John Connolly - Los atormentados

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Daniel Clay, en otro tiempo un respetado psiquiatra infantil, desapareció al salir a la luz los abusos sufridos por varios niños que él atendía. Ahora, cinco años después, y cuando ya se le ha declarado muerto, su hija, Rebecca Clay, es acosada por un desconocido que pregunta por su padre. Ese desconocido, llamado Merrick, está obsesionado con descubrir la verdad sobre la desaparición de su propia hija, y Rebecca contrata al detective Charlie Parker para deshacerse de Merrick a toda costa. Parker no tarda en verse atrapado entre aquellos que quieren conocer la verdad sobre Daniel Clay y aquellos que quieren permanecer ocultos a toda costa, pues quizá no estaban del todo al margen de los abusos. Pero intervienen otras fuerzas. Alguien, un fantasma del pasado de Parker, financia la cacería de Merrick. Y las acciones de Merrick han inducido a otros a salir de las sombras: figuras semivislumbradas decididas a vengarse a su manera, pálidos espectros que vagan sin reposo. Han llegado los seres atormentados… Así arranca este nuevo y esperado caso del detective Charlie Parker, alias «Bird», en la que es la sexta novela de la serie policiaca escrita por John Connolly.

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– Mi padre no hablaba de sus pacientes conmigo. O al menos no por su nombre. Si se la mandó una institución estatal, podría haber un historial suyo en algún sitio, supongo, pero no le resultará fácil conseguir que alguien lo confirme. Sería una violación del secreto profesional.

– ¿Y los archivos de los pacientes de su padre?

– Los archivos de mi padre pasaron a disposición judicial tras su desaparición. Recuerdo que alguien intentó solicitar autorización para que algunos de sus colegas los examinasen, pero la denegaron. Sólo se puede tener acceso mediante una inspección a puerta cerrada, y eso es poco habitual. Los jueces son reacios a concederla para proteger la intimidad de los pacientes.

Consideré que había llegado el momento de abordar la cuestión de su padre y las acusaciones presentadas contra él.

– Tengo que hacerle una pregunta delicada, señorita Clay -empecé a decir.

Esperó. Sabía lo que se avecinaba, pero quería oírmelo decir.

– ¿Cree que su padre abusó de los niños a los que atendía?

– No -contestó con firmeza-. Mi padre no abusó de ninguno de esos niños.

– ¿Piensa usted que facilitó las cosas a los autores de los abusos, quizá proporcionándoles información sobre la identidad y el paradero de pacientes vulnerables?

– Mi padre vivía entregado a su trabajo. Cuando dejaron de encargarle peritajes, fue porque empezaron a dudar de su objetividad. Él tendía a creer a los niños desde el principio, y ésa fue la causa de sus problemas. Sabía lo que eran capaces de hacer los adultos.

– ¿Tenía su padre muchos amigos íntimos?

Arrugó la frente.

– Unos cuantos. También trataba con algunos colegas, aunque perdí el contacto con casi todos después de su desaparición. Querían distanciarse al máximo de él. No me extrañó.

– Me gustaría que hiciera una lista: relaciones profesionales, compañeros de estudios, personas de su antiguo barrio. Cualquiera con quien mantuviese un trato regular.

– La haré en cuanto llegue a casa.

– Por cierto, no me había contado que estuvo usted casada.

Se sorprendió.

– ¿Cómo se ha enterado?

– Me lo ha dicho Merrick.

– Dios santo. No me pareció un dato importante. El matrimonio no duró mucho. Ahora ya nunca nos vemos.

– ¿Cómo se llama?

– Jerry. Jerry Legere.

– ¿Y no es el padre de Jenna?

– No.

– ¿Dónde puedo encontrarlo?

– Es electricista. Trabaja por todas partes. ¿Por qué quiere hablar con él?

– Voy a hablar con mucha gente. Así es como funcionan estas cosas.

– Pero así no conseguirá que ese hombre, ese tal Merrick, se marche. -Volvió a levantar la voz-. Yo no le he contratado para eso.

– Él no va a marcharse, señorita Clay, todavía no. Está furioso, y esa ira tiene algo que ver con su padre. Necesito averiguar qué relación existe entre su padre y Merrick. Para eso tendré que hacer muchas preguntas.

Cruzó los brazos sobre el techo del coche y apoyó la frente en ellos.

– No quiero que esto se alargue -dijo con la voz ahogada a causa de la postura-. Quiero que todo vuelva a ser como antes. Haga lo que tenga que hacer, hable con quien sea, pero acabe con esto. Por favor. Ya ni siquiera sé dónde vive mi ex marido, pero antes trabajaba a veces para una empresa llamada A-Secure y quizá todavía colabore con ellos. Instalan sistemas de seguridad en oficinas, tiendas y viviendas. Un amigo de Jerry, Raymon Lang, se dedica al mantenimiento de los sistemas y le pasaba mucho trabajo a Jerry. Seguramente lo encontrará a través de A-Secure.

