John Connolly - Los atormentados

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Daniel Clay, en otro tiempo un respetado psiquiatra infantil, desapareció al salir a la luz los abusos sufridos por varios niños que él atendía. Ahora, cinco años después, y cuando ya se le ha declarado muerto, su hija, Rebecca Clay, es acosada por un desconocido que pregunta por su padre. Ese desconocido, llamado Merrick, está obsesionado con descubrir la verdad sobre la desaparición de su propia hija, y Rebecca contrata al detective Charlie Parker para deshacerse de Merrick a toda costa. Parker no tarda en verse atrapado entre aquellos que quieren conocer la verdad sobre Daniel Clay y aquellos que quieren permanecer ocultos a toda costa, pues quizá no estaban del todo al margen de los abusos. Pero intervienen otras fuerzas. Alguien, un fantasma del pasado de Parker, financia la cacería de Merrick. Y las acciones de Merrick han inducido a otros a salir de las sombras: figuras semivislumbradas decididas a vengarse a su manera, pálidos espectros que vagan sin reposo. Han llegado los seres atormentados… Así arranca este nuevo y esperado caso del detective Charlie Parker, alias «Bird», en la que es la sexta novela de la serie policiaca escrita por John Connolly.

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Habría preferido a Louis y Ángel, pero se habían ido un par de días a la Costa Oeste para catar vinos en el valle de Napa. Saltaba a la vista que tenía amigos sofisticados, pero no podía dejar a Rebecca sin protección hasta que regresaran. Al parecer, no me quedaba otra alternativa.

Telefoneé a Jackie Garner de mala gana.

Me reuní con él en Sangillo's Tavern, un local pequeño de Hampshire que por dentro siempre estaba iluminado como si fuera Navidad. Jackie tomaba una Bud Light, pero procuré no tenérselo en cuenta. Me reuní con él en la barra y pedí un Sprite sin azúcar. Nadie se rió, lo que fue todo un detalle.

– ¿Estás a dieta? -preguntó Jackie. Llevaba una camiseta de manga larga con el logotipo de un antiguo bar de Portland cerrado desde hacía tanto tiempo que probablemente sus parroquianos pagaban las copas con abalorios. Se había afeitado el cráneo y tenía una descolorida moradura junto al ojo izquierdo. La camiseta se le ceñía al abdomen de tal modo que un observador poco atento lo habría tomado por un gordo más junto a la barra, pero ése no era el caso de Jackie Garner. Desde que lo conocía, nadie lo había ganado en una pelea, y no quería ni pensar en lo que habría sido del culpable del moretón que Jackie tenía en la cara.

– No estoy de humor para cerveza -contesté.

Levantó la botella, entornó los ojos y anunció con voz grave:

– Esto no es cerveza. Es Bud.

Al parecer quedó muy satisfecho de sí mismo.

– Una frase muy pegadiza -comenté.

Desplegó una amplia sonrisa.

– He participado en algún que otro concurso. De esos en los que hay que inventar un eslogan, ya sabes. Como «Esto no es cerveza. Es Bud». -Tomó mi Sprite-. O «Esto no es un refresco. Es Sprite». «Éstos no son frutos secos. Son…» Bueno, sí son frutos secos, pero ya me entiendes.

– Veo la pauta.

– Diría que puede adaptarse a cualquier producto.

– Salvo a los frutos secos en un cuenco -precisé.

– Salvo eso, sí, y poco más.

– Parece infalible, desde luego. ¿Andas muy ocupado últimamente?

Jackie se encogió de hombros. Por lo que yo sabía, nunca estaba ocupado. Vivía con su madre, trabajaba algún rato de camarero un par de días por semana, y dedicaba el resto del tiempo a manufacturar munición casera en un ruinoso cobertizo en medio del bosque detrás de su casa. De vez en cuando alguien comunicaba a la policía local que había oído una explosión. Y muy de vez en cuando la policía enviaba un coche patrulla con la remota esperanza de que Jackie hubiera volado por los aires. Hasta el momento se habían visto amargamente decepcionados.

– ¿Necesitas algo? -preguntó. El brillo de sus ojos se hizo más intenso ante la perspectiva de una posible trifulca.

– Sólo durante un par de días. Cierto individuo anda acechando a una mujer.

– ¿Quieres que le zurremos?

– ¿«Zurremos»? ¿Tú y quién más?

– Ya lo sabes. -Señaló con el pulgar hacia algún sitio indeterminado fuera de los confines del bar. A pesar del frío, sentí cómo me brotaba el sudor en la frente y envejecí alrededor de un año en un instante.

– ¿Se encuentran aquí? ¿Qué os pasa? ¿Acaso estáis unidos por la cadera?

– Les he dicho que esperen fuera. Sé que te ponen nervioso.

– No me ponen nervioso. Me dan un miedo atroz.

– Bueno, en todo caso ya no les dejan entrar aquí. No les dejan entrar en ninguna parte, supongo, no desde…, mmm…, aquello.

Había un «aquello». Cuando se trataba de los Fulci, siempre había un «aquello».

– ¿Aquello? ¿Qué?

– Aquello en el B-Line.

