Dan Fesperman - El barco de los grandes pesares

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Vlado Petric, un ex policía en el Sarajevo desgarrado por la guerra, tiene que dejar su tierra para reunirse con su esposa y su hija en Alemania, donde se gana modestamente el sustento como trabajador de la construcción en las obras del nuevo Berlín.
Una tarde, al volver a casa después de la jornada laboral, un enigmático investigador estadounidense le está esperando en el pequeño apartamento familiar. El investigador, Calvin Pine, enviado por el Tribunal Internacional para Crímenes de Guerra en la ex Yugoslavia, solicita a Petric que viaje a La Haya. Petric acepta sin titubear cuando Pine le dice que están siguiendo a un pez gordo: uno de los hombres a los que consideran responsables de la terrible matanza de Srebrenica.
Lo que Petric no sabe es que lo están utilizando como cebo para descubrir a un asesino de la generación anterior, un hombre cuyas actividades en la Segunda Guerra Mundial hacen que los asesinos de ésta parezcan aficionados.

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Luego era cierta su teoría sobre las razones de Matek y Andric para acudir a la ciudad. Y ahora el aspirante más joven y fuerte había caído, dejando el camino libre a Matek. Vlado se dio cuenta de que debía ponerse en marcha, aunque sólo conocía un lugar en el que buscar. Se habría sentido mejor con Torello a su lado, pero Lia había insistido en que no dijera nada a la policía local. Aunque no creía que ella quisiera que se jugase el pellejo.

Pero al parecer Torello no estaba disponible.

– Voy a la pensión ahora -dijo-. Está cerca del puerto, no muy lejos de la oficina.

– Tal vez sea mejor que no llegue a la escena del crimen con usted -dijo Vlado, improvisando sobre la marcha-, teniendo en cuenta que ni siquiera debería estar aquí. Pero tendría que poner sobre aviso a Pine. Diga a su coordinador que lo llame al hotel. De ese modo podría enterarme del asunto por él y reunirme con usted en la escena del crimen.

– Haga lo que quiera. Pero no puedo perder tiempo llevándole al hotel. Tendré que dejarle por el camino.

– Está bien.

Unos minutos después llegaron a las afueras de la ciudad. Iluminado por el resplandor de una farola, Vlado vio un arco de piedra a la izquierda, tal como Lia había descrito.

– Déjeme aquí. Pero no se olvide de avisar a Pine.

– Más adelante sería mejor, mucho más cerca.

– Aquí está bien. Cogeré un taxi.

– Como quiera.

Torello pareció desconcertado, quizás un poco ofendido. Las calles de la zona estaban vacías, y era evidente que tardaría un rato en encontrar un taxi. Pero tenía demasiada prisa para hacer más preguntas, así que paró para que Vlado se bajara, se despidió con un movimiento de cabeza y un rápido «Nos vemos allí» y se alejó con un acelerón.

Cuando la luces traseras rojas del coche desaparecieron tras una curva con un chirrido de neumáticos, Vlado se dirigió rápidamente hacia el arco, con la esperanza de que no fuera demasiado tarde. Los establecimientos de los alrededores estaban cerrados. El único signo de vida era un pequeño café, pero también estaba débilmente iluminado y el frío obligaba a los escasos parroquianos a atrincherarse en el interior.

No vio a nadie al entrar, algo que le pareció una buena señal. Con un rápido vistazo al suelo comprobó que no había huellas de neumáticos. No creía que fuera posible transportar gran cosa de allí sin la ayuda de un camión. También podía suceder que estuviera en el lugar equivocado. Había cientos de escondites probables, desde las antiguas catacumbas de la época romana hasta las cuevas de las montañas. Y siempre existía la posibilidad de que Matek hubiera cavado su propio agujero, un lugar que sólo él pudiera encontrar. Aunque el suelo rocoso hacía que esa opción fuera improbable. Tenía la impresión de que Matek era de los que no se complicaba la vida si podía. Y qué forma más fácil de hacerlo que robar la tumba de tu hijo.

