John Connolly - Los atormentados

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Daniel Clay, en otro tiempo un respetado psiquiatra infantil, desapareció al salir a la luz los abusos sufridos por varios niños que él atendía. Ahora, cinco años después, y cuando ya se le ha declarado muerto, su hija, Rebecca Clay, es acosada por un desconocido que pregunta por su padre. Ese desconocido, llamado Merrick, está obsesionado con descubrir la verdad sobre la desaparición de su propia hija, y Rebecca contrata al detective Charlie Parker para deshacerse de Merrick a toda costa. Parker no tarda en verse atrapado entre aquellos que quieren conocer la verdad sobre Daniel Clay y aquellos que quieren permanecer ocultos a toda costa, pues quizá no estaban del todo al margen de los abusos. Pero intervienen otras fuerzas. Alguien, un fantasma del pasado de Parker, financia la cacería de Merrick. Y las acciones de Merrick han inducido a otros a salir de las sombras: figuras semivislumbradas decididas a vengarse a su manera, pálidos espectros que vagan sin reposo. Han llegado los seres atormentados… Así arranca este nuevo y esperado caso del detective Charlie Parker, alias «Bird», en la que es la sexta novela de la serie policiaca escrita por John Connolly.

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– Volvemos al trabajo, muchachos -anunció Jackie con orgullo.

Y por un breve momento, antes de que se impusiera el sentido común, me invadió una extraña felicidad.

Fui en coche con Jackie a la casa de Rebecca Clay. Pareció sentir alivio al volver a verme. Los presenté y le dije a Rebecca que Jackie velaría por ella durante los días siguientes, pero que yo tampoco andaría lejos si ocurría algo. Creo que Jackie se ajustaba más que yo a la idea que ella tenía de un guardaespaldas, así que no puso objeción alguna. En honor a la verdad casi absoluta, le dije que habría otros dos hombres cerca por si surgían problemas, y le di una vaga descripción de los Fulci que tendía a ser halagüeña sin caer en la mentira declarada.

– ¿Son realmente necesarios tres hombres? -preguntó.

– No, pero vienen incluidos en el mismo lote. El servicio sale por ciento cincuenta al día, lo que es barato, pero si le preocupa el coste, podemos llegar a un acuerdo.

– No importa. Creo que puedo permitírmelo durante un tiempo.

– Bien. Trataré de averiguar algo más sobre Merrick ahora que nos ha dado un respiro, y hablaré con algunas de las personas de su lista. Si pasado este periodo de gracia de dos días no tenemos una idea más clara de las intenciones de Merrick, y si él sigue sin aceptar que usted no puede ayudarlo, iremos otra vez a la policía e intentaremos que lo detengan antes de acudir al juzgado. Sé que en estos momentos usted preferiría un enfoque más físico, pero antes debemos agotar las otras posibilidades.

– Entiendo.

Le pregunté por su hija, y me contó que lo había organizado todo para que Jenna fuera a pasar una semana a casa de sus abuelos, en Washington D.C. La escuela ya había autorizado su ausencia, y Jenna se marcharía a primera hora de la mañana.

Me acompañó a la puerta y me tocó el brazo.

– ¿Sabe por qué lo he contratado? -preguntó-. Tuve un novio que se llamaba Neil Chambers. Era el padre de Jenna.

Neil Chambers. Su padre, Ellis, se había puesto en contacto conmigo a primeros de año, buscando ayuda para su hijo. Neil debía dinero a unos hombres de Kansas City, y no tenía forma de saldar la deuda. Ellis quería que yo actuase como intermediario, a fin de encontrar alguna solución al problema. No pude ayudarlo, no en ese momento. Propuse a ciertas personas que tal vez serían capaces de hallar una salida, pero para Neil ya era demasiado tarde. Echaron su cadáver a una zanja a modo de advertencia para otros, poco después de mi conversación con Ellis.

– Lo siento -dije.

