Michael Palmer - Tratamiento criminal

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La víspera del día en que Evie va a ser operada, su esposo, el doctor Harry Corbett, va al hospital con la esperanza de reconciliarse con ella tras una época de indiferencia y mutismo. Pero cuando llega a la habitación de Evie ya es demasiado tarde. Sin nada que hubiese podido hacer temer por su vida, Harry se la encuentra muerta y se convierte así en el único sospechoso del asesinato. Unos días más tarde, sin embargo, la mano asesina vuelve a actuar de modo tan audaz como desafiante, pero sólo el doctor Corbett sospecha que las muertes no se están produciendo por causas naturales. Empieza aquí una lucha desesperada para desenmascarar al monstruo homicida que tiene en jaque a todos los pacientes del hospital.
Michael Palmer ha conseguido una sobrecogedora novela de intriga médica, un impresionante thriller protagonizado por el médico más siniestro aparecido en la literatura de terror desde los tiempos de Hannibal Lecter.

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Un guardaespaldas, que llevaba un revólver en una pistolera colgada del hombro, servía café. Detrás, sentado en un sillón frente a una mesita, estaba Perchek, que leía un libro.

Santana no pudo reprimir un quedo gruñido al verlo. Rezumaba odio. Cogió un pedrusco y le indicó a Harry, con un ademán, que lo siguiera hasta una puerta de cristal.

– Yo primero -susurró Santana.

Antes de que Harry pudiera reaccionar, Santana lanzó el pedrusco contra la puerta, que estalló hecha añicos. Ray estaba dentro casi antes de que la piedra cayese al suelo.

– ¡Quieto! -le gritó al guardaespaldas al ver que echaba mano al revólver.

Harry irrumpió entonces y le arrebató el revólver al guardaespaldas. Antón Perchek, sin apenas levantar la vista del libro, los miró y sonrió, perplejo. Los iris de sus ojos eran tan pálidos que casi parecían blancos, y tenía las pupilas tan dilatadas que parecían agujeros negros en la nieve.

Corbett no creyó detectar en la expresión de aquel hombre el menor rastro de temor, ni emoción ninguna.

– ¡Cuerpo a tierra! -le ordenó Santana al guardaespaldas, que pareció titubear.

Sin perder de vista a Perchek, Harry golpeó con la culata del revólver al guardaespaldas, que gimió y quedó semiinconsciente. Luego lo maniató.

Santana empujó una silla para acercársela a Harry y, sin dejar de apuntar a Perchek, ayudó a Corbett a sentar al guardaespaldas. Harry lo ató a la silla y luego se situó junto a Santana.

Perchek los miró a ambos con curiosidad. A Harry no le cabía duda de que era el hombre que vio frente a la habitación de Evie; el hombre cuyo rostro Maura había memorizado y dibujado. Aunque, en cierto modo, no lo parecía. Guardaba semejanza con los retratos que hicieron los ordenadores, pero no era como en ninguno de ellos. Habría encajado perfectamente detrás del mostrador de una tienda de comestibles, de la mesa de un despacho; con uniforme de barrendero o de piloto de reactor. Podía encajar en la personalidad de cualquiera y en la de nadie.

– Bueno, Ray. Cuánto tiempo, ¿verdad? -dijo Perchek con una voz tan melosa e hipnótica como privada de sentimientos.

Santana apartó con el pie la mesa frente a la que estaba Perchek y, pese a llevar la cara impregnada de la grasienta pintura negra, Harry notó la crispación de sus facciones. Tampoco a Perchek le pasó inadvertida.

– No tiene muy buen aspecto, Ray -dijo Perchek mientras el ex agente le ataba las muñecas a los brazos de hierro forjado del sillón-. Le tiemblan las manos, y tiene un tic en el ojo. ¿Drogadicción o enfermedad?

Harry reparó en que Perchek tenía los antebrazos muy musculosos, y prominentes bíceps que tensaban las mangas de su «polo» azul celeste. Santana lo registró por si llevaba alguna arma, pero no encontró ninguna.

– La llave de la habitación de Maura -le pidió Santana.

Perchek se encogió de hombros, como si se tratase de algo demasiado vulgar para prestarle atención.

– No hay llave; sólo hay una balda por fuera -repuso Perchek.

Santana le señaló a Harry con un ademán el tramo de escaleras que partía de la estancia. Al cabo de apenas medio minuto, regresó con ella. Maura estaba ojerosa, y tenía una costra de sangre en el labio inferior. No obstante, no parecía haber sufrido más daño.

– Le pegó el matón que la secuestró -dijo Harry.

– ¿Le han hecho algo más? -preguntó Santana.

