Michael Palmer - Tratamiento criminal

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La víspera del día en que Evie va a ser operada, su esposo, el doctor Harry Corbett, va al hospital con la esperanza de reconciliarse con ella tras una época de indiferencia y mutismo. Pero cuando llega a la habitación de Evie ya es demasiado tarde. Sin nada que hubiese podido hacer temer por su vida, Harry se la encuentra muerta y se convierte así en el único sospechoso del asesinato. Unos días más tarde, sin embargo, la mano asesina vuelve a actuar de modo tan audaz como desafiante, pero sólo el doctor Corbett sospecha que las muertes no se están produciendo por causas naturales. Empieza aquí una lucha desesperada para desenmascarar al monstruo homicida que tiene en jaque a todos los pacientes del hospital.
Michael Palmer ha conseguido una sobrecogedora novela de intriga médica, un impresionante thriller protagonizado por el médico más siniestro aparecido en la literatura de terror desde los tiempos de Hannibal Lecter.

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– Tengo tanto odio dentro de mí, Ray… No me costaría nada liquidarlos a los dos.

– Estupendo. Menos trabajo para mí -dijo Santana, sonriente.

Harry nunca había estado en casa de Doug Atwater, pero la había visto desde el mar y desde tierra. Tres años antes, Harry alquiló un yate para darle una sorpresa a Evie el día de su cumpleaños. Era un yate muy grande, lo bastante como para que cupiesen el grupo de jazz del club y unos cuarenta invitados (y aún sobraba espacio). Lo destinaban habitualmente a recorrer el litoral de Manhattan.

Alquilar aquel yate era la mayor extravagancia que Harry se había permitido en toda su vida.

Como por entonces su matrimonio ya se tambaleaba, Harry debió de intentar alegrarlo un poco. Lo cierto era que aquella noche fue la última que recordaba haber visto a Evie verdaderamente feliz.

Atwater se había presentado con su ligue del momento, una exuberante rubia que trabajaba en el teatro, o en el cine, creía recordar Harry. ¿Cómo se llamaba? ¿Sandi? ¿Pati? Ella y Harry se quedaron un momento solos en cubierta al oscurecer. Veían alejarse los acantilados de Nueva Jersey entre dos luces y, de pronto, ella señaló hacia una modernísima casa construida casi al borde del agua.

«¡Es la de Doug! -había exclamado ella, alborozada-. Es la casa de Doug. ¿Ve aquel porche? ¿Y el jardín de al lado? Esta mañana hemos cogido mimosas. Tiene una vista formidable. ¿No ha estado nunca allí?»

El ignoraba que Atwater tuviese aquella casa. Sólo conocía su lujoso ático de la calle 49, en el que había estado varias veces, cuando él y Evie salían con Atwater y su ligue de turno.

Harry sintió curiosidad por aquella casa y memorizó un par de puntos de referencia, en la orilla neoyorquina del río. Luego, por la noche, le pidió al capitán del yate que utilizase sus instrumentos para precisar el emplazamiento de la casa. No estaba lejos de Fort Lee.

Aunque más de una vez se sintió tentado a preguntarle a Atwater por la casa, no había llegado a hacerlo. Él y Atwater tenían una relación amistosa, pero no eran íntimos amigos, pues, de lo contrario, lo habría invitado a aquella casa.

Un día, al cabo de un par de meses, cuando regresaba de visitar a su madre en la residencia de ancianos, Harry pasó a pocos kilómetros de la casa de Atwater y se acercó a verla.

Era una gran mansión de estilo californiano, en lo alto de una loma a la que se llegaba por una arbolada rampa de acceso de más de cien metros de longitud. La enorme verja de la entrada, de hierro forjado, estaba cerrada. Un muro de cemento de casi dos metros de altura se extendía a ambos lados de la verja y daba la impresión de que toda la finca estaba vallada. Entonces no le pasó por la cabeza entrar.

Ahora, sin embargo, iba a visitar el lugar en compañía de Santana.

– Pare en la primera área de servicio que encuentre -dijo Ray-. Usted tiene que prepararse y yo tengo que echarle un vistazo al equipo.

Pese a su débil aspecto físico y a sus tics nerviosos, Ray siempre daba la impresión de arrogancia y seguridad en sí mismo. Pero después de oír cómo le había hablado Harry a Sean Garvey, estaba algo cohibido. Por otra parte, parecía más tranquilo: apenas se le notaba el tic de la boca y no le temblaban las manos.

De aquel mismo aplomo debió de armarse Santana en el Central Park, pensó Harry, la noche que les disparó a quienes los atacaron a él y a Maura.

