– Primero déjeme auscultarle el corazón y los pulmones, y luego… tiene visita.
Harry se dejó auscultar, aunque impaciente por saber quién era la visita. Luego, Carole Zane le prometió verlo en el laboratorio de cateterización cardíaca lo antes posible y se encaminó a la salida. Harry la siguió con la mirada. Entonces reparó en que frente a su cubículo de cristal de la unidad coronaria había un agente de policía de uniforme.
– ¿Doctora Zane?
– ¿Sí? -dijo ella dándose la vuelta.
– ¿Qué hace ahí ese agente?
– Pues… por lo visto, está usted… detenido -contestó ella con una amable sonrisa-. Lo veré abajo.
Harry pulsó el botón que accionaba electrónicamente el respaldo para incorporarse un poco más. Miró en derredor por si veía un teléfono. Si él estaba detenido, también Phil debía de tener problemas. No cabía duda de que la policía había descubierto que la caravana era suya.
– Una sola llamada, Corbett. Como si estuviera en la cárcel.
Albert Dickinson irrumpió en la estancia y se detuvo frente al cubículo, a los pies de su cama. Llevaba el traje de siempre y olía como si se acabase de fumar un paquete de cigarrillos de una vez. Verlo le produjo a Harry tanta repugnancia como enojo.
– ¿Ha detenido usted a alguien frente a la casa de Doug Atwater? -preguntó Harry.
– La policía de Nueva Jersey se ocupa del asunto.
– A lo mejor aguardan ustedes hasta que alguien le pegue fuego a la mansión… ¿Sabe algo de Maura?
– Aún no está con delírium trémens, si es a eso a lo que se refiere.
– Es usted un cabrón de mierda. Por lo visto ignora lo que significa ser amable.
– No lo soy nunca con los asesinos ni con los borrachos. Cierto. No lo soy.
– Se le va a quedar usted cara de tonto cuando se esclarezca la verdad. ¿Me dice cómo está Maura o qué?
– Está en el hospital Municipal de Newark. Herida, pero no de gravedad. Por lo visto, es ella quien lo ha salvado a usted: emergió a la superficie y, como no lo encontró, volvió a sumergirse. Dicen los médicos que usted estaba a punto de irse al fondo cuando ella lo sacó; en pleno infarto…
– Eso me han dicho. ¿Y el vehículo que se despeñó con nosotros?
– Lo están sacando ahora.
– ¿Hay supervivientes?
– No.
– ¿Cuántos iban?
– No lo sé. En el atestado veré cuántos y quiénes eran. Luego aguardaré hasta que me digan que está en condiciones de prestar declaración, así tendrá tiempo de inventarse otro cuento. Le anticiparé que sabemos de dónde sacó la caravana. La policía de Nueva Jersey le hará una visita a su hermano en cuanto el fiscal les comunique que tenemos que acusarlo de complicidad, cosa que haremos.
Harry se ajustó los tubos de oxígeno de la nariz. ¿Se proponía el inspector provocarlo para presenciar en directo un infarto?
– ¿Qué es eso? -preguntó Harry al ver acercarse a una enfermera con una jeringuilla.
– Demerol -contestó ella-. Para que esté relajado durante la cateterización. Dentro de un minuto estarán preparados en el laboratorio.
– No quiero que me inyecten nada -dijo Harry-. Le prometo que estaré tranquilo.
– Muy bien, pero tendré que decírselo a la doctora Zane -le informó la enfermera.
– Este hombre está detenido, señorita -dijo el inspector-. Dondequiera que vaya ha de acompañarlo un inspector.
La enfermera no pareció tan impresionada por la autoridad de Dickinson como a él le hubiese gustado.
– ¿Dónde hay un teléfono, señorita? -preguntó Harry.
– Una sola llamada -le recordó Dickinson.
Harry tuvo que morderse la lengua para no despotricar contra el inspector y toda su familia. Luego llamó a su hermano a cobro revertido.
Phil acababa de enterarse del accidente y estaba a punto de salir hacia el hospital. Tal como Harry imaginó, le quitó importancia a la fortuna que iba a perder por el siniestro total de la caravana.
