Michael Palmer - Tratamiento criminal

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La víspera del día en que Evie va a ser operada, su esposo, el doctor Harry Corbett, va al hospital con la esperanza de reconciliarse con ella tras una época de indiferencia y mutismo. Pero cuando llega a la habitación de Evie ya es demasiado tarde. Sin nada que hubiese podido hacer temer por su vida, Harry se la encuentra muerta y se convierte así en el único sospechoso del asesinato. Unos días más tarde, sin embargo, la mano asesina vuelve a actuar de modo tan audaz como desafiante, pero sólo el doctor Corbett sospecha que las muertes no se están produciendo por causas naturales. Empieza aquí una lucha desesperada para desenmascarar al monstruo homicida que tiene en jaque a todos los pacientes del hospital.
Michael Palmer ha conseguido una sobrecogedora novela de intriga médica, un impresionante thriller protagonizado por el médico más siniestro aparecido en la literatura de terror desde los tiempos de Hannibal Lecter.

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– Si no contesta, le aseguro que le va a doler -dijo Santana-. Elija.

– No, Ray. Eres tú quien ha de elegir…

Era Sean Garvey quien acababa de decírselo desde la puerta. Con un revólver apuntaba a la cabeza de Harry. Luego entró en la habitación seguido del matón que le pegó a Maura en el taxi y que ahora la arrastraba del brazo, a la vez que apuntaba a Ray.

– … y usted también, aunque le queda poco tiempo…

Capítulo 41

– Fuiste imprudente hace siete años, Raymond -dijo Garvey-. Y has vuelto a ser imprudente esta noche.

Sin dejar de encañonar a Harry en la sien, Garvey se apartó del vano de la puerta hasta quedar de espaldas al río.

– Mi amigo Big Jerry, aquí presente, llama a la caseta del vigilante para concertar un partido de golf. Y ¿de qué se entera? Pues de que está ausente. Así que, vamos, Raymond, quítale eso al doctor Perchek.

– ¡Cabrón! -le espetó Santana sin moverse-. ¿A cuántos compañeros has llevado a la muerte? ¿Cómo cobrabas? ¿Por cabeza?

Ray miró hacia la puerta por el rabillo del ojo. Fue sólo un ligerísimo movimiento, pero Harry lo notó, y también Garvey.

– No intentes esos trucos conmigo -dijo Garvey-. Sabes perfectamente que no hay nadie ahí fuera. Acéptalo, Raymond, lo has intentado y has fallado. Así que… quítale eso de la mano a Antón.

Santana volvió a mirar hacia la puerta de un modo casi imperceptible. Entonces aflojó el tornillo. Perchek flexionó los dedos y el guante cayó al suelo.

– Muchos de los compañeros que vendiste tenían hijos -dijo Ray-. Niños que tuvieron que crecer sin padre. Corríamos graves riesgos, a cambio de una mísera paga, porque creíamos en lo que hacíamos. Confiábamos en ti, y nos entregaste, uno a uno. A Perchek puedo entenderlo porque se la juega él solo, por la razón que sea, pero tú… tú eres peor; eres escoria, un desalmado, un traidor…

– La cinta -le espetó Garvey-. Quítasela de la boca.

Santana se la quitó, aunque no precisamente con delicadeza.

– No tenías que haberte movido de Kentucky o de dondequiera que estuvieses, Raymond. Hubiese sido mejor para todos. Ahora nos veremos obligados a… evitar males mayores para que mis planes no se tuerzan.

– ¿Sacaste a Perchek de la cárcel con la idea de que trabajase para la Tabla Redonda?

– Digamos, simplemente, que, en cuanto le cogí el tranquillo a mi nueva profesión de agente… de seguros, consideré la conveniencia. Ahora, sin embargo, he de averiguar cuál de mis caballeros necesita una lección de lealtad. Por suerte, creo que nuestro amigo, el doctor Corbett, puede darnos esa información. Además, da la casualidad de que tenemos aquí al hombre ideal para ayudarlo. ¿Querrá ayudarlo, Antón?

– Lo haré encantado -repuso Perchek, sonriente.

– Apártate un poco hacia un lado, Raymond, ya que Big Jerry desatará a Antón. Y usted, Harry, ¿sería tan amable de ocupar el lugar del doctor Perchek en el sillón?

Garvey le encañonó a Harry en la nuca y lo obligó a gatear hasta el sillón.

Harry pasó lentamente por encima de Maura, que aún estaba en el suelo, y al reparar en que Santana -en cuclillas junto a Perchek- miraba por tercera vez hacia la puerta, empezó a creer que de verdad había alguien fuera.

Sean Garvey pareció creer lo mismo.

