– Es plexiglás -dijo. Recorrió el contorno del marco con el dedo. Al parecer, en algún momento alguien había intentado desprender el marco del cemento. No había llegado muy lejos, pero las pruebas del intento fallido seguían allí.
Se inclinó hacia el cristal y después, en un intento de ver más claramente algo que había captado con su fina vista, se arrodilló.
– Fijaos en esto -dijo.
Había pequeños arañazos en el ángulo inferior derecho. Acerqué la cabeza para ver qué podían ser, pero fue Ángel quien los descifró primero.
– L.M. -leyó.
– Lucy Merrick -deduje. Tenía que ser eso. No había más marcas ni en las paredes ni en las ventanas. Si las letras hubieran sido grabadas por un niño a modo de diversión, habrían estado acompañadas de otras iniciales, otros nombres, pero Galaad no era un sitio que visitaría una persona sola, no por voluntad propia.
Y en ese momento supe que fue allí adonde habían llevado a Andy Kellog y, más tarde, a la hija de Merrick. Andy Kellog había vuelto trastornado, traumatizado, pero con vida. Lucy Merrick, en cambio, no había regresado. Al instante, el aire de la casa se me antojó viciado y muerto, contaminado por lo que en el fondo de mi alma sabía que había tenido lugar en aquellas habitaciones.
– ¿Por qué aquí? -preguntó Louis en un susurro-. ¿Por qué los trajeron aquí?
– Por lo ocurrido aquí antes -contestó Ángel. Tocó con la yema del dedo las marcas de Lucy en el cristal, resiguiendo cada una con delicadeza y ternura en un gesto de evocación. Me acordé de mi propia reacción en el desván de mi casa, al leer un mensaje escrito en el polvo-. El hecho de saber que repetían algo sucedido ya en el pasado, como si continuasen una tradición, provocaban mayor placer.
Sus palabras se hacían eco de lo que había dicho Christian sobre los «aglutinadores». ¿Era eso lo que estaba detrás de la fascinación de Clay por Galaad? ¿Quería recrear lo sucedido medio siglo antes, o ayudó a otros a hacerlo? Por otro lado, acaso su interés no fuera morboso ni lascivo. Quizás él no tuvo la culpa de nada de lo ocurrido, y sólo su curiosidad profesional lo llevó a ese profundo lugar en el bosque, cuyo obsesivo recuerdo plasmó luego en los cuadros que Merrick había destrozado en la pared de Joel Harmon y que Mason Dubus exhibía con orgullo en la suya. Pero cada vez me costaba más creerlo. Si unos hombres habían intentado recrear los crímenes anteriores allí cometidos, quizás habrían buscado a su instigador, Mason Dubus. Tomé conciencia de que seguíamos un camino recorrido antes por Clay, rastreando las huellas que había dejado al desplazarse hacia el norte. Él le había regalado una de sus preciadas obras de arte a Dubus. No parecía un simple gesto de agradecimiento. Se acercaba al respeto, casi al afecto.
Busqué en las dos habitaciones cualquier otra señal de la presencia de Lucy Merrick en la casa, pero no encontré nada. Probablemente en otro tiempo hubo allí colchones, mantas, incluso libros o revistas. Había interruptores en las paredes, pero los portalámparas no tenían bombillas. Vi marcas en el ángulo superior de la segunda habitación, donde debía de haberse colgado una placa de metal o algo parecido, y debajo un agujero limpio. Un orificio más grande en la pared, rellenado después pero con el contorno todavía visible, indicaba el lugar donde en otro tiempo estuvo colocada una estufa, y la chimenea había sido tapiada hacía mucho. Lucy Merrick había desaparecido en septiembre. Allí ya debía de hacer frío. ¿Cómo pudo calentarse si la retuvieron allí? No hallé respuesta. Se lo habían llevado todo y era evidente que aquellas habitaciones no se utilizaban desde hacía años.
– La mataron aquí, ¿no? -preguntó Ángel.
