»De modo que yo estaba preocupada por mis glándulas odoríferas, sí, pero la idea de acabar con Raymond, a quien yo consideraba un peón en todo este asunto, resultaba demasiado tentadora. Porque si conseguía acabar con Raymond, Judith también caería, y quería verla sufrir como yo había sufrido. ¿Fue algo malo, Vincent, desear que Judith McBride sufriese? ¿Son equivocados esos sentimientos? Me gusta pensar que hice lo que era moralmente correcto. Ojo por ojo, hombre por hombre.
Sacudo la cabeza, asiento, me encojo de hombros… He sentido antes esas punzadas alumbrando mis propias fantasías de venganza, de modo que no puedo negarle a ella esas mismas emociones.
– ¿Y el canto? ¿Ese trabajo aquí en Los Ángeles?
– Es verdad cada palabra. Aquí estoy, con mi olor extirpado, mi disfraz firmemente colocado en su sitio; mi vida anterior es una invención. Falsificamos un lugar de nacimiento, unos cuantos trabajos, todo atado y bien atado, pero cuando no puedes superar las pruebas de aptitud… No sabía escribir a máquina, no sabía Lomar un dictado, ni siquiera sabía cómo se usaba un ordenador. -Levanta los dedos de una mano y los agita en el aire-. Sigo sin saber. Soy bastante inútil, supongo. He pasado la mayor parte de mi vida profesional metida en los vertederos de la política de los dinosaurios, de modo que no había ningún lugar para mí en el mundo humano.
– Pero tenías tu voz -señalo.
– Eso sí. Tenía mi voz y, lo que era más importante, tenía ese cuerpo falso, y tenía esa cara falsa. Y debo admitirlo, eran jodidamente buenos. Comprobamos todo lo que a Raymond McBride le gustaba y le disgustaba antes de que me confeccionaran el disfraz; el objetivo era presentarle a una compañera dispuesta que fuese su ideal de mujer. Y la cosa funcionó también en el marco de un club nocturno.
» Así que allí estoy en ese acto de beneficencia al que me ha llevado mi agente y, justo antes de que me presenten a Raymond como Sarah Archer, me quedo paralizada. Nervios, tensión, no sé qué fue lo que me pasó, pero de pronto decidí que no podía hacerlo.
«Estaba dispuesta a decirle a mi agente que me sacara de aquella casa cuando escuché ruidos que venían de la cocina. Aburrida de la conversación (creo que estábamos hablando de alguna ópera o algo parecido), fui a ver qué estaba pasando y encontré a Judith McBride y mi Donovan tendidos sobre la enorme mesa, cubierta de bandejas con salmón, besándose, acariciándose, pegados el uno al otro.
Sarah -¡maldita sea, Jaycee!- inclina la cabeza hacia atrás y mira el techo. Creo que se está riendo entre dientes.
– ¿Estás bien? -le pregunto-. Puedes tomarte un respiro.
– Por favor -dice Jaycee-; he tenido mucho tiempo para superarlo. ¿Dónde estaba? Sí, allí estaban los dos, magreándose sobre la mesa de la cocina, y yo lancé una pequeña exclamación.
«Judith alzó la vista y dijo: «¿Te importa?» Ningún remordimiento, ninguna culpa, ninguna sensación de pesar por el hecho de haber sido sorprendida en esa situación. Y esa fría oscuridad en sus ojos, la mirada que me lanzó esa zorra… Por un momento pensé que me había reconocido, pero luego me di cuenta de que así era como Judith actuaba con todo e] mundo. Aunque sólo hubiese sido por esa razón, merecía ser castigada… Si no por mí, entonces por las incontables personas cuyas vidas ella había hecho miserables. Bien, en ese instante mi determinación fue más poderosa que nunca; miré fijamente a Judith, y luego a Donovan. Al menos parecía sentirse muy incómodo en aquella situación.
»-Deberían avergonzarse -les dije-. Esto no es nada higiénico.
»Y me marché de la cocina. Regresé al salón, y mi agente me presentó a Raymond McBride. El resto es historia.
– Se enamoró de ti al instante -digo.
– Y locamente. Encanto natural, por supuesto, pero el disfraz tampoco molestaba.
– ¿Y después?