Una vez dentro del cementerio, cerca del muro, había una pequeña casa de piedra, probablemente la vivienda del conserje. Mientras caminaba hacia la puerta volvió a preocuparle la barrera del idioma. Si el conserje no hablaba inglés, no haría más que levantar sospechas al llegar haciendo gestos frenéticos y sin compañía. Pero no parecía que hubiera nadie en la casa. Las ventanas estaban a oscuras y reinaba el silencio. Miró su reloj. Eran poco más de las nueve. Demasiado temprano para estar en casa para pasar el resto de la noche si se vivía en un cementerio. Siguió avanzando sin hacer ruido, dirigiéndose a lo que le pareció una caseta de mantenimiento de madera detrás de la casa. Estaba rodeada de una alta valla de tela metálica, cerrada con candado en la parte delantera, pero la valla era vieja y estaba suelta. Vlado consiguió retirar la cancela lo bastante para entrar. Abrió la puerta de la caseta y alumbró con su encendedor. Dos cortadoras de césped manuales estaban aparcadas una junto a otra con un revoltijo de palas, rastrillos y azadas. En un tosco estante de madera había más herramientas. Una era una larga y pesada palanca. Vlado la cogió. Había también dos linternas abolladas. Probó la primera y vio que las pilas estaban gastadas, pero la segunda funcionaba. Volvió a salir, deteniéndose un instante antes de continuar para asegurarse de que la casa seguía en calma. Sólo se oía el ruido de algunos coches al pasar por la calle. El extremo nororiental, había dicho Lia. Vlado se orientó dando la espalda a la montaña y mirando hacia el golfo de Nápoles, que quedaba al norte. Echó a andar hacia delante y a la derecha, y cuando había recorrido unos treinta metros encendió la linterna. La humedad de la hierba le había mojado ya los bajos del pantalón.

Se habría sentido mejor de haber contado con refuerzos, y por un instante pensó en volver a la calle para tratar de ponerse en contacto con Pine antes que Torello. Pero seguro que ya era demasiado tarde para eso, y su curiosidad podía más. Además, todo estaba en calma. Si alguien estuviera cargando unas cajas de lingotes de oro haría un ruido de mil demonios.

Avanzó cuesta abajo por un blanco pasillo de tumbas hacia el muro más lejano del camposanto. Allí, a su derecha, y a unos cien metros de la entrada, se alzaba un muro de la cappella que, como un bloque de apartamentos en miniatura, lindaba con un pliegue de la colina. Cada cappella era una minúscula capilla de mármol o granito, con nombres y fechas cinceladas en lápidas al lado de la puerta; pequeños templos de los muertos, donde los deudos del difunto podían entrar, resguardarse del ruido del tráfico y de los elementos. Las más nuevas tenían puertas de cristales ahumados, y a la luz de la linterna vio ramos de flores y verdor de plantas. También había flores en jarrones de latón.

Lia tenía razón. Había flores en el exterior de todas las cappellas excepto una, que estaba a unos veinte metros del comienzo de la hilera. Vlado alumbró con la linterna. El apellido «Barzini» estaba grabado en la piedra. La puerta era de acero, de aspecto pesado y tenía los cantos oxidados. El nombre del niño era Carlo: 1951-1952. Un año de edad como mucho.

La cerradura parecía sólida, lo que no era una sorpresa. Pero quedaba el espacio suficiente para meter los dientes de la palanca entre la puerta y la jamba. Después de cinco minutos de forcejear y resoplar, la puerta se abrió con un chirrido metálico, seguido de un sonoro chasquido, como el disparo de un arma pequeña.

Vlado miró hacia atrás antes de entrar, iluminando las tumbas con la linterna, pero no vio nada. El único ruido seguía siendo el de los pocos coches y camiones que subían por la calle.

Empujó la puerta, alumbró a través de la abertura y entró, sorprendido al ver la amplitud de la cámara. Sus pasos resonaban como si hubiera entrado en una cueva. Tampoco había flores dentro. En realidad, no había nada, salvo un olor a humedad como de hormigón mojado. De alguna manera todo le parecía familiar, y entonces se acordó del Fahrerbunker de su último día de trabajo en Berlín. La idea hizo que se le aflojaran un poco las piernas, y fue entonces cuando una brisa procedente del exterior comenzó a cerrar la puerta tras él, y durante unos segundos de nervios pensó que podía quedarse encerrado allí dentro. Pero eso era imposible porque había descerrajado la puerta, y se reprendió para intentar relajarse. La puerta había quedado tan estropeada después de su batallar con la palanca que no hacía otra cosa que golpear y rebotar en el marco antes de quedarse finalmente inmóvil, entreabierta unos centímetros.

Cuando reanudó la inspección a la luz de la linterna vio unos salientes de granito que discurrían a lo largo de ambos costados, quizá para hacer las veces de bancos. La principal atracción se hallaba en el centro de la cámara, un sepulcro de piedra de gran tamaño, de más de un metro de alto, casi un metro de ancho y dos metros de largo. Demasiado grande para un niño de pecho. De tamaño suficiente, en realidad, para un hombre grande. O para otras cosas.

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