Podía decirse que el B-Line era el tugurio más peligroso de la ciudad, un antro que servía una copa gratis a todo aquel que enseñase un carnet de Alcohólicos Anónimos con más de un mes de antigüedad. Conseguir que a uno le prohibieran la entrada en el B-Line por alterar el orden era como ser expulsado de los boy scouts por hacer demasiado bien los nudos.

– ¿Qué pasó?

– Atizaron a un tipo con una puerta.

En comparación con alguna de las anécdotas que había oído sobre los Fulci, y sobre el B-Line, ésa no era nada del otro mundo.

– Pues tampoco me parece tan grave… tratándose de ellos.

– Bueno, en realidad eran dos tipos. Y dos puertas. Y arrancaron las puertas de las bisagras. Ahora ya no pueden salir tanto. Se picaron un poco. Y siguen picados. Pero aquí no les importa quedarse esperando en el aparcamiento. Las luces les parecen bonitas, y les he comprado un par de menús familiares en Norm's.

Respiré hondo para serenarme.

– No quiero que nadie resulte herido, lo que significa que no sé si quiero a los Fulci metidos en esto.

Jackie arrugó el entrecejo.

– Se llevarán un disgusto. Cuando les he dicho que iba a verte, me han pedido que los dejase venir. Les caes bien.

– ¿Y cómo lo sabes? ¿Porque no me han pegado aún con una puerta?

– No tienen malas intenciones. Es sólo que los médicos les cambian la medicación cada dos por tres y a veces no les hace el efecto que debería.

Apesadumbrado, comenzó a darle vueltas a la botella. No tenía muchos amigos, y por lo visto consideraba que la sociedad había juzgado de forma errónea a los Fulci en muchos sentidos. La sociedad, por el contrario, estaba segura de que tenía a los Fulci perfectamente catalogados y había tomado todas las medidas necesarias para reducir el contacto con ellos al mínimo.

Di una palmada a Jackie en el brazo.

– Ya les encontraremos algo que hacer, ¿vale?

Se le iluminó la cara.

– Son los hombres idóneos para tenerlos cerca cuando las cosas se complican -dijo pasando por alto oportunamente el detalle de que las cosas tendían a complicarse justo porque ellos andaban cerca.

– Oye, Jackie, ese hombre se llama Merrick y sigue a mi clienta desde hace una semana. Ha estado preguntando por su padre, pero su padre desapareció hace mucho tiempo, tanto que lo han declarado legalmente muerto. Ayer acorralé a Merrick y me prometió tomárselo con calma durante un par de días, pero no me fío. Tiene mal genio.

– ¿Llevaba pistola?

– No se la he visto, pero eso no significa nada.

Jackie bebió un sorbo de cerveza.

– ¿Cómo es que aparece precisamente ahora? -preguntó.

– ¿Cómo?

– Si el tipo ese desapareció hace tanto tiempo, ¿cómo es que este otro viene ahora a preguntar por él?

Miré a Jackie. Eso era lo que tenía de bueno. Sin duda le bailaba algo en la cabeza cuando caminaba, pero no era tonto. Yo me había planteado ya por qué Merrick preguntaba ahora por Daniel Clay, pero no qué le había impedido hacerlo antes. Me acordé del tatuaje en el nudillo de su dedo. ¿Habría cumplido condena desde la desaparición de Clay?

– Quizá pueda averiguarlo mientras vigilas a la mujer. Se llama Rebecca Clay. Te la presentaré esta noche. Y escúchame bien: procura que los Fulci no se dejen ver, pero si quieres tenerlos cerca, por mí no hay inconveniente. En realidad, puede que no sea mala idea que los vean echando un ojo a la casa.

Probablemente, ver a aquellos tres hombres corpulentos -dos de los cuales hacían que el tercero pareciera desnutrido a su lado- disuadiría incluso a alguien como Merrick de acercarse a Rebecca.

Di a Jackie una descripción de Merrick y su coche, incluida la matrícula.

– Pero no cuentes con el coche. Ahora que lo hemos relacionado con él, es posible que lo abandone.

– Ciento cincuenta al día -dijo Jackie-. Mantendré a Tony y Paulie a distancia. -Apuró la cerveza-. Ahora ven a saludarlos. Si no, se ofenderán.

– Y eso no nos conviene -respondí, y hablaba en serio.

– Y que lo digas.

Tony y Paulie no habían acudido con su monster truck, y por eso no los había visto al aparcar. Ocupaban los asientos delanteros de una sucia camioneta blanca que Jackie utilizaba a veces para lo que él, en un eufemismo, definía como su «negocio». Cuando me acerqué, los Fulci abrieron las puertas y salieron. No me explicaba cómo había conseguido Jackie meterlos allí dentro. Daba la impresión de que la camioneta hubiese sido montada en torno a ellos. Los Fulci no eran altos, pero eran anchos, hasta diría que extra anchos. Las tiendas donde se compraban la ropa preferían lo práctico a la moda, así que eran visiones gemelas en poliéster y cuero barato. Tony me agarró la mano con una de sus zarpas y me la impregnó de salsa barbacoa, luego oí un crujido. Paulie me dio una suave palmada en la espalda y casi escupí un pulmón.

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