– Salvo obligarme a beber bourbon, no. He podido escupirlo casi todo en el momento de ingerirlo, y cuando me he quedado sola me he provocado el vómito. A pesar de ello, he estado mareada durante un buen rato. Creían que no tardaría en suplicarles que me diesen más, pero se han equivocado.

Harry la atrajo hacia sí y la abrazó. Santana fulminó con la mirada a Perchek.

– ¿Qué agente de la CÍA ayudó a Garvey a cambiar de identidad? -preguntó Ray.

Perchek siguió con su condescendiente sonrisa.

– Es que tiene un aspecto espantoso, horrible -dijo con voz tan impersonal como su mirada-. Siempre me he dicho que fue una lástima que en Nogales no tuviese tiempo de darle el antídoto del Hiconidol. Así que ahora entiendo lo que le pasa. ¡Madre mía, Ray! No sabe cuánto siento verlo tan desmejorado. Lo siento muchísimo.

– Dígame quién le proporcionó a Garvey una nueva identidad -se limitó a decir Santana con todo su aplomo.

– Porque, verá, Ray: existe un antídoto eficacísimo. El proceso bioquímico no puede ser más sencillo: el antídoto inunda el torrente sanguíneo, sustituye a esas enojosas moleculitas alojadas en sus nervios todos estos años y, listo… ¡ya está curado! Se acabó el dolor, Ray. Porque… no hay más que mirarlo a los ojos. ¿Drogadicto, eh? ¡Oh, Ray! Imagino lo que ha debido de sufrir durante estos años. Lo sorprendente es que no se haya quitado la vida antes…

Santana lo miraba casi traspuesto. Perchek hablaba en un tono sosegado que hipnotizaba, seducía y… resultaba convincente.

Harry quiso decir algo que rompiese el hechizo de la retórica de Perchek, pero tampoco él reaccionaba.

– … Bueno, no tiene por qué sufrir más, Ray -prosiguió Perchek-. ¿Esas crisis horriblemente dolorosas? Le prometo que puedo hacerlas desaparecer para siempre. No necesitará tomar más drogas. Lo notará en sólo unos minutos. Piénselo, Ray. Le garantizo que jamás volverá a sentir dolor. Puede dejarme atado mientras lo prueba. Y luego podrá marcharse. Le doy mi palabra de honor de que nadie lo tocará. Sólo me interesa él.

Perchek le dirigió a Harry una mirada de intenso odio antes de proseguir.

– A cambio del antídoto, sólo quiero que me deje media hora a solas con él.

Perchek volvió a mirar a Harry, que por primera vez detectó en sus ojos alguna emoción: un odio que lo consumía, completamente concentrado en él. Harry miró entonces a Santana y le pareció que titubeaba. También lo notó Perchek, que de nuevo les dirigió una condescendiente sonrisa.

Santana dejó su pistola encima de la mesa, dio media vuelta y le selló a Perchek la boca con cinco centímetros de cinta aislante. Luego, sacó del bolsillo un antiguo instrumento de tortura: un guante metálico con tornillos en los dedos. Perchek se crispó al verlo, pero no ofreció resistencia mientras Ray se lo ponía en la mano derecha.

– Yo no tengo drogas que produzcan dolor -dijo Santana-, pero he guardado esto para usted desde hace años. Lo trajo un amigo de China. Seguro que alguna que otra vez lo habrá utilizado usted. Primero la uña, después la carne, luego el hueso; a continuación, el otro lado. Al finalizar, se pasa a la otra mano. Los diez dedos, milímetro a milímetro. Se lo tenía reservado.

Santana apretó los tornillos hasta que las uñas de Perchek quedaron completamente blancas. Perchek no se inmutó.

– No permita que lo haga descender a su nivel, Ray -le rogó Harry-. No existe antídoto contra esa droga, y aunque existiese, usted sabe perfectamente que no se lo daría. Necesito a Perchek, Ray. Me acusan de asesinatos que ha cometido él. Limitémonos, pues, a entregarlo a la policía, y que lo encierren. No se ponga a su nivel.

– Usted no lo entiende, Harry -replicó Santana en tono glacial-. ¡Siempre he estado a su nivel! ¡Fuera de aquí! -le espetó hecho una furia.

Harry fue a replicar, pero comprendiendo que era inútil cogió a Maura del brazo.

– Aguardaremos ahí afuera -dijo Harry-. Si no llamamos a Garvey dentro de diez minutos, empezará a sospechar -añadió justo en el momento en que Santana apretaba el primer tornillo.

– ¿Qué agente de la CÍA ayudó a Garvey? ¿Quién lo encubre ahora?

Perchek sonrió. Santana apretó el tornillo hasta perforarle la uña, de la que empezó a manar sangre. Perchek miró con fijeza al frente, sin inmutarse.

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