Michael Palmer - Tratamiento criminal

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La víspera del día en que Evie va a ser operada, su esposo, el doctor Harry Corbett, va al hospital con la esperanza de reconciliarse con ella tras una época de indiferencia y mutismo. Pero cuando llega a la habitación de Evie ya es demasiado tarde. Sin nada que hubiese podido hacer temer por su vida, Harry se la encuentra muerta y se convierte así en el único sospechoso del asesinato. Unos días más tarde, sin embargo, la mano asesina vuelve a actuar de modo tan audaz como desafiante, pero sólo el doctor Corbett sospecha que las muertes no se están produciendo por causas naturales. Empieza aquí una lucha desesperada para desenmascarar al monstruo homicida que tiene en jaque a todos los pacientes del hospital.
Michael Palmer ha conseguido una sobrecogedora novela de intriga médica, un impresionante thriller protagonizado por el médico más siniestro aparecido en la literatura de terror desde los tiempos de Hannibal Lecter.

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– ¿Cómo averiguo yo que me dice la verdad?

– Me importa una mierda lo que usted averigüe o deje de averiguar. Me busca toda la policía de Nueva York. En cuanto Maura esté conmigo, desaparezco. Eso es lo único que me importa. Así que… ¿dónde está Maura?

– Dígame con qué miembros de la Tabla Redonda ha estado en contacto.

– Con dos de ellos. Uno es Jim Stallings, que está muerto. No le diré quién es el otro hasta que no libere a Maura. Es el que me ha dado los nombres de los demás.

– Deme uno.

– Un tal Loomis. El nombre de pila no lo recuerdo, pero lo tengo anotado.

– ¿No será ése el otro con quien ha hablado usted?

– No. Basta ya de dilaciones. No puedo eternizarme al teléfono.

– Vuelva a llamar a este mismo número dentro de cinco minutos.

Harry colgó y aguardó en la oscuridad. Un poco más adelante entreveía la sombra de Santana, echado boca abajo en lo alto del muro. Ya casi no llovía. El aire que penetraba por la ventanilla era limpio y olía a tierra mojada. Se oían los trinos de los pájaros y el canto de los grillos.

Harry se pasó los dedos por la grasienta pintura del dorso de las manos. A las 21.13 cogió el teléfono y volvió a marcar el número de Atwater.

– De acuerdo -dijo Atwater en cuanto lo oyó-. Tiene treinta segundos. La tengo a mi lado, escuchando con un inalámbrico. No haga que me enfade.

– Diga.

– Soy yo, Maura. ¿Estás bien?

– Muy preocupada por ti, Harry. Estoy bien. Me han hecho beber… bourbon. Yo no quería, pero me han obligado. Luego me han inyectado algo para obligarme a decir dónde estabas. No he podido decirlo porque no lo sabía.

La voz de Maura sonaba tensa pero enérgica.

– Sé fuerte, Maura. Tengo todo lo necesario para salir del país.

Maura titubeó un poco, aunque reaccionó al momento.

– No creía que pudieses conseguirlo tan pronto -dijo ella-. Estoy dispuesta -añadió justo antes de que se le interrumpiera la comunicación con Harry.

– Bueno, Corbett, vuelva a llamar dentro de otros cinco minutos y concretaremos el trato.

– Dentro de media hora. No puedo seguir ni un momento más donde estoy.

– ¿Quién es el otro miembro de la Tabla Redonda con quien habló?

– Harper. Pat Harper, de la Northeast Life and Casualty.

Aunque Kevin Loomis sólo se lo había mencionado una vez, Harry lo había memorizado. No era un nombre que pudiera olvidar: una tal Pat Harper fue su primer amor de adolescente. Citar a Harper en aquellos momentos era perfecto. Aunque no lograse su objetivo de aquella noche, no habría represalias contra Loomis.

– Está bien. Media hora -accedió Atwater.

Harry aguardó a que volviese a sonar la señal de marcar y trató de imaginar qué sucedía en el interior de la mansión. Durante dos minutos sólo vio oscuridad en derredor. Luego, vislumbró dos ráfagas de linterna. Había llegado el momento.

Cogió la mochila y enfundó el revólver. Fue agachado a lo largo de la parte exterior del muro hasta que llegó junto a Santana.

– No la tienen en la casa -susurró Santana-. Uno… me parece que Garvey, ha salido por una puerta lateral en dirección norte. Y al cabo de cosa de un minuto, ha entrado con ella. Luego, han vuelto a salir, y Garvey ha regresado solo. Sigue dentro.

– ¿Por dónde empezamos?

– Por el vigilante de la caseta de la verja. Si hay que disparar, déjeme a mí porque llevo silenciador.

– Lo sé.