– No se preocupe. Neil no veía mucho a Jenna; a decir verdad, no la había visto desde hacía años, pero mantengo una buena relación con Ellis. Él y su mujer, Sara, son quienes cuidarán de Jenna esta semana, y fue él quien me habló de usted.

– Rechacé el caso. No pude ayudarlo cuando me lo pidió.

– Lo entendió. No se lo echó en cara, ni entonces ni ahora. Para entonces ya había perdido a Neil. Él lo sabía, pero lo quería igualmente. Cuando le hablé a Ellis de Merrick, me recomendó que acudiera a usted. No es rencoroso. -Me soltó el brazo y preguntó-: ¿Cree que llegarán a coger a los hombres que mataron a Neil?

– Al hombre -corregí-. El responsable fue un solo hombre. Se llamaba Donnie P.

– ¿Se hará algo al respecto?

– Ya se hizo -respondí.

Me miró en silencio por un momento.

– ¿Lo sabe Ellis? -preguntó.

– ¿Le serviría de algo saberlo?

– No, no lo creo. Como le he dicho, no es rencoroso.

Vi un destello en sus ojos, y muy dentro de ella se desenroscó algo y se desplegó sinuosamente, algo de boca blanda y roja.

– Pero usted sí lo es, ¿verdad? -dijo.

Encontramos a la chica en Independence, al este de Kansas City, en un cuchitril con pretensiones y a corta distancia de un peque ñ o aeropuerto. Nos hab í an informado bien. La chica no abri ó la puerta cuando llamamos. Á ngel, bajo y en apariencia inofensivo, estaba a mi lado, y Louis, alto, de piel oscura y muy, muy amenazador, se hab í a apostado en la parte de atr á s de la casa por si ella intentaba escapar. O í mos movimiento en el interior. Volv í a llamar.

¿ Qui é n es? -pregunt ó con voz quebrada y tensa.

¿ Mia?-dije.

– Aqu í no hay nadie que se llame as í .

– Queremos ayudarte.

– Ya se lo he dicho: aqu í no hay ninguna Mia. Se ha equivocado de direcci ó n.

– Viene a por ti, Mia. No puedes llevarle la delantera eternamente.

– No s é de qu é me habla.

– De Donnie, Mia. Se acerca y t ú lo sabes.

¿ Qui é nes son? ¿ Polis?

¿ Conoces a un tal Neil Chambers?

– No. ¿ Por qu é tendr í a que conocerlo?

– Donnie lo mat ó por una deuda.

¿ Y?

– Lo dej ó tirado en una zanja. Lo tortur ó y luego le peg ó un tiro. Har á lo mismo contigo, s ó lo que en tu caso nadie ir á despu é s de puerta en puerta para ajustar cuentas. Aunque eso a ti te dar á lo mismo. Estar á s muerta. Si nosotros te hemos encontrado, é l tambi é n te encontrar á . No te queda mucho tiempo.

Guard ó silencio durante tanto rato que pens é que quiz á se hab í a alejado de la puerta. Finalmente se oy ó c ó mo desprend í a la cadena de seguridad y abr í a. Entramos en la penumbra. Ten í a todas las cortinas echadas y las luces apagadas. La muchacha, Mia, cerr ó de un portazo detr á s de nosotros y retrocedi ó hacia las sombras para que no le vi é ramos la cara, la cara que Donnie P. hab í a golpeado por alguna afrenta, real o imaginada.

¿ Podemos sentarnos? -pregunt é .

– Ustedes pueden sentarse si quieren -contest ó -. Yo me quedar é aqu í .

¿ Te duele?

– No mucho, pero estoy horrible. -Se le quebr ó a ú n m á s la voz-. ¿ Qui é n les ha dicho que estaba aqu í ?

– Eso da igual.

– A m í no.

– Alguien que se preocupa por ti. Es lo ú nico que necesitas saber.

¿ Qu é quieren?

– Queremos que nos digas por qu é te hizo Donnie esto. Queremos que nos cuentes lo que sabes de é l.

¿ Por qu é creen que s é algo?

– Porque te escondes de é l, porque corre el rumor de que quiere encontrarte antes de que hables.

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