Eric Garcia - Anonymus Rex

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UNA NUEVA ERA DE DETECTIVES
Aunque casi nadie lo sabe, los dinosaurios simularon su extinción hace sesenta y cinco millones de años y aun vagan por nuestro planeta, vestidos con unos convincentes disfraces de latex con los que se confunden perfecta mente entre los humanos.
Vincent Rubio, detective privado de Los Ángeles, esta pasando un mal momento: se ha quedado sin trabajo, le han confiscado el coche por falta de pago, su socio ha muerto en extrañas circunstancias y, además, su cola no quiere estarse quieta. Y es que Vincent es un dinosaurio, un Velociraptor, para ser exactos.
Cuando le llaman para que investigue un caso claro de incendio provocado en un club nocturno para dinosaurios, Vincent descubre algo mucho mas siniestro que le lleva hasta Nueva York, el escenario de la muerte de su socio y el lugar donde se gesta un peligroso nexo en la inquietante mezcla entre dinosaurios y seres humanos.
¿Ser a capaz Vincent de resolver el misterio de la muerte de su socio? ¿Desvelara una perturbadora cantante rubia su verdadera identidad, poniendo así en peligro la vida de ambos? ¿Podrá superar su adicción a la albahaca o deber a recurrir a Herbívoros Anónimos? ¿Encontrara el amor o tendrá que conformarse con un viejo ejemplar de Estegolibido?

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– Pero Raymond creía que eras humana -señalo-. Por esa razón financiaba esos experimentos de mezcla de especies.

– También estás al comente de esos experimentos, ¿verdad? -dice, y las comisuras de sus labios se curvan con algo más que una muestra de desagrado-. Bueno, Raymond se había excedido un poco con el… elemento humano en este punto.

– El síndrome de Dressler -sugiero.

La carcajada de Jaycee es un estallido que me arranca un par de púas.

– Puedo asegurarte -dice sin dejar de reír- que Raymond McBride no padecía el síndrome de Dressler.

Jaycee no me da más detalles.

– Pero quería mezclarse con tus «huevos humanos».

– Él estaba interesado en mi especie, es verdad. Y para serle franca, yo quería su simiente de carnosaurio. El único problema era Vallardo; una vez que comenzara el experimento, no tendría ninguna duda sobre el origen del huevo con el que estaba tratando.

– Todas esas sutiles diferencias -digo-: cáscara dura, gestación exterior…

– Mil veces más grande -añade Jaycee-. Así que hice lo que tenía que hacer; abordé a Vallardo, me di a conocer como Jaycee, y le dije que siguiera adelante con nuestro hijo, pero que no le revelase a Raymond que yo también era un dinosaurio. Le amenacé con todos los castigos del Consejo que recordé en aquel momento, incluida la excomunión total de la comunidad, que creo que es una medida que sólo se ha aprobado una o dos veces. A Napoleón lo expulsaron; estoy completamente segura.

– ¿Camptosaurio? -pregunto, olvidando por completo mis lecciones de historia de quinto.

– Velocirraptor -dice Jaycee, y me sonríe-. Mis planes eran coger a mi hijo una vez que naciera y desaparecer entre la población de dinosaurios, así Raymond jamás descubriría que yo no era lo que él pensaba; de modo que volví a someterme a todo el proceso otra vez, aunque para entonces Vallardo había hecho algunos progresos. Al menos no tuve que tragarme nada que obligase a mi estómago a dar saltos mortales. En ese sentido me sentía feliz.

»Pero antes de que hubiese algún resultado, Raymond fue asesinado, y yo me quedé sola. El experimento había terminado. Desde entonces he estado… manteniéndome a flote. Cuando vi aquella nota de Vallardo me preocupó tener que volver a mentir, tener que volver a meterme en toda esa mierda. Y durante todo ese tiempo pensé en llamar a Donovan, darle una segunda oportunidad, pero entonces con el incendio… Yo sabía lo que había en el club Evolución, y estoy segura de que no era la única. Alguien quería esas notas, esa muestra de semen, y supongo que Donovan simplemente estaba en el lugar equivocado en el momento menos oportuno.

Jaycee se interrumpe, y yo aún no estoy preparado para continuar la conversación. Debí digerir mentalmente un montón de cosas. Decido, en cambio, presionar con temas más personales.

– Entiendo perfectamente por qué hiciste lo que hiciste -le digo finalmente-. Y puedo aceptarlo. Pero aún me siento herido por lo que tú… hiciste… conmigo. – No soy capaz de decir que ella se acostó conmigo para que mantuviese la boca cerrada, o para conseguir información.

Pero ella no tiene ninguna dificultad en decirlo.

– Crees que me acosté contigo como parte de todo este plan,¿verdad?

Desvío la mirada, y ella me coge la cara con la mano y la coloca frente a la suya.