Seguía junto a la ventana, los dedos en contacto con las letras grabadas en el cristal, como si así pudiera entrar en contacto, de algún modo, con la propia Lucy Merrick y darle consuelo, para que, donde quiera que estuviese, supiera que alguien había encontrado las marcas que ella dejó y sentía dolor por ella. Las letras eran pequeñas, casi imperceptibles. Ella no quería que los hombres que la habían secuestrado las viesen. Quizá pensó que le permitirían demostrar su versión cuando la soltaran, ¿o temió acaso, ya en ese momento, que nunca la dejasen en libertad y albergó la esperanza de que esas letras proporcionasen una señal en caso de que alguien se preocupara de averiguar qué había sido de ella?
– No mataron a los demás -dije-. Por eso llevaban máscaras, para poder soltarlos sin preocuparse de que los identificaran. Es posible que se excedieran o que algo se torciera. Por alguna razón murió, y eliminaron toda señal de su presencia aquí; luego cerraron la casa a cal y canto y no volvieron nunca más.
Ángel dejó caer los dedos.
– Caswell, el dueño de estas tierras, debía de saber lo que ocurría.
– Sí -susurré-. Debía de saberlo.
Me volví para marcharme. Louis estaba delante de mí, encuadrado en el umbral de la puerta, una silueta oscura contra el sol de la mañana. Abrió la boca para hablar, pero calló. Los tres habíamos oído nítidamente el ruido. Era el de un cartucho al entrar en la recámara de una escopeta. Siguió una voz. Dijo:
– Eh, al menor movimiento, disparo.
Ángel y yo guardamos silencio dentro de la casa, decididos a no movernos ni hablar. Louis se quedó inmóvil en el umbral de la puerta, con los brazos extendidos a los lados para demostrarle al hombre detrás de él que no tenía nada en las manos.
– Ahora fuera, despacio -dijo la voz-. Con las manos en la cabeza. Y los que están dentro que hagan lo mismo. Ustedes no me ven, pero yo los veo a ustedes. Se lo digo ya: a la que uno se mueva, aquí el figurín, con su elegante abrigo, acabará con un agujero donde ahora tiene la cara. Han entrado sin autorización en una propiedad privada. Es posible que además lleven armas. Ni un solo juez del estado me condenará si me obligan a matarlos yendo armados.
Lentamente, Louis se alejó de la puerta y se detuvo con las manos en la nuca, de cara al bosque. A Ángel y a mí no nos quedó más remedio que seguirlo. Intenté localizar la procedencia de la voz, pero cuando abandonamos la protección de la casa, fuera sólo había silencio. A continuación, un hombre salió de un bosquecillo de olmos y clavellinas. Vestía pantalones de camuflaje verdes y una chaqueta a juego, y empuñaba una Browning de calibre 12. Corpulento pero no musculoso, pasaba de los cincuenta años. Tenía la tez pálida y el cabello demasiado largo, desparramado en desaseadas greñas sobre la cabeza como una fregona sucia. Parecía no dormir bien desde hacía mucho tiempo. Los ojos casi se le caían de la cabeza, como si no soportaran la presión dentro del cráneo, y tenía las cuencas tan enrojecidas que la piel parecía desprenderse de la carne. Pústulas recientes salpicaban sus mejillas, barbilla y cuello, con puntos rojos allí donde se había cortado al afeitarse.
– ¿Quiénes son ustedes? -preguntó. Sostenía la escopeta con firmeza, pero le temblaba la voz como si sólo pudiera proyectar aplomo con el cuerpo o con la voz, pero no con los dos simultáneamente.
– Cazadores -contesté.
– ¿Ah, sí? -Soltó una risa burlona-. ¿Y qué cazan sin rifles?
– Hombres -se limitó a contestar Louis.
Se abrió otra grieta en la fachada de aquel individuo. Imaginé la piel resquebrajándose bajo su ropa en un sinfín de pequeñas roturas, como una muñeca de porcelana a punto de romperse en mil pedazos.
– ¿Es usted Caswell? -pregunté.
– ¿Quién quiere saberlo?
– Me llamo Charlie Parker. Soy investigador privado. Éstos son mis colegas.
– Soy Caswell, sí. Y éstas son mis tierras. No se les ha perdido nada aquí.
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