– ¿Después qué? -dice, encogiéndose de hombros-. Tú conoces el resto. Donovan se trasladó a la costa Oeste unas semanas más tarde. Raymond y yo tuvimos nuestra aventura, y les dije a los miembros del Consejo cuándo y dónde debían tomar las fotografías los tíos de la agencia de detectives. Tendrías que haber visto los problemas que tuve para convencer a Raymond de que dejase las persianas abiertas mientras hacíamos el amor. Tuve que convencerlo de que yo era una exhibicionista, de que eso añadía algo especial. Y mis argumentos hicieron que se pusiera en marcha…
– De modo que el Consejo consiguió las fotos que estaba buscando, y tú conseguiste tu venganza. ¿Por qué no acabaste esa relación? -pregunto.
– Pensaba hacerlo -dice Jaycee, y una vez más siento que sus glándulas lacrimales están preparadas para derramar sus chorros de agua salada-. Y entonces…, entonces él murió.
– Fue asesinado -corrijo.
Ella asiente, comienza a sollozar y me encuentro acercándola a mí, contra mi cuerpo, consolándola con largas caricias en la espalda. Necesito preguntarle por el asesinato de McBride, preguntarle qué es lo que ella sabe, qué es lo que piensa, qué es lo que sospecha. Pero en este momento mis estúpidas emociones se han hecho cargo otra vez de la situación.
– ¿Lo amabas? -pregunto.
– No -lloriquea-. Yo amaba a Donovan. Pero Raymond era un buen hombre; era cariñoso e inteligente. Él no se merecía… lo que hice.
– ¿Tenderle una trampa?
Después de un momento, Jaycee asiente y vuelve a ser sacudida por los sollozos.
– Y eso es todo -dice una vez que consigue controlarse-. Desde entonces he estado demasiado cansada para volver a ser Jaycee. Además, no había ninguna razón para hacerlo. Con Donovan muerto, ya no me queda nadie en el mundo de los dinosaurios. Pensé que tal vez pudiera seguir siendo Sarah, ver lo que podía conseguir como ser humano. No hay duda de que lo eché todo a perder como dinosaurio…
– ¿Y eso es todo? -le pregunto, intrigado de que haya dejado sin mencionar lo que yo considero que es una pieza crucial en este puzzle.
– Todo.
– ¿Qué me dices de Vallardo?
– ¿Qué pasa con él? Ya te lo he explicado. Donovan y yo dejamos de ir a su consulta después de unos años.
Pero Jaycee, quien se las ha ingeniado para mantener un intenso contacto visual durante el relato de su historia, no vuelve sus bellos ojos marrones hacía mí cuando dice esto, y sé que es un punto sobre el cual debo presionar.
– Pero has vuelto a verlo desde entonces -digo-. Venga, Jaycee, deja de esconderte.
– Tal vez en algunas fiestas, o lugares por el estilo; pero no sé por qué piensas que yo le he visto…
– La carta -digo simplemente, y eso hace que se interrumpa-. La carta que llevaron a tu camerino la noche que nos conocimos, la carta que te volvió catatónica. La enviaba Vallardo, ¿verdad?
Ella no intenta negarlo, y tampoco da largas al asunto.
– ¿Cómo lo sabes? -pregunta.
– De alguna manera lo supiste sin necesidad de leer el contenido de la carta -digo-. La letra. Tu nombre aparecía garabateado en toda la superficie del sobre. Al día siguiente, cuando fui a ver a Vallardo advertí que sufría parálisis en la mano izquierda, aunque seguía utilizándola para sus actividades diarias. No fue hasta hace poco cuando relacioné ambos hechos. Así que ¿quieres explicarme por qué querías tener un hijo con Raymond McBride?
– Porque quería tener un hijo, cualquier hijo -escupe-, y Raymond era un libertino, pero hubiese sido un gran padre. No el tipo de padre «vamos un rato al parque a jugar al fútbol», sino de un fuerte tipo genético. No me importaba la mezcla entre razas. Cuando le dije a Raymond que quería tener un hijo, él contestó: «¡maravilloso!», y me llevó inmediatamente a ver al doctor Vallardo. Me lo presentó como el mejor obstetra de Nueva York.
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