– Oye, Jerry, estoy seguro de que nuestro amigo Raymond pretende confundirnos, pero echa un vistazo ahí fuera por si acaso. Luego desata al doctor Perchek.

Mientras Jerry se dirigía hacia la puerta de entrada, Harry oyó un movimiento por detrás de él. De pronto, con un sobrecogedor rugido de odio y rabia, Santana se abalanzó sobre su antiguo jefe.

Garvey le disparó dos veces a quemarropa. Jerry dio media vuelta y le disparó también. No obstante, Santana parecía incontenible. Cargó con el pecho sobre Garvey, que trastabilló hacia atrás hasta el porche. Jerry se lanzó en pos de ambos, pero Harry notó que no iba a llegar a tiempo.

Santana le había aplicado a Garvey una llave mortal, pero Garvey se aferró a él de tal manera que, al chocar contra la barandilla que daba al acantilado, ambos se precipitaron al vacío entre sobrecogedores gritos.

Jerry miraba aún hacia el vacío cuando Perchek lo llamó a voces. Jerry giró sobre sus talones justo en el momento en que Harry se incorporaba y alcanzaba la pistola que Santana había dejado encima de la mesa. La empuñó al mismo tiempo que Jerry disparaba. Saltaron astillas del canto de la mesa mientras rodaba por el suelo. Un nuevo disparo le pasó rozando.

Corbett sintió un fuerte dolor en el pecho, pero hizo caso omiso. Echó cuerpo a tierra y apuntó al hombre que se disponía a matarlo. De nuevo la recurrente pesadilla de Nhatrang. En esta ocasión, sin embargo, no era el rostro de un asiático casi adolescente. No oyó el disparo atronar en sus oídos, sólo un ruido sordo y un fogonazo. El cuello de Jerry reventó, y el matón salió despedido de espaldas, destrozó uno de los ventanales y cayó al porche.

Harry se puso en pie, dispuesto a disparar de nuevo, pero no fue necesario ya que el guardaespaldas yacía inerte. Le sangraba la carótida a borbotones, que remitieron en unos segundos hasta que sólo manó un hilillo.

Maura corrió junto a Harry, que se quitó la mochila y sacó la potente linterna. Juntos alumbraron la base del acantilado. Los cuerpos de Garvey y de Santana, despeñados desde treinta metros de altura, se habían destrozado al estrellarse contra las rocas.

– Oh, Ray… -musitó Harry.

Maura desvió la mirada.

– Por lo menos habrá acabado de sufrir -dijo ella, que tuvo que saltar por encima del cadáver del corpulento guardaespaldas, que yacía sobre un lecho de añicos de cristal-. Me comentó en el hospital que no creía poder soportar los dolores mucho más tiempo. Cuando lo llamaron para decirle que la huella dactilar era de Perchek, llevaba meses sin pensar más que en el suicidio.

Aunque Maura no lo vio, Harry tuvo que sujetarse a la barandilla hasta que remitió el dolor en el pecho.

Ahora no, por favor

– Perchek le inyectó el Hiconidol -dijo Harry-. Por eso lo odiaba Ray. Pero era con Garvey con quien de verdad quería ajustar cuentas porque fue éste quien los entregó, a él y a otros agentes «legales». En fin… Ahora tenemos que salir de aquí antes de que acudan los de la mansión. Podemos llamar a la policía desde la caravana -añadió Harry, que se alejó de la barandilla y siguió a Maura al interior del pabellón-. Andando, Perchek. Al menor movimiento sospechoso, lo mato.

– No lo dudo, no lo dudo. Ya veo que se le da a usted muy bien -comentó Perchek.

Harry volvió a amordazarlo, cortó la cuerda que lo ataba al sillón y lo obligó a echarse boca abajo en el suelo. Entonces volvió a notar lo musculoso y fuerte que era aquel hombre. Pese a tenerle encañonada la columna vertebral, Harry no las tenía todas consigo.

– Tan fuerte como puedas -le dijo a Maura mientras ella le ataba a Perchek las manos a la espalda-. Asegúrate de que tenga las manos relajadas al atárselas. No quiero que le quede ni una décima de milímetro entre la cuerda y la muñeca. Luego, coge esa pistola que está ahí en el suelo. Cerciórate de que el seguro…

– Lo sé. Lo sé -lo atajó Maura.

Harry obligó a Perchek a levantarse y a cruzar la puerta. Desde el fondo de la estancia, atado y amordazado, el vigilante los vio salir.

– Por ahí, junto a la valla -susurró Harry-. Y mantén los ojos abiertos, Maura, porque hay dos tipos más en la mansión.

Cruzaron entre arbustos y matas que rezumaban agua de la lluvia, hasta unos diez metros. Cuando hubieron recorrido otros tantos, vieron el muro de cemento.

– ¡Allí! -susurró Maura alarmada.

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