El área de servicio en la que Harry detuvo la caravana no estaba muy concurrida. Santana le dio un jersey negro de cuello alto, un chaleco antibalas, un pasamontañas y un frasco de grasienta pintura negra.

– No olvide untarse el dorso de las manos, Harry -dijo Santana, que bajó de la caravana con el rifle en una funda de lona.

Arreciaba la lluvia. Por el este, a lo lejos, un relámpago hizo azulear el cielo.

Harry dejó su equipo junto al asiento. Evie, Andy Barlow, Sidonis, ¿Maura? Estaba dispuesto a luchar. Dispuesto a lo que fuese. Pero antes de disponerse a ir a la batalla, tenía algo importante que hacer: una llamada telefónica.

* * *

Kevin Loomis miró el reloj y trató de imaginar hasta dónde debía de llegar ya el agua en el sótano.

La lluvia los había obligado a hacer la barbacoa en el interior de la casa, pero no importaba. Todo transcurría como él lo había planeado. Ya faltaba poco.

Debía de hacer cosa de media hora que había dejado la fiesta y había salido por la puerta de atrás, so pretexto de ir a por su tarjeta de puntuación de golf al garaje. Cogió la tarjeta de la bolsa, que estaba junto a la puerta del garaje, y luego rodeó por detrás de la casa para aflojar el tubo de la lavadora. Dentro de diez minutos «descubriría» el desaguisado.

Kevin volvió a mezclarse con los invitados. Se mostró dicharachero y alegre, eficazmente ayudado por el alcohol. Resultaba extraño saber con exactitud el momento de la propia muerte. ¿Habría hecho las cosas de otro modo, de haberlo sabido desde niño? Era una pregunta meramente retórica. Habría vuelto a aceptar ser miembro de la Tabla Redonda, tal como él creyó que era el grupo. Desde la primera reunión habría sido uno más. Y, a partir de ahí, nada hubiese cambiado lo más mínimo.

El día anterior se despidió de sus hijos lo mejor que supo. Luego, hizo el amor aceptablemente con Nancy antes de que la tensión lo rindiese.

Ahora, estaba en la cocina y miraba el cajón en el que tenía las linternas. Sólo faltaban unos minutos. De pronto, oyó sonar el teléfono. Lo cogió por si la llamada tenía que ver con alguno de sus hijos.

– Diga.

– ¿Kevin Loomis?

– Sí.

– Soy Harry. Harry Corbett. ¿Qué tal está?

– Bien. Pero tenemos una fiesta. No puedo hablar.

– No importa. Sólo escuche. Seré breve. ¿Sabe lo del asesinato por el que me buscan, el del cirujano?…

– Sí.

Desde la puerta de la cocina, Nancy preguntó con elocuentes ademanes si era una llamada importante. Kevin meneó la cabeza.

– Es Atwater, Kevin -prosiguió Harry-. Doug Atwater, de la Cooperativa de Salud de Manhattan. Él es el… caballero que está detrás de todos los asesinatos, el que manipula a Perchek, el médico de quien le hablé.

– Lo sospechaba. Atwater es Galahad, el caballero encargado de seguridad. Lo he visto antes en las noticias de la televisión.

– Los restantes miembros del grupo han podido participar, pero estoy convencido de que él es el cerebro. Vamos a por él ahora mismo… y a por Perchek.

– Buena suerte.

– Oiga, Kevin, lo he llamado para rogarle que espere a ver cómo termina todo esto. Si los cazamos, necesitaremos el testimonio de usted para procesarlos, pero si no lo conseguimos, los pacientes que corren un grave peligro van a necesitar de usted aún más.

– Yo… No sé por qué me habla en estos términos -dijo Kevin-. Por supuesto que voy a esperar a ver cómo termina todo esto. Les deseo suerte para esta noche. No obstante, ahora perdone, pero he de dejarlo.

– No se rinda, Kevin, porque tiene demasiado que perder. Todos tenemos mucho que perder.

Kevin colgó sin contestar. «¡Maldito Corbett! Claro… ¡como él no tiene hijos!», exclamó para sí Kevin, que abrió el grifo del fregadero. Apenas salía un hilillo de agua.

Loomis llamó a voces a Fred (uno de los vecinos elegidos para que prestasen testimonio en su momento).

– Nos hemos quedado sin presión de agua. ¿Qué puede ser?

Fred se encogió de hombros, aunque dijo:

– Vayamos a echar un vistazo al sótano.

Kevin dejó que abriese la puerta del sótano y pulsase el interruptor de la luz.

– Debe de estar fundida la bombilla -continuó Fred-. O será cosa del interruptor.

Desde abajo les llegaba claramente el murmullo del agua que inundaba el sótano. Kevin le pasó a Fred una linterna. Luego llamó al reverendo Pete Peterson y le dio otra.

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