¿En algún punto del camino hemos intercambiado los papeles propios de nuestros sexos?

– Está bien -musito, apartándome de su mano-. Sólo hiciste lo que tenías que hacer.

– Vincent -dice ella. Yo sigo con la mirada clavada en el suelo-. Vincent, mírame -me dice con firmeza, y no puedo desobedecerla-. Lo que te dije antes es la verdad… Me importas mucho. Como ya te dije, me recuerdas a Donovan…

– O sea que soy un sustituto,

– No, no eres un sustituto. No eres un reemplazo. Pero cuando me siento atraída hacia un tipo, no hay nada que hacer. -Me mira lascivamente y me acaricia el pecho-. Y tienes suerte, porque eres ese tipo.

– Eso está muy bien -digo, recuperando mi equilibrio en la conversación-. Tú también eres mi tipo.

– Me alegro -dice ella-. Y no importa lo que pase, quiero que siempre recuerdes eso, ¿de acuerdo?

– De acuerdo.

– ¿No importa lo que pase?

– No importa lo que pase.

Hacemos el amor otra vez, ahora como dinosaurios, como manda la naturaleza. Nuestras pieles duras se frotan entre sí con un sonido a papel de lija mientras nos movemos sobre el sofá, el suelo, la cama y nuevamente el suelo. No hay nada perverso en ello, nada prohibido, nada temerario o furtivo. Y puesto que esa acritud, ese zumbido de peligro justo-debajo-de-la-superficie, ya no está con nosotros, el acto es de alguna manera más hermoso, más real que antes.

En algún momento, después de que el sol se haya puesto detrás del horizonte, pasamos al dormitorio y continuamos nuestro descubrimiento mutuo hasta bien entrada la noche. En algún momento, Jaycee me dice que me necesita, y me descubro diciéndole lo mismo. En algún momento me duermo, y unas imágenes hipnóticas de lagartos y jazmines danzan dentro de mi cabeza.

Me despierto en medio de una oscuridad total. Una voz susurra cerca de mí algo así como «cogeré el próximo vuelo y estaré allí cuando se produzca la primera rajadura». En la escasa luz que ha conseguido filtrarse en la habitación a través de la ventana alcanzo a ver la silueta de Jaycee junto al teléfono que hay en la mesilla de noche. En mi estado de semiín-consciencia, lo único que puedo pensar es que me asombra que aún no me hayan cortado la línea.

– ¿Jaycee? -musito-. ¿Sarah? Vuelve a la cama.

Pero cuando intento incorporarme, apoyándome en un brazo, Jaycee ya ha colgado el auricular y se inclina junto a mi cabeza. Me acaricia suavemente y me besa en mis párpados cerrados.

– Lo siento -dice-; creo que podría haberte amado.

Y antes de que siquiera pueda responderle del mismo modo o preguntarle qué demonios quiere decir con «lo siento», me llega el destello fugaz de una jeringuilla. Siento un dolor agudo en el brazo, y todo se desvanece en un bello pozo de sombras negras.

18

El apartamento de Glenda Wetzel en la Cocina del Infierno [3] se parece mucho a mi viejo coche de alquiler, en el sentido de que es pequeño, ruinoso, y probablemente está infestado de pulgas. Pero ella ha sido lo bastante amable como para que me desplome en el sofá de la sala de estar -un trasto rescatado de un contenedor, ¡con sólo seis muelles reventados!-, aunque yo me las arreglé para que la despidieran de J &T y, de alguna manera, la impliqué en un caso ya-no-oficial que incluye a cuatro dinosaurios asesinados y varios otros, yo incluido, aterrorizados o acosados. Mi plan, cuidadosamente trazado durante el vuelo de esta mañana, consiste en lo siguiente: resolveré el caso, encontraré a Jaycee, la alzaré en mis brazos como hizo Richard Gere con Debra Winger al acabar Oficialy caballero, y Sa llevaré de regreso a Los Ángeles. No nos instalaremos en el asiento trasero de mi coche debido al problema con las pulgas que he mencionado anteriormente.

Me desperté con una jaqueca que hubiese dejado fuera de combate a Godzilla; lo que había en esa jeringuilla era terriblemente potente y no me extrañaría descubrir que se trataba de alguna clase de hierba concentrada. Esto me recuerda las resacas que solía tener en mis días de parranda… ¡Por Dios! ¿Fue hace sólo una semana?

Pedro convirtió los muebles y artefactos que aún me quedaban en mil novecientos dólares en metálico, y yo le agradecí profundamente que me hubiese estafado de ese modo para quedarse con mis últimas posesiones terrenales. Veinte pavos para un taxi hasta el aeropuerto, mil quinientos dólares para el billete de avión, cuarenta pavos para llegar hasta el centro de Manhattan. Y ahora me encuentro tan cerca de la miseria como nunca antes en mi vida, y es la preocupación más lejana que tengo en la mente.

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