– Volvemos al trabajo, muchachos -anunció Jackie con orgullo.
Y por un breve momento, antes de que se impusiera el sentido común, me invadió una extraña felicidad.
Fui en coche con Jackie a la casa de Rebecca Clay. Pareció sentir alivio al volver a verme. Los presenté y le dije a Rebecca que Jackie velaría por ella durante los días siguientes, pero que yo tampoco andaría lejos si ocurría algo. Creo que Jackie se ajustaba más que yo a la idea que ella tenía de un guardaespaldas, así que no puso objeción alguna. En honor a la verdad casi absoluta, le dije que habría otros dos hombres cerca por si surgían problemas, y le di una vaga descripción de los Fulci que tendía a ser halagüeña sin caer en la mentira declarada.
– ¿Son realmente necesarios tres hombres? -preguntó.
– No, pero vienen incluidos en el mismo lote. El servicio sale por ciento cincuenta al día, lo que es barato, pero si le preocupa el coste, podemos llegar a un acuerdo.
– No importa. Creo que puedo permitírmelo durante un tiempo.
– Bien. Trataré de averiguar algo más sobre Merrick ahora que nos ha dado un respiro, y hablaré con algunas de las personas de su lista. Si pasado este periodo de gracia de dos días no tenemos una idea más clara de las intenciones de Merrick, y si él sigue sin aceptar que usted no puede ayudarlo, iremos otra vez a la policía e intentaremos que lo detengan antes de acudir al juzgado. Sé que en estos momentos usted preferiría un enfoque más físico, pero antes debemos agotar las otras posibilidades.
– Entiendo.
Le pregunté por su hija, y me contó que lo había organizado todo para que Jenna fuera a pasar una semana a casa de sus abuelos, en Washington D.C. La escuela ya había autorizado su ausencia, y Jenna se marcharía a primera hora de la mañana.
Me acompañó a la puerta y me tocó el brazo.
– ¿Sabe por qué lo he contratado? -preguntó-. Tuve un novio que se llamaba Neil Chambers. Era el padre de Jenna.
Neil Chambers. Su padre, Ellis, se había puesto en contacto conmigo a primeros de año, buscando ayuda para su hijo. Neil debía dinero a unos hombres de Kansas City, y no tenía forma de saldar la deuda. Ellis quería que yo actuase como intermediario, a fin de encontrar alguna solución al problema. No pude ayudarlo, no en ese momento. Propuse a ciertas personas que tal vez serían capaces de hallar una salida, pero para Neil ya era demasiado tarde. Echaron su cadáver a una zanja a modo de advertencia para otros, poco después de mi conversación con Ellis.
– Lo siento -dije.
– No se preocupe. Neil no veía mucho a Jenna; a decir verdad, no la había visto desde hacía años, pero mantengo una buena relación con Ellis. Él y su mujer, Sara, son quienes cuidarán de Jenna esta semana, y fue él quien me habló de usted.
– Rechacé el caso. No pude ayudarlo cuando me lo pidió.
– Lo entendió. No se lo echó en cara, ni entonces ni ahora. Para entonces ya había perdido a Neil. Él lo sabía, pero lo quería igualmente. Cuando le hablé a Ellis de Merrick, me recomendó que acudiera a usted. No es rencoroso. -Me soltó el brazo y preguntó-: ¿Cree que llegarán a coger a los hombres que mataron a Neil?
– Al hombre -corregí-. El responsable fue un solo hombre. Se llamaba Donnie P.
– ¿Se hará algo al respecto?
– Ya se hizo -respondí.
Me miró en silencio por un momento.
– ¿Lo sabe Ellis? -preguntó.
– ¿Le serviría de algo saberlo?
– No, no lo creo. Como le he dicho, no es rencoroso.
Vi un destello en sus ojos, y muy dentro de ella se desenroscó algo y se desplegó sinuosamente, algo de boca blanda y roja.
– Pero usted sí lo es, ¿verdad? -dijo.
Encontramos a la chica en Independence, al este de Kansas City, en un cuchitril con pretensiones y a corta distancia de un peque ñ o aeropuerto. Nos hab í an informado bien. La chica no abri ó la puerta cuando llamamos. Á ngel, bajo y en apariencia inofensivo, estaba a mi lado, y Louis, alto, de piel oscura y muy, muy amenazador, se hab í a apostado en la parte de atr á s de la casa por si ella intentaba escapar. O í mos movimiento en el interior. Volv í a llamar.
– ¿ Qui é n es? -pregunt ó con voz quebrada y tensa.
– ¿ Mia?-dije.
– Aqu í no hay nadie que se llame as í .
– Queremos ayudarte.
– Ya se lo he dicho: aqu í no hay ninguna Mia. Se ha equivocado de direcci ó n.
– Viene a por ti, Mia. No puedes llevarle la delantera eternamente.
– No s é de qu é me habla.
– De Donnie, Mia. Se acerca y t ú lo sabes.
– ¿ Qui é nes son? ¿ Polis?
– ¿ Conoces a un tal Neil Chambers?
– No. ¿ Por qu é tendr í a que conocerlo?
– Donnie lo mat ó por una deuda.
– ¿ Y?
– Lo dej ó tirado en una zanja. Lo tortur ó y luego le peg ó un tiro. Har á lo mismo contigo, s ó lo que en tu caso nadie ir á despu é s de puerta en puerta para ajustar cuentas. Aunque eso a ti te dar á lo mismo. Estar á s muerta. Si nosotros te hemos encontrado, é l tambi é n te encontrar á . No te queda mucho tiempo.
Guard ó silencio durante tanto rato que pens é que quiz á se hab í a alejado de la puerta. Finalmente se oy ó c ó mo desprend í a la cadena de seguridad y abr í a. Entramos en la penumbra. Ten í a todas las cortinas echadas y las luces apagadas. La muchacha, Mia, cerr ó de un portazo detr á s de nosotros y retrocedi ó hacia las sombras para que no le vi é ramos la cara, la cara que Donnie P. hab í a golpeado por alguna afrenta, real o imaginada.
– ¿ Podemos sentarnos? -pregunt é .
– Ustedes pueden sentarse si quieren -contest ó -. Yo me quedar é aqu í .
– ¿ Te duele?
– No mucho, pero estoy horrible. -Se le quebr ó a ú n m á s la voz-. ¿ Qui é n les ha dicho que estaba aqu í ?
– Eso da igual.
– A m í no.
– Alguien que se preocupa por ti. Es lo ú nico que necesitas saber.
– ¿ Qu é quieren?
– Queremos que nos digas por qu é te hizo Donnie esto. Queremos que nos cuentes lo que sabes de é l.
– ¿ Por qu é creen que s é algo?
– Porque te escondes de é l, porque corre el rumor de que quiere encontrarte antes de que hables.
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