un monumento a la vanidad de un hombre. Ahora el bosque lo había reclamado para sí. Estaba cubierta de hiedra hasta tal punto que se habría dicho que la propia naturaleza la había edificado creando un templo de hojas y zarcillos, con hierba y matojos por suelo y un árbol por tabernáculo, ya que un nogal había crecido en el lugar que correspondía al altar, y tenía las ramas desplegadas y sin hojas como los restos esqueléticos de un predicador trastornado a quien el viento frío había despojado de su carne mientras despotricaba contra el mundo, con los huesos oscurecidos por la acción del sol y la lluvia.

Todo en Galaad reflejaba pérdida y podredumbre y descomposición. Aunque yo no hubiese sabido nada de los crímenes cometidos allí, del sufrimiento padecido por unos niños y las muertes de unos recién nacidos, me habría invadido la misma sensación de malestar y suciedad. Si bien es verdad que había cierta magnificencia en la iglesia a medio construir, carecía de belleza, e incluso la propia naturaleza parecía corrompida en contacto con aquel lugar. Dubus estaba en lo cierto. Lumley había elegido mal el emplazamiento de su comunidad.

Cuando Ángel se dispuso a examinar la iglesia de cerca, lo detuve con un gesto.

– ¿Qué pasa? -preguntó.

– No toques ninguna planta -advertí.

– ¿Por qué?

– Son todas venenosas.

Y así era: parecía que hasta el último hierbajo infecto, hasta la última flor perniciosa, había arraigado allí, algunos de los cuales no los había visto nunca tan al norte, ni agrupados de esa manera. Había laurel americano, con su corteza en jirones, de color herrumbre, sus flores rosas y blancas salpicadas de rojo como la sangre de insectos, y con unos estambres, ahora ausentes, que respondían al tacto como insectos o animales. Vi raíz de serpiente blanca, todavía en la etapa final de floración, que podía emponzoñar la leche de una vaca si el animal comía la planta, y el veneno era letal para quien la bebiese. Cerca de una ciénaga con hielo en las orillas había matas de cicuta virosa, que con sus hojas dentadas y sus tallos veteados llamaban mucho la atención, siendo cada una de sus partes potencialmente mortífera. Había estramonio, más propio de los campos, y celidonia y ortigas. Hasta la hiedra era venenosa. Allí no acudiría ningún pájaro, pensé, ni siquiera en verano. Sería siempre un paraje silencioso y desolado.

Alzamos la vista para contemplar el enorme campanario, más alto incluso que los árboles que lo rodeaban. Algunas de las lumbreras contemplaban sombrías el bosque entre capas de hiedra, y el hueco vacío concebido para albergar la campana estaba invadido casi por completo de vegetación. No tenía puertas, sino sólo aberturas rectangulares en la base del campanario y a un lado de la iglesia propiamente dicha, y en las ventanas no había cristales. El mero intento de entrar sería exponerse a cortes y erupciones a causa de las malas hierbas y las ortigas que obstruían el paso, si bien advertí, al observar con mayor detenimiento, que aparentemente alguien, en algún momento, sé había abierto paso a través de las plantas, ya que éstas eran más altas y espesas a los lados. Al oeste de la iglesia vi los restos de un sendero en el bosque, visible por la ausencia de árboles altos. Por allí habían transportado el material de construcción a través del bosque, pero medio siglo después sólo quedaba una línea divisoria invadida por la maleza.

Nos acercamos a la casa intacta. Hice una seña a Ángel con la cabeza y se puso manos a la obra con la cerradura.

– Hace tiempo que no se abre -comentó.

Sacó del bolsillo de la cazadora una lata pequeña de lubricante, roció la cerradura y probó de nuevo. Al cabo de unos minutos oímos un chasquido. Hizo presión con el hombro y la puerta se abrió con un chirrido.

Tenía dos habitaciones, las dos vacías. El suelo era de cemento, y saltaba a la vista que no formaba parte de la estructura original. El sol, que había luchado durante tanto tiempo para traspasar el cristal mugriento, aprovechó la ocasión brindada por la puerta abierta para bañar de luz el interior, pero no había nada que ver ni iluminar. Louis golpeteó suavemente con los nudillos una de las ventanas.

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