– Me parece que esto será coser y cantar -dijo Santana tras dejar el rifle apoyado en el muro-. No obstante… espero que me pague el material.

Las mojoneras, muy cercanas al muro, facilitaban escalarlo. Harry y Ray se encaramaron, se descolgaron hasta la mitad de la cara interna y se dejaron caer al suelo, que estaba empapado. Harry temió resentirse del pecho, pero apenas notó un dolorcillo, nada comparable al que sintió al saltar la valla en Fort Lee. Si el dolor no iba a más, podría moverse sin dificultad aquella noche.

Empuñaron sus armas y se dispusieron a trepar por la pequeña verja. Al lado estaba aparcado un 4x4 de color oscuro. A través del ventanuco de la caseta vieron que el vigilante hablaba por teléfono.

– Corte cinco centímetros de cinta aislante -susurró Santana.

Luego, le indicó a Harry con un ademán que fuese a situarse al otro lado de la caseta de la verja, llamó con los nudillos y arrimó el cuerpo a la pared. La puerta se entreabrió y asomó el vigilante revólver en mano.

Fue todo muy rápido: Santana golpeó con su pistola la muñeca del vigilante, que dejó caer el arma al suelo. No le dio tiempo a gritar. Santana se abalanzó sobre él, le tapó la boca y pasó una pierna entre sus pantorrillas. La acción fue tan eficaz como silenciosa. El vigilante quedó tendido en el suelo, Ray se sentó a horcajadas en su pecho y le apoyó el cañón de la pistola en los dientes.

– ¡Ni respirar siquiera! -le susurró-. ¿Entendido?

El vigilante asintió con la cabeza. Sin dejar de encañonarlo, Ray lo puso de costado y le indicó a Harry que le atase las manos a la espalda. Luego, lo echó boca arriba y lo encañonó bajo el mentón.

– ¿Dónde está la mujer?

El vigilante miró el embadurnado rostro de Santana. Harry notó que sopesaba las ventajas e inconvenientes de mentir. Pero sus dudas duraron sólo instantes.

– En el pabellón de invitados… ahí abajo, por el sendero de la izquierda…

– ¿Está Perchek con ella?

El rostro del vigilante se descompuso al oír el nombre. Titubeó un momento, pero en seguida asintió con la cabeza.

– ¿Cuántos hombres hay? -preguntó Santana, que mientras aguardaba la respuesta le encañonó un ojo-. ¿Cuántos?

– Uno con Perchek en el pabellón, y dos en la casa -balbució el vigilante.

– ¿Y Garvey?

– ¿Quién?

– Atwater.

– Sí. Dos, aparte de él.

– Métale un trapo en la boca, amordácelo con la cinta aislante y átele los tobillos.

Harry lo amordazó y ató con artesanal eficiencia. Luego, entre los dos, arrastraron al vigilante unos diez metros, hasta un árbol, al que lo ataron. Santana se asomó entonces al interior de la caseta.

– El botón de apertura automática de la verja está junto al vano, Harry. La puerta de la caseta no está cerrada con llave -dijo Santana tras mirar el reloj-. Disponemos de veinte minutos. Vamos a buscarla.

Fueron a la sombra del muro, que enlazaba con la valla de tela metálica del otro lado de la propiedad, junto a una franja de espeso matorral. En lo alto de la cuesta, a su derecha, estaba la casa propiamente dicha. Había luz en todas las ventanas y en el porche. A unos cincuenta metros a la izquierda de la casa, se veían más luces en una fronda.

– Es allí -musitó Harry.

Ray asintió con la cabeza, rebasó a Harry y enfiló hacia la fronda. En cuanto llegaron, se adentraron agazapados entre los árboles.

El pabellón de invitados era una versión en miniatura de la mansión, pero no menos espectacular. Era casi toda de cristal, con pilares de acero que sobresalían del acantilado unos treinta metros, lo que le daba al pabellón una extraordinaria vista del Hudson.

Harry se asomó al precipicio. Había un rompeolas de aproximadamente cuatro metros de anchura que partía de la base del acantilado. Enfrente, al otro lado de las negras y quietas aguas del río, como una Vía Láctea, se veía Manhattan.

En el sótano del pabellón había varias habitaciones que daban al acantilado y que, por lo tanto, no se veían desde la fachada. A través de una de las ventanas, reforzada con barrotes de hierro, vieron a Maura, que estaba sentada al borde de una cama. Aunque demacrada y cansada, parecía serena.

Santana se llevó el índice a los labios y señaló hacia la casa. Cuando estuvieron más cerca, se asomaron a un enorme ventanal que daba a una estancia abovedada que hacía las veces de salón, comedor y cocina. El mobiliario era de cristal y maderas preciosas. Amplios balcones, que daban al porche, y media docena de ventanas, ofrecían impresionantes vistas de la ciudad.

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