– Merrick piensa que tal vez usted y su ex marido hablaron de su padre en alguna ocasión.

– Pues claro que sí, pero Jerry no sabe nada de lo que le pasó a mi padre, eso se lo aseguro. Jerry Legere sólo piensa en sí mismo, en nadie más. Esperaba que mi padre apareciese muerto en algún sitio para empezar a gastar el dinero que yo recibiese en herencia.

– ¿Su padre era rico?

– Todavía hay inmovilizada una suma considerable de dinero, pendiente del fallo de validación del testamento, de modo que sí, podría decirse que vivía con holgura. Por otra parte, está la casa. Jerry quería que la vendiese, pero no me era posible, obviamente, porque no era mía. Al final, Jerry se cansó de esperar, y de mí. Aunque el desencanto fue mutuo. No era lo que se dice un marido ideal.

– Una última cosa -dije-. ¿Le oyó hablar a su padre alguna vez de un «proyecto», o de algo llamado «el Proyecto»?

– No, nunca.

– ¿Tiene idea de lo que podría ser?

– Ni la más mínima.

Levantó la cabeza y entró en el coche. La seguí de cerca camino de la oficina y me quedé allí hasta la hora de recoger a Jenna. El director acompañó a la niña a la puerta del colegio, y Rebecca habló con él un momento, para explicarle, supuse, el motivo por el que Jenna se ausentaría durante un tiempo. Luego las seguí hasta su casa. Rebecca aparcó en el camino de acceso y se quedó dentro del coche con el seguro puesto, en tanto que yo inspeccionaba todas las habitaciones. Regresé a la puerta de entrada y le indiqué con una seña que todo estaba en orden. Cuando entró, me senté en la cocina y la observé mientras elaboraba una lista de amigos y colegas de su padre. No era muy larga. Algunos, dijo, habían muerto, y de otros no recordaba el nombre. Le pedí que me avisara si se le ocurría alguno más y me aseguró que así lo haría. Me comprometí a dejar resuelto esa misma noche el asunto de la protección añadida y a llamarla para darle los detalles al respecto antes de que se acostara. Dicho esto, me marché. Oí el cerrojo y luego una serie de pitidos electrónicos cuando introdujo el código de la alarma para activar el sistema de seguridad de la casa.

La luz del día se había desvanecido. Las olas rompían en la orilla cuando me encaminé hacia el coche. Normalmente encontraba relajante ese sonido, pero no aquella tarde. Me faltaba un elemento, había algo fuera de sitio, y el aire vespertino traía un tufillo a quemado. Me volví hacia el agua, ya que el olor procedía del mar, como si se hubiera incendiado un barco lejano. Busqué el resplandor en el horizonte, pero sólo vi la rítmica palpitación del faro, el movimiento de un transbordador en la bahía y las ventanas iluminadas en las casas de las islas. Todo reflejaba calma y rutina, y sin embargo, camino de casa, no pude sacudirme de encima la sensación de inquietud.

Segunda parte

Contorno sin forma, matiz sin color fuerza paralizada,

gesto sin movimiento;

quienes han cruzado,

sin desviar la mirada, hasta el otro reino de la muerte

nos recuerdan -si acaso- no como violentas

almas perdidas, sino sólo

como los hombres huecos…

T.S. Eliot, Los hombres huecos

5

Merrick nos había prometido dos días de paz, pero yo no iba a fiarme de la palabra de un hombre semejante cuando estaba en juego la seguridad de Rebecca. Había visto a otros como él: Merrick era un barril de pólvora, siempre al borde del estallido. Recordé cómo había reaccionado al comentario que hice sobre la niña de la fotografía, y las advertencias de que aquello era un asunto «personal» suyo. Pese a lo que me había asegurado, siempre existía la posibilidad de que fuese a un bar, se tomase un par de copas y decidiese que era el momento de volver a cruzar unas palabras con la hija de Daniel Clay. Por otra parte, no podía dedicarme todo el tiempo a vigilarla. Necesitaba ayuda y no tenía muchas opciones. Estaba Jackie Garner, que era grande, fuerte y bienintencionado, pero le faltaba algún que otro tornillo. Además, allí adonde iba lo acompañaban dos bloques de carne con piernas, los hermanos Fulci; y los Fulci eran a la sutileza lo que un batidor de huevos a un huevo. No sabía muy bien cómo se lo tomaría Rebecca Clay si se los encontraba en su portal. De hecho, ni siquiera sabía cómo se lo tomaría el portal.

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