– Mira, de todas maneras, ése iba a ser mi regalo para tu cumpleaños, Harry. Sólo faltaba empaquetarlo.
Pese a su desenfado, era obvio que a Phil lo preocupaba el estado de su hermano.
– Claro, tanto insistir con lo de la «maldición», al final vas a conseguir ponerte enfermo de verdad -lo reprendió Phil.
– Puede que tengas razón.
Phil le prometió averiguar lo que pudiera acerca de Maura y pasarlo a ver al cabo de dos horas.
Momentos después, un enfermero muy cargado de espaldas, gruesas gafas de concha y bigote entrecano se acercó con una camilla. Cambió las bolsas del gotero al soporte de la camilla y luego asió el borde de la sábana por debajo de la cabeza de Harry. Dos enfermeras, situadas a ambos lados de la cama, estiraron a su vez la sábana a la altura de la cadera.
– Eh, no se quede ahí como un pasmarote -le espetó una de las enfermeras a Dickinson-. Coja la sábana… ahí, a los pies de la cama y ayúdenos a levantarlo.
Dickinson lo hizo, aunque de mala gana.
– Muy bien -dijo la otra enfermera-. Una, dos y tres…
Entre los cuatro levantaron a Harry y lo colocaron en la camilla. Harry sintió un pequeño dolor en el brazo y otro, real o imaginario, en el pecho.
– ¿Cuánto van a tardar? -preguntó el inspector.
– De una a dos horas -contestó una de las enfermeras, a la vez que posaba un monitor/desfibrilador cardíaco portátil entre los pies de Corbett-. Depende de lo que le encuentren, y de lo que le hagan. Puede acabar en el quirófano para hacerle un bypass.
Las enfermeras conectaron un pequeño balón de oxígeno a la intubación nasal de Harry y lo arroparon con una sábana. Dickinson salió entonces de la estancia detrás de una de las enfermeras, que ayudaba a empujar la camilla.
– Tómese un descanso -le dijo el inspector al agente de uniforme-. Bajo con él. Dentro de media hora llamo y le cuento cómo va.
Flanqueado por una enfermera y por Dickinson, condujeron a Harry en la camilla hasta el ascensor. El monitor que le habían colocado entre los pies reflejaba los latidos de su corazón. Tener que afrontar una operación (él, que siempre había estado del… otro lado) le resultaba extraño e irreal y, sin embargo, lo hacía sentirse tan mortal como cualquiera. No obstante, a decir verdad, se sentía así desde la noche que regresó a la planta 9 del edificio Alexander con el batido para Evie.
Un enfermero del laboratorio de cateterización ayudó a introducir la camilla en el ascensor, que tenía también puerta por el otro lado. Luego entraron Dickinson y la enfermera. Harry oyó que se cerraba la puerta y que introducían una llave en el panel de control para poder bajar hasta el laboratorio sin detenerse.
– Eh, ¿qué hace usted? -exclamó la enfermera-. El laboratorio de cateterización está en la octava y no en el subsótano.
Apenas hubo acabado de decirlo, la enfermera se quedó lívida. Dickinson miró atónito al enfermero y trató de sacar el revólver. Harry oyó el ruido sordo de un disparo hecho con silenciador, y vio que la enfermera giraba sobre sí misma y se desplomaba. Dickinson había llegado a sacar el revólver, pero lo bajó en un claro gesto de rendición.
El revólver con silenciador volvió a disparar y, al instante, se vio un agujero en la pechera izquierda de la camisa del inspector, que se miró horrorizado la herida. Un rodal escarlata se formó de inmediato alrededor del agujero.
Dickinson miró a Harry tan atónito como abatido. Luego puso los ojos en blanco y, sin llegar a decir una palabra, cayó redondo al suelo.
Harry estaba demasiado estupefacto y horrorizado como para hablar. El monitor indicaba que tenía 170 pulsaciones por minuto. De un momento a otro le estallaría el corazón.
– Ya le advertí que debía matarme cuando tuvo la oportunidad -dijo Antón Perchek en tono glacial-. Ahora, deberá prepararse para